Una paz insegura: de la reproducción de la violencia colectiva en América Latina y el Caribe Presentación del dossier
An Insecure Peace: The Reproduction of Collective Violence in Latin America and the Caribbean Introduction to Dossier
Paz insegura. Da reprodução da violência coletiva na América Latina e Caribe Apresentação do dossiê
Una paz insegura: de la reproducción de la violencia colectiva en América Latina y el Caribe Presentación del dossier
Iconos. Revista de Ciencias Sociales, núm. 55, 2016
Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales
América Latina y el Caribe son una “zona de paz”. Así lo declaró la segunda cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC 2014, en línea), realizada en Cuba, en 2014. Sin embargo, crecientes percepciones de criminalidad y corrupción, entre otras, han reavivado la violencia en Sudamérica, y en 2015, por el efecto de narcotraficantes y pandillas, Centroamérica y el Caribe siguieron siendo las regiones más violentas del mundo (Institute for Economics and Peace 2015, 6). De los 20 países con tasas de homicidio más altas, 11 son latinoamericanos. 1 El paisaje ilustra la tendencia mundial según la cual el número de muertes violentas aumenta mientras el de conflictos armados disminuye (Muggah 2012, 13) –solo Colombia y Perú experimentan en 2016 conflictos armados internos registrados como tales– y confirma que la mayoría de muertes violentas sucede en países en donde no hay conflicto armado activo (Geneva Declaration on Armed Violence and Development 2011, en línea). 2
Parece así existir en la región una “paz insegura”, en dos sentidos. Por un lado, las tasas de homicidios indican que no es tan “seguro” que exista una “zona de paz”. Nuestra paz no garantiza los derechos fundamentales a la vida y la seguridad personal. Por otro lado, si afirmamos que sí hay “paz”, fruto de las democratiza ciones y pacificaciones desarrolladas décadas atrás, entonces esta “paz” coexiste con la inseguridad. La discusión sobre la relación entre paz y seguridad es válida, pues detrás de estas ideas existe el deseo de crear marcos de mayor respeto a los derechos humanos. El sistema interamericano contemporáneo reconoce, de hecho, que la paz es en sí un valor, el cual “(...) se basa en la democracia, la justicia, el respeto a los derechos humanos, la solidaridad y el respeto al derecho internacional” (OEA 2003, en línea).
¿Cómo se analizan las violencias y la inseguridad en América Latina? ¿Cuáles son los nexos entre violencia económica y política? ¿Cómo estos debates impregnan las políticas públicas en torno a la seguridad? Este número de Íconos. Revista de Ciencias Sociales titulado “La inseguridad en tiempos de paz. Nexos entre política y violencia criminal en América Latina” aborda estas preguntas a través de reflexiones de Markus Schultze-Kraft; Rogelio Madrueño; Juan Antonio Le Clercq Ortega, Azucena Cháidez Montenegro y Gerardo Rodríguez Sánchez Lara; Carolina Robledo Silvestre; Suzeley Kalil Mathias, Brice Scheidl Campo y Leandro Fernandes Sampaio Santos; y Carla Álvarez Velasco. En la primera parte, se propone un sobrevuelo de diversas nociones de (in)seguridad como paso preliminar para comprender mejor su impacto. Se identifica también algunas de sus causas y efectos. En la segunda parte, se sugiere algunos argumentos para enmarcar un debate futuro sobre los nexos entre crimen y política en la praxis. La meta es resaltar los puntos de continuidad histórica. Entender el ayer es vital para contextualizar el presente y contribuir así a repensar el futuro.
Antes de proceder, conviene aclarar dos elementos. Primero, reconozco que existen diversas violencias, unas legítimas, necesarias o intencionales, y otras ilegítimas, inservibles o involuntarias; muchas son visibles, algunas invisibles (Adams 2012, 12). Expresiones como la violencia juvenil, los abusos y negligencias a niños y niñas, la violencia conyugal, la violencia hacia las personas de la tercera edad y la violencia sexual (World Health Organization 2002, 6) merecen ser estudiados en detalle. Pero aquí interesa la “violencia colectiva” que ocurre cuando grupos buscan imponer unilateralmente agendas políticas, sociales o económicas; la violencia política conduce a conflictos armados y/o a represión estatal, los delitos de odio pueden llevar al terrorismo, y la violencia económica se articula en torno al aumento y/o protección de ganancias (World Health Organization 2002, 6 y 215). Segundo, existen concepciones maximalistas y minimalistas de violencia. Johan Galtung se refiere a violencia estructural (desigualdades, injusticia social) y Bourdieu y Wancquant detallan la violencia simbólica (marginalidad, subordinación) (Pearce 2010, 290). Pero a veces es preferible circunscribirse a la violencia letal (en su forma real o como amenaza), que representa una forma extrema de violencia con un profundo significado social (González-Pérez et al. 2012, 3196; Pearce 2010, 290). Este número, explico más adelante, ofrece un balance en este y otros sentidos.
