Rosalva Aída Hernández Castillo, coordinadora Bajo la sombra del guamúchil. Historias de vida de mujeres indígenas y campesinas en prisión México: Hermanas en la Sombra, 2015, 293 págs.
Rosalva Aída Hernández Castillo, coordinadora Bajo la sombra del guamúchil. Historias de vida de mujeres indígenas y campesinas en prisión México: Hermanas en la Sombra, 2015, 293 págs.
Iconos. Revista de Ciencias Sociales, núm. 57, 2017
Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales
Son tantos asuntos los que mantienen nuestra atención en la vida diaria, que dejar espacio para pensar en aquello que ocurre donde no podemos ver es aparentemente cada vez más difícil. Sobre todo en aquellos lugares que han sido configurados para recluir a sujetos y poblaciones específicas con la intención de apartarlos de la comunidad. Si bien es cierto que el confinamiento no fue el argumento central que originó la construcción de espacios de encierro, como lo fueron hospicios, manicomios y prisiones, por mencionar aquellos lugares que condensan mayor peso simbólico, formó parte de una concepción institucional que lo pensaba, justamente, como parte de la pedagogía para reformar a aquellos sujetos que llegaban hasta sus puertas por razones conflictivas.
Observar las trayectorias que han seguido los antiguos hospicios, penitenciarías y hospitales psiquiátricos, los estereotipos y estigmas producidos, así como las prácticas discursivas que se despliegan en su interior, abriría lugar para reflexionar sobre las consecuencias provocadas por la idea de recluir a los sujetos bajo el supuesto de que alcanzarían con ello mejores condiciones. Lo que entraña nociones de disciplinamiento y formación, así como que dicho aislamiento beneficiaría también al resto, con una idea de que estos sujetos ponen en riesgo a la comunidad a la que se dice pertenecen, por lo que corresponde apartarlos de la sociedad.
Conviene atrevernos a mirar puertas adentro para conocer cuáles son los programas que se llevan a cabo, reconocer si alguna vez estos lugares funcionaron y qué ocurre con quienes viven ahí. Lo considero necesario no solamente porque se trata de vigilar los usos y el impacto del recurso público, es decir, el ejercicio que hacen políticos y funcionarios con el dinero que es de todos, sino también por conocer la situación en la que viven hombres y mujeres que atraviesan por estas instituciones muchas veces en condiciones de vulnerabilidad.
En el caso particular de las prisiones donde el encierro representa el castigo por infringir o quebrantar el estado de derecho, estamos frente a los supuestos de que ahí se encuentran aquellos y aquellas que violaron las leyes, que después de un juicio apegado al derecho han sido hallados o halladas culpables de algún delito y que la institución está construida sobre la firme obligación de promover la reinserción social. En Bajo la sombra del guamúchil. Historias de vida de mujeres indígenas y campesinas en prisión (2015), estas premisas ancladas en la historia, derivadas de la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos (2011) y sustentadas en los propios discursos de gobierno, son cuestionadas no frontalmente sino en el recuento que hacen las propias presas sobre sus vidas.
El libro coordinado por la antropóloga mexicana Rosalva Aída Hernández Castillo no solo se convierte en una puerta de acceso que permite conocer los claroscuros que se producen dentro, es también un espejo para mirarnos porque lo que ocurre en el área femenil del Cereso de Morelos, 1 en México, es un reflejo de la realidad nacional. Conforme la lectura avanza, los episodios de violencia, abuso de poder e injusticia que atraviesan las mujeres presas ilustran con nitidez la violencia estructural que vive México, que hunde sus raíces en un sistema de género que afecta especialmente a las mujeres pero que lo rebasa. Bajo la sombra del guamúchil comprende historias de mujeres que han vivido una violencia sistemática por su sola condición de ser mujeres, pero también por ser pobres, indígenas, vivir en la ignorancia de sus derechos, de los delitos que se las acusa y por no saber leer ni escribir, lo cual las sumerge en espirales de injusticia que suceden en contextos de corrupción y delito:
No dejaban de torturar a mi marido, reconocía su voz de lejos, le dijeron que tenía que firmar su declaración, en ese momento supe que ellos eran policías. ¿No se supone que ellos son los buenos? Finalmente aceptó firmar lo que le obligaban, después de horas de tortura. Me llevaron a la Procuraduría del Estado, ahí me encerraron con cuatro hombres que amenazaban con violarme si no firmaba mi declaración. No sabía de lo que estaba escrito en la declaración. Me decían “El Oaxaco ya declaró, así que tú tienes que confesar tu culpa o te mueres”. Con miedo firmé sin saber siquiera qué hacía, en ese momento solo pensaba en salvar mi vida. Ya había visto de lo que eran capaces de hacer. Ya había sentido la sangre del hombre en mis piernas. Esa noche me pusieron tras un cristal para que me reconocieran con otras tres personas que se supone venían con nosotros. Yo no los había visto jamás. Fue mágico de donde los sacaron, un hombre judicial me dijo: “Estás frita, mamacita, eres culpable de secuestro”. En voz baja le dije: “Señor, ¿qué es secuestro?” Se rieron de mí. “Pues mi reina, ya lo averiguarás, tendrás años para aprenderlo en la cárcel” (p. 228).