La inseguridad en tiempos de conflicto y paz
La (in)seguridad en sus múltiples sentidos
Durante la Guerra Fría, la seguridad se centró en el “interés nacional” del mundo bipolar (Bassedas 2007, 48). Estados Unidos percibió que la principal amenaza a la seguridad de los Estados latinoamericanos provenía de las insurrecciones internas, por lo que ayudó a gobiernos de la región a ejecutar políticas de “seguridad nacional” (Sriram 2001, 97). Regímenes no democráticos reprimieron y guerrillas maoístas (Perú), campesinas (Colombia), urbanas (Argentina, México, Uruguay), “frentes” revolucionarios (Centroamérica), entre otros (para una discusión, ver Prieto 2007), se multiplicaron en la región. (Centroamérica), entre otros (para una discusión, ver Prieto 2007), se multiplicaron en la región.
La caída del Muro de Berlín marca un cambio. Debido al debate sobre ciudadanía intrínseco a las “transiciones democráticas” (Karl y Schmitter 1991; Karl 1990; O’Donnell y Schmitter 1988; Shin 1994), cobra peso el tema de la seguridad ciudadana. 3 Además, se identifican nuevas amenazas a la seguridad interna de los Estados (Bassedas 2007, 47-58; Ortiz Navarrete 2003, 44). El concepto de seguridad se expande así en tres sentidos. Verticalmente se extiende a la seguridad microsocial (individual) y macrosocial (internacional); horizontalmente, además de lo militar, se empieza a referir a seguridad política, medioambiental, económica y otros; en fin, los actores se multiplican. Entidades internacionales y la sociedad civil comenzaron, junto con los gobiernos, a intervenir en la materia (Rothschild 1995, 53-98). Es la época de la “gobernanza”, de la organización de redes de trabajo y de coordinación micro y macrosociales, autónomas, horizontales, que crean interdependencia entre los actores (Dingwerth y Pattberg 2006, 189-191; Éthier 2003, 260; Yu y He 2011, 2-3).
Dos aspectos merecen atención especial. Primero, surge la noción de “seguridad humana”. Propuesta por unos y criticada por otros, este concepto crea convergencias con nociones como “paz” y “desarrollo” (Grasa Hernández 2007, 12-13; Pérez de Armiño, 65 y 67). 4 Segundo, la comunidad interamericana adopta una idea “multidimensional” de seguridad en 2003, que incluye nuevas amenazas (terrorismo, delincuencia organizada transnacional, corrupción, lavado de activos, tráfico de armas, de personas, exclusión, pobreza extrema, desastres naturales, deterioro del medio ambiente, ataques cibernéticos, VIH/sida) y amenazas habituales (objeto de instrumentos de cooperación internacional como el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) y el Tratado Americano de Soluciones Pacíficas (Pacto de Bogotá).
Hoy la seguridad se concibe como el fruto de la educación para la paz y la promoción de una cultura democrática, la cual constituye un factor de estabilidad (OEA 2003, en línea).
Saber qué es seguridad y cuál es su relación con la paz es esencial, pues se debe evitar lo difuso. Años atrás, una crítica a lo que Putman (2002, 244) llama el enfoque liberal de la construcción de paz, sostuvo que si erigir la paz sostenible implica desarmar, desmovilizar y reintegrar beligerantes, colectar y destruir armas, repatriar refugiados y relocalizar desplazados, restaurar la ley y el orden, reforzar sistemas judiciales, entrenar policías, organizar elecciones, entre otros, entonces construir la paz es construirlo todo (Knight 2003, 245). ¿Es aplicable una reflexión análoga al debate sobre la seguridad? La pregunta sigue pendiente y es fundamental abordarla, como de hecho lo evoca Rivera Vélez (2008, 14) al indicar que ya se ha propuesto eliminar los estudios de seguridad por esta razón.
Causas, efectos y agravantes de la violencia económica
Las causas de la violencia económica son múltiples. Algunas son producto de factores exógenos. Se arguye, por ejemplo, que ha surgido un mercado transnacional de productos ilegales en la década de 1990 (Bagley 2012, 5; Felbab-Brown 2012, 3; Williams y Godson 2002, 322-323), el cual cobra fuerza en contextos de “de - bilidad estatal” (Eizenstat, Porter y Weinstein 2005, 136; Rotberg 2003). Ahora, a nivel endógeno, los causantes de violencia económica no tienen por qué diferir de los de la política. No sin razón, indica Robledo más adelante, violencia criminal y política pueden traslaparse. Desigualdad, violencia, pobreza (e inseguridad agregaría yo) están ligadas (Muggah 2012, 35; Pearce 2010, 294). Es decir, la exclusión política y las desigualdades sociales que justificaron la violencia política de antaño (Paris 2002, 41), siguen siendo caldo de cultivo para la violencia actual, si bien también se sabe que la violencia económica no necesariamente está relacionada con la política (Adams 2012, 30). La realidad, señala Madrueño en este número, es que los beneficios de la violencia se reparten de un modo tal que no afecta la distribución de la riqueza. Aun así, colombianos, peruanos y ecuatorianos pueden ver más atractivo cultivar hoja de coca que productos cuyos precios de venta los condenan a la pobreza (Williams y Godson 2002, 324). Del mismo modo, jóvenes latinoamericanos residentes de barreadas desfavorecidas urbanas ven más posibilidades de “ascenso social” en una organización criminal.
Los efectos de la violencia tampoco tienen por qué ser distintos, sobre todo si el remedio para enfrentarla, la represión, es el mismo. Los soldados son instruidos para usar la fuerza según las leyes de la guerra, con la meta de destruir al enemigo (Pion-Berlin y Trinkunas 2011, 46-47). En principio, entre sus metas no se encuentra garantizar derechos humanos a víctimas y victimarios. Los resultados de los despliegues militares latinoamericanas son conocidos: desde hace décadas, se sabe que es incuestionable la relación entre las Fuerzas Armadas y actos de represión (O’Donnell y Schmitter 1988, 50). Pero además, desde un punto de vista institucional, la violencia económica genera, igual que la política, incertidumbre, al menos de dos maneras.
Por un lado, a nivel de las “instituciones formales”, la democratización puede verse frenada. 5 La corrupción en el poder Judicial es especialmente problemática, pues este es el encargado de sancionar las normas; si existe la posibilidad, así sea ínfima, de que una sanción no se aplique, por incapacidad estatal o por una aplicación tendenciosa de la misma, cambian las expectativas de los actores y con ellas su comportamiento (Knight 1992, 61). Además, la inseguridad se agrava cuando un delito que debe ser castigado, no lo es. No se trata solo, señala Le Clercq et al. aquí, de que la sanción sea aplicada, sino de reparar a las víctimas y de evitar la percepción de injusticia generada al no castigar. También la intervención del Ejército en seguridad interna obstaculiza su despolitización (Dahl 1971, 50), lo expone al poder corruptor del crimen organizado, condena a las entidades policiales a la mediocridad, socava la legitimidad conferida al Estado por la ciudadanía (Thies 2005, 9; ver también Pearce 2010, 294) y puede incluso revertir la desmilitarización de las democratizaciones (O’Donnell y Schmitter 1988, 56-59; Przeworski 1992, 131-133). Una democracia consolidada no incuba crimen organizado, pero regímenes híbridos (Carothers 2007, 16; Diamond 2002; Zielinski 1999), órdenes políticos ni democráticos ni autoritarios, así como los regímenes en transición, tienden a generar más violencia (Regan y Henderson 2002, 131), es decir, menos seguridad. En definitiva, la inseguridad aumenta en las “zonas grises”.
A nivel de las “instituciones informales”, la existencia de grupos armados no estatales genera incertidumbre. Aquí es central mencionar que la estrategia de la captura o detención de cabecillas criminales genera más violencia, primero al abrir espacio para luchas internas en los grupos de crimen organizado para acceder a los puestos de dirección (International Crisis Group 2013, 21; Pereyra 2012, 442) y luego provocando fragmentaciones que multiplican la cantidad de actores paraestatales que cuestionan al Estado el monopolio del uso de la fuerza (Chinchilla y Payan 2015, 15) y que someten a los residentes de las zonas bajo su control a las arbitrariedades de su “ley”. Como lo señala Schultze-Kraft, hay variedad de ejecutores en materia de coerción. Los grupos criminales cuentan con unidades paramilitares con armas de grueso calibre (Pion-Berlin y Trinkunas 2011, 41).