En tanto las voces en el libro son todas de mujeres es posible articular la reflexión a partir de ello. Es así que a nuestros ojos resulta evidente que las trayectorias están marcadas por la condición de ser mujer, concebida como un problema, una desventaja y una posición de subordinación aceptada históricamente que se reafirma en la vida diaria.
Las experiencias narradas en el libro acusan la subestimación. Señalan el deber supuesto de tener tantos hijos como Dios y el marido lo deseen; la obligación de soportar la violencia del padre, los hermanos o la pareja; y la entera responsabilidad de la madre sobre los hijos. En términos religiosos, se confirma el deber de “cargar la cruz” sin chistar, porque las quejas podrían ser respondidas con más violencia. Discriminación de género que se confirma en prisión, cuando se observa cómo se imparte la injusticia en el sistema penitenciario mexicano. Como lo señaló la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) en su informe de 2014:
(..) desde la regulación normativa interna, la estructura de las cárceles, la clasificación de la población penitenciaria, así como el funcionamiento y operación de los centros de reclusión (…) Más aún en el caso de las mujeres indígenas, quienes dentro de este contexto representan una minoría adicional, y que a menudo padecen o sufren de una mayor discriminación por dicha circunstancia, cuya principal barrera es el idioma. 2
El libro descubre sin obstáculos o adornos gratuitos la vida que han llevado aquellas mujeres que se encuentran presas sin saber algunas a ciencia cierta por qué están ahí. Mientras otras, a partir de la experiencia del encierro y transitar por los talleres y procesos educativos al interior, han llegado a la conclusión de que se encuentran “confiadas” por no tomar “las riendas de su vida”. La prisión se vuelve para muchas el primer espacio para la reflexión y el autoconocimiento, además de un lugar seguro y de aprendizaje:
Quiero que sepan que me quedo con lo mejor de este lugar en donde aprendí tantas cosas; a leer, a escribir, a soñar, a reencontrarme con mi marido, a ser una mejor mujer, madre y persona. Aquí traté de entender a mi madre a la que por años culpé de todo y para todo (p. 93).
Este libro es resultado de los talleres de “Historias de vida” que contiene experiencias de mujeres en su mayoría indígenas de origen rural, presas en el área femenil del Cereso Morelos. Y se trata de una segunda edición actualizada que suma seis historias de vida que no estaban en la primera edición publicada en 2010. La metodología de trabajo es muy significativa porque rebasa la dinámica de reunirse para que cada interna escriba sobre sí misma. El desafío fue puesto en reconocerse en y con las compañeras, y escuchar de viva voz los escenarios y sucesos que marcaron sus vidas hasta su llegada a la prisión, intentando visibilizar engaños, dolores, omisiones, pasiones y prejuicios. Esto con el fin de entender de qué manera están ligadas con un sistema de género que señala a las mujeres como sujetos subordinados y que designa lugares, prácticas y valores para cada grupo. El aprendizaje estriba en lo anterior, así como en la oportunidad de identificar su capacidad de agencia, recuperación de la palabra, adquisición de responsabilidades y la posibilidad de cambio.
Fueron sesiones colectivas; no obstante, el trabajo de hilvanar la narración como un relato se desarrolló en parejas. Las mujeres presas en el Cereso femenil de Morelos se abocaron a registrar y confeccionar la historia de compañeras indígenas y campesinas que no sabían escribir. En el camino de varios años se dieron procesos de crecimiento que desembocaron en aprender para narrar en primera persona sus dolores y miedos, su niñez, la ausencia y el abandono de sus padres, la violencia sexual, los numerosos embarazos y partos, y los contextos de pobreza que parecerían prefigurar su destino. En ese encierro se vio nacer la voz y la poesía, incluso.
El esfuerzo de “mirarse en la escritura” quedó registrado en 13 capítulos enmarcados con la introducción de Castillo Hernández y un epílogo de la socióloga y escritora Elena de Hoyos. En cada una de las 13 historias confluyen dos voces, la de quien escribe que es, en algunos casos, una mujer de clase media o de ámbitos urbanos, y la de quien cuenta su vida, casi siempre una mujer indígena cuya lengua materna no es el español sino el náhuatl, tsotsil o tlapaneco.