Además de causas y efectos, existen agravantes de la violencia económica, los cuales son puntuales. La deportación de salvadoreños residentes de Estados Unidos hacia su país de origen durante los primeros años de posconflicto, muchos de ellos asociados con pandillas como la Mara Salvatrucha o Calle-18 (Arana 2005; Richani 2010, 432, 438; Vargas Cullel 2011, 89), no ayudó al proceso de paz en ese país. Igualmente la no destrucción de las armas de fuego al final de los conflictos centro-americanos tampoco sirvió. Álvarez, por cierto, desarrolla en el presente número de Íconos. Revista de Ciencias Sociales un estudio sobre el surgimiento del control de armas ligeras como prioridad en la agenda de cooperación internacional. El Consenso de Washington, que redujo el tamaño de Estado, reduciendo sus “ámbitos” de acción sin solventar sus incapacidades (Fukuyama 2004, 18-22), tampoco consolidó la paz. 6 Se sabe que nuevas ocasiones de negocios en marcos de poca o nula regulación estatal pueden generar más penetración e imbricación del crimen en la economía (Williams y Godson 2002, 321). Consideraciones geográficas también pueden ser importantes. Centroamérica se encuentra entre la región en donde más se produce cocaína y su mayor consumidor (Bagley 2012, 2-3; Carpenter 2012; Programa Estado de la Nación 2008, 473; Vargas Cullel 2011, 89).
De la teoría a la práctica
Nexos entre política y violencia criminal en América Latina hoy
Las agendas de investigación en ciencias sociales se comportan como péndulo: tesis que surgen giran producto de críticas, siempre exagerando la importancia de los factores que están “de moda” (Zartman 2005, 257). Hace 15 años, se debatía sobre la pertinencia de diferenciar las viejas guerras, más políticas y estructuradas, de las nuevas, criminales, con violencia sin sentido, protagonizadas por actores indisciplinados y motivadas por la codicia (Kalyvas 2001, 105). Empero, imbricaciones entre criminales y autoridades en América Latina y el Caribe –y en otras partes del mundo existen desde hace mucho, y siempre hubo interacciones entre instituciones formales e informales. La diferencia entre los conflictos pasados y los contemporáneos depende de los lentes con los que se mira; y la violencia actual, sin ser una repetición, no rompe ni se contrapone con la del pasado (Kalyvas 2001, 99; Pearce 2010, 288). Se sabe que grupos criminales florecieron, y lo siguen haciendo, gracias a la protección de autoridades por medio de “redes de protección” (Saylor y Soifer 2008, 20; Snyder y Durán Martínez 2009; Williams y Godson 2002, 330). 7
Aun así, al menos dos son las diferencias entre aquellos contextos y los actuales. Muchos de los crímenes de aquella época eran “políticos”. La definición de este término es controvertida, por lo que me limito a señalar que se trata de lo que diversos regímenes jurídicos definen como “crímenes contra el Estado”. Lo importante es que el debate en torno al desarme, desmovilización,y reinserción tiene que ver con la forma de “perdonar” estos crímenes políticos, garantizando al mismo tiempo la sanción de los delitos económicos. Hoy esto ha cambiado porque los grupos armados casi nunca defienden agendas políticas. Segundo, y este argumento recuerda que no hay correlación entre narcotráfico y violencia (Adams 2012, 21), antes no era inhabitual que el crimen prefiriera desarrollar sus negocios en la sombra. Lo ilegal no es necesariamente criminal, y lo criminal no crea inevitablemente violencia e inseguridad. La teoría de los pactos, que estudia negociaciones que permiten a actores renunciar a su capacidad de perjudicarse, permitiendo ajustes dentro del sistema sin enfrentamientos violentos o “sin que predomine un actor sobre otro” (O’Donnell y Schmitter 1988, 64) podría extenderse al estudio de los acuerdos en esas zonas grises en donde lo legal se intercepta con lo ilegal.
Una negociación implica, entre otros, reconocer el adversario y mostrar voluntad de avanzar hacia una solución política compartida; pero actores criminales cuyas agendas se limitan a influenciar políticas públicas para suprimir o influenciar las sanciones son menos susceptibles de negociar una paz. En la actualidad es entonces más difícil llegar a acuerdos, no solo en el marco de instituciones formales, sino entre actores legales e ilegales y entre actores ilegales. 8 Interesante sería preguntarse cómo y por qué escasean los actores que pueden y quieren negociar frente a los que parecen ver sus interacciones como juegos de suma cero. Sin duda, este es un desafío elemental en la reflexión y la práctica de la resolución de conflictos y la construcción de paz.
Se requiere de ideas frescas y políticas públicas creativas. A nivel interamericano, la Organización de Estados Americanos (OEA) se ha constituido en un factor de avance de la reflexión en torno a la seguridad multidimensional, pero a nivel nacional muchos gobiernos siguen ejecutado políticas de “mano dura”, caracterizadas por leyes que deshonran los principios democráticos para recuperar la seguridad ciudadana. Dichas estrategias son ejecutadas aun cuando se sabe que mayorías antidemocráticas pueden generar liderazgos autoritarios (Vargas Cullel 2011, 76; ver también Adams 2012, 24; Malone 2010, 59-60) y que esta “visión criminalística” –que consiste en suprimir y disuadir a los delincuentes por medio del endurecimiento de penas de prisión (Mercy et al. 1993, 11)– no produce los resultados esperados (Bagley 2012, 13; Salazar Pérez y Yenissey Rojas 2011, 6-8).
¿Cómo innovar para mejorar la formulación y ejecución de políticas públicas? Cada vez es más común, por ejemplo, concebir la violencia como una cuestión de salud pública (Chinchilla y Payan 2015, 17; Dahlberg y Mercy 2009, 1; Macdonald 2002, 1; McDonald 2000, 1; Winett 1998, 499). Al aproximar la violencia como un fenómeno previsible y prevenible, es posible generar conocimiento integral para diseñar y ejecutar políticas públicas para disminuir la inseguridad (Mercy et al. 1993, 16). Al desarrollar reflexiones sobre la interacción entre instituciones formales e informales, como propone Schultze-Kraft, es posible entrever zonas de “crimilegalidad” que permiten idear políticas eficaces para afrontar la inseguridad. Y al incluir el debate, de la mano de Le Clercq et al. sobre la impunidad, se estudian, desde un nuevo ángulo, asuntos ligados con el diseño y funcionamiento de los sistemas de seguridad y justicia. 9
Las contribuciones
Este número presenta un ejercicio regido por cinco objetivos. Primero, se desarrollan reflexiones que sitúan a América Latina y el Caribe en un espectro más amplio. Segundo, se logra un equilibrio entre reflexiones generales y estudios de caso. Existe también una perspectiva multidisciplinaria, con enfoques que enfatizan lo económico, metodologías propias a la antropología y apuntes sociológicos y políticos, ello sin obviar las relaciones internacionales. Tercero, se logra un balance entre el estudio del pasado y la innovación. Robledo elabora un recuento histórico de la evolución de las desapariciones forzadas en América Latina, pero Schultze-Kraft propone conceptos novedosos para entender mejor las interacciones entre el Estado y otros actores. En fin, Le Clercq et al. muestra un índice global de impunidad que responde a la necesidad de estudiar con mayor profundidad este factor, el cual cada día cobra mayor relevancia en la agenda pública internacional.
Las generalizaciones excesivas pueden hacer inoperante un concepto (Sartori 1994, 26), pero los reduccionismos pueden esterilizarlo. En cuarto lugar, se presenta aquí un enfoque balanceado a nivel conceptual. Mucho de la discusión desarrollada se motiva por la cantidad de muertes violentas que se han registrado en la región, pero la discusión sobre la desaparición forzada de Robledo y el análisis comparado de políticas públicas en materia de seguridad externa e interna en Brasil propuesto por Kalil Mathias et al. recuerda que la violencia letal es la punta de un iceberg de un fenómeno de inseguridad multidimensional más complejo. Buscando escapar al reduccionismo, se desarrolla, en quinto lugar, una reflexión que liga el tema de la (in)seguridad con otras prioridades de la agenda política contemporánea regional, como el trasiego de armas ligeras (ver Álvarez en este número). Así, el estudio de la impunidad es básico porque la misma agrava otros problemas, como la violencia y el acceso desigual a la justicia; además, hay una relación positiva, según Madrueño, entre violencia criminal, desigualdad e instituciones informales, así como una relación negativa entre el Estado de derecho y la desigualdad.
Estos elementos permiten acumular un conjunto de reflexiones rico y diverso, que sin embargo, también ilustra la fragmentación conceptual cuando se estudia el tema de la (in)seguridad. Se sabe, desde la lógica de senderos de dependencia, que pasos iniciales en una dirección generan inercias institucionales que dificultan revertir el cambio (David 2002, 512; Pearson 2000, 253). Al ver la historia de la (in)seguridad de América Latina y el Caribe, la violencia colectiva –política, económica o de otro tipo– parece mutar pero no disminuir. Por ello, mientras no se estudie la lógica de su reproducción, sus mecanismos de retroalimentación y de autorrefuerzo ( self-enforcing ) (David 2007, 32; Mahoney 2000, 509) con la profundidad histórica requerida, será limitado nuestro entendimiento sobre la inseguridad en tiempos de “paz”. Sirva el presente número como aliciente para iniciar y desarrollar la reflexión al respecto.
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Notas