La lectura en clave de género resulta obligatoria, de hecho impacta lo profundo que ha calado y la vigencia del sistema de género en la cultura amorosa, en las relaciones sociales, en cómo se toman les decisiones familiares, en las dificultades para el desarrollo profesional, en las formas en que se imparte la injusticia e incluso en la cultura política de la violencia y la corrupción que impera hoy en México.
Tal vez por su mismo carácter violento es que se metió en problemas y tuvo un fin terrible. Una noche como a las dos de la mañana, unos hombres llegaron a tocar la puerta de la casa de mi abuelita y le avisaron que habían matado a su hijo. Lo mataron a palos, le desfiguraron la cara y lo dejaron en estado vegetal, duró unos 10 agonizando y finalmente murió. Nunca supe quiénes lo mataron, ni por qué, esos eran temas que no se discutían con los niños. Solo sufrí las consecuencias de que mi madre quedara viuda a los 23 años, con cuatro niños que alimentar (p. 191).
De la misma forma sorprende la escasa resistencia que pusieron estas mujeres a las demandas que las obligaba a sujetarse al orden social que las colocó casi siempre en desventaja y peligro. La lectura tiene que hacerse alejada de los lentes de clase media de la ciudad –o al menos estar consciente de que estos lentes se llevan puestos– para que sea posible comprender que el orden de género estaba antes que las mismas internas y como tal fue acatado en espacios socioeconómicos empobrecidos, donde resultó imposible asistir a la escuela, donde han visto violencia casi desde que comenzaron a caminar, donde las mujeres dejan de ser niñas para ser madres a los 12 ó 13 años de edad y donde no encuentran espacio para pensar hasta que llegan a un punto de inflexión, que en estos casos es la prisión.
La violencia ha sido parte de mi vida desde que nací. Mis primeros recuerdos de infancia no son de abrazos ni de caricias maternales. Nací en Zacatlán, Puebla, en una comunidad náhuatl, pero nunca aprendí el idioma porque mi mamá me abandonó recién nacida, me dejó tirada cerca de un basurero donde me encontró la mujer que me adoptó y a quien reconocí como mi madre. Cuando tenía cinco años comencé a sufrir golpes y maltratos. Empecé a ver cómo el marido de mi mamá la golpeaba y la corría de la casa. La violencia nos tocaba a todos en mi familia de diferentes maneras (p. 109).
Conviene señalar que las historias de vida impresas en el libro son previas a la prisión, es decir, las mujeres reconstruyen su vida hasta su llegada al femenil, describiendo incluso los atropellos y engaños de los que fueron víctimas. Aun así, a pesar de que los jirones de memoria plasmados en el papel sean los del antes, es posible conocer algunos retazos del después. Y ello es también relevante.
En contextos de tanta pobreza y marginación, la prisión se vuelve un lugar seguro pero también un espacio social al que se llega después de haber sufrido tortura y sin claridad de por qué se está ahí. Lo que relatan sobre su captura e internamiento permite ver que les fueron violados derechos humanos como el de audiencia y debido proceso legal. También el de principio de legalidad, el de seguridad jurídica en materia de detención y el de seguridad jurídica en los juicios penales, por mencionar aquellos que están vinculados con su encarcelamiento y el estado de derecho.
Las historias que contiene Bajo la sombra del guamúchil son una puerta de acceso a la intimidad de estas mujeres, a las “costumbres” familiares y sociales que desde muy temprano hilvanaron subjetividades subordinadas al más fuerte física, material y simbólicamente: al padre, al padrastro, al tío, al hermano mayor, a la madre, a la madrastra, al cacique de la comunidad, etc. Relaciones que es preciso cuestionar no solo desde el ámbito académico y de los derechos humanos, sino también como una obligación del Estado mexicano que debe procurar justicia, respeto a la dignidad humana, legalidad, asegurar una vida libre de violencia y acceso a alimentación, vivienda y educación. El libro se vuelve relevante por los temas que devela a través de las historias de mujeres presas en el Cereso de Morelos y la vida cotidiana en estos espacios altamente problemáticos y cada vez más comunes en México. Vidas de hombres y mujeres que condensan un cúmulo de carencias y agravios históricos. Es un retrato sobre sus espacios, prácticas y valores, al tiempo que da cuenta de las condiciones de funcionamiento de instituciones como la Policía, el Ministerio Público y el Ejército, así como de la delincuencia organizada y la corrupción en México:
Por más explicaciones que di, fue su palabra contra la mía. Más tarde me llevaron a los separos, mis cositas y la supuesta carga no apareció, pero ellos se mantuvieron en decir que era mía. A los tres días me trasladaron al Cereso, donde alguien me leyó una supuesta declaración que yo hice, pero yo no había dicho nada, si con trabajos hablaba español. Por más intentos que hice para que entendieran que no había dicho la mayoría de cosas que estaban ahí escritas, no me creyeron y me sentenciaron a 11 años y ocho o nueve meses (p. 68).
Notas