Dossier
Las masacres de migrantes en San Fernando y Cadereyta: dos ejemplos de gubernamentalidad necropolítica
The Massacres of Migrants in San Fernando and Cadereyta: Two Examples of Necropolitan Governmentality
Os massacres de migrantes em San Fernando e Cadereyta: dois exemplos de governamentalidade necropolítica
Las masacres de migrantes en San Fernando y Cadereyta: dos ejemplos de gubernamentalidad necropolítica
Iconos. Revista de Ciencias Sociales, núm. 58, 2017
Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales
Recepción: 03 Octubre 2016
Aprobación: 22 Febrero 2017
Resumen: El texto aborda dos masacres de migrantes emblemáticas del México contemporáneo, la masacre de San Fernando, Tamaulipas,en 2010 y la de Cadereyta, Nuevo León, en 2012 como ejemplos de una “gubernamentalidad necropolítica” de las migraciones en Mesoamérica. Se parte de la hipótesis que estas masacres son, además de disputas por el control territorial, crímenes que con su performatividad buscan ejemplificar el castigo para quienes se atreven a desobedecer las leyes de acceso y permanencia en territorio norteamericano (mexicano o estadounidense). Se trata de un ejercicio analítico que pone énfasis en las violencias que se ciernen contra migrantes, lo que constituye escenarios imprescindibles a comprender en los estudios migratorios contemporáneos.
Palabras clave: necropolítica, sistema migratorio centroamericano, centroamericanos en tránsito, régimen global de fronteras, masacres de migrantes.
Abstract: The text addresses two emblematic massacres of migrants from contemporary Mexico, the San Fernando, Tamaulipas massacre in 2010, and the Cadereyta, Nuevo Leon massacre in 2012 as examples of a "necropolitan governmentality" of migrations in Mesoamerica. It is hypothesized that these massacres are, in addition to disputes over territorial control, crimes that with their performativity seek to exemplify the punishment for those who dare to disobey the laws of access and permanence in the North American territory (Mexico or United States of America). It is an analytical exercise that emphasizes the violence against migrants, which are essential scenarios to be understood in contemporary migratory studies.
Keywords: necropolitics, Central American migratory system, Central Americans in transit, global border regime, massacres of migrants.
Resumo: O texto aborda dois massacres de migrantes emblemáticos do México contemporâneo, o massacre de San Fernando, Tamaulipas, em 2010 e o de Cadereyta, Nuevo León, em 2012, como exemplos de uma "governamentalidade necropolítica" das migrações em Mesoamérica. Parte-se da hipótese que esses massacres também são disputas pelo controle territorial, crimes que, com o seu aspecto performático, buscam exemplificar o castigo para aqueles que se atrevem a desobedecer as leis de acesso e permanência no território norte-americano (mexicano ou estadunidense). Trata-se de um exercício analítico que enfatiza nas violências que ameaçam os migrantes, o que constitui um cenário imprescindível a compreender no estudo das migrações contemporâneas.
Palavras-chave: necropolítica, sistema migratório centro-americano, centro-americanos em transito, regime global de fronteiras, massacres de migrantes.
En este trabajo se abordan dos masacres de migrantes, la llamada “masacre de los 72” en San Fernando, Tamaulipas, y la de Cadereyta, en Nuevo León, sucedidas entre 2010 y 2012 en el norte de México. En la primera parte del texto se intenta dotar al lector de un contexto para situarlas masacres referidas en lo que se propone sea entendido como una forma de gobierno de las migraciones. Por eso, se caracterizan las formas concretas con las que se gestionan las migraciones en las fronteras mexicanas y se las enmarca en los estudios que, desde la criminología crítica, son llamados dispositivos de confinamiento contra migrantes. Una vez situado el fenómeno migratorio y los dispositivos de control que intentan gobernarlo, la parte central de este ejercicio teórico es el análisis de las narrativas periodísticas disponibles para comprender las masacres de migrantes en México.
Es importante señalar que la aproximación a este doloroso fenómeno se realizó a través de testimonios recogidos por periodistas y no hay en este artículo un sustento etnográfico propio. Esta decisión metodológica se basa en la realidad fáctica que, para comprender estas masacres, los analistas sociales disponen solamente de los archivos judiciales a los que hay acceso público y de los relatos recogidos por periodistas (in situ y en la coyuntura) de cada una de las masacres. Es decir que no se realizó un trabajo etnográfico para este estudio, pues muchas de las víctimas de estas masacres siguen sin ser identificadas y los familiares de las víctimas con identidad se encuentran dispersos sobre todo en América Latina, así que, recuperar las voces de los protagonistas del fenómeno de forma directa implica una infraestructura que desborda las herramientas concretas de investigación con las que se trabaja.
El interés que desató esta reflexión analítica es producto del acompañamiento que se ha realizado por ya cinco años al Movimiento Migrante Mesoamericano, una de las organizaciones que encabeza la Caravana de Madres Centroamericanas en búsqueda de sus hijos desaparecidos en México. Tiempo después de iniciar el devenir investigativo con esta organización de migrantes, se coincidió en foros académicos con el equipo de Periodistas de a Pie, un colectivo de periodistas de investigación que ha concentrado sus esfuerzos en documentar las masacres de migrantes sucedidas en México. Para nuestra sorpresa, en el recuento de este grupo sobre fuentes académicas que piensen las masacres existían escasas referencias.
Por ello, se consideró necesario hacer una reflexión sociológica que aportara elementos de carácter estructural para pensar las masacres de migrantes, un ejercicio que busca apoyar desde la academia otras hipótesis que ayuden a comprender quiénes cometieron las masacres, por qué siguen impunes y qué implicaciones tiene esa impunidad para la sociedad mexicana.
Al mismo tiempo, este trabajo busca interpelar a los estudiosos de la migración para abordar la violencia en la literatura sobre la movilidad humana más allá de lo estadístico, comprenderla como uno de los signos que definen las migraciones en lo contemporáneo y, en ese sentido, poner en diálogo los debates que tienen lugar en la filosofía, las humanidades y las ciencias sociales sobre la violencia, así como usar las herramientas de interpretación feminista que intentan asir analíticamente esta violencia para entenderla y proponer estrategias para detenerla.
Por ello, y desde esa apuesta, la hipótesis central que guía esta investigación es que las masacres de San Fernando y Cadereyta son formas de administración de la vida y la muerte por parte de un “gobierno privado indirecto” transnacional que gestiona los flujos de personas, lo que se propone se entienda como una “gubernamentalidad necropolítica” de las migraciones, forma concreta del “régimen global de fronteras” en Mesoamérica.
Existen dos hipótesis vigentes sobre los móviles de las masacres en cuestión sostenidas por los aparatos procuradores de justicia en México y reseñadas por periodistas. La primera propone entender las masacres como mensajes entre carteles de droga para el control territorial y la segunda establece que las matanzas de migrantes fueron “mensajes” a los polleros[ 1 ] que usan rutas controladas por carteles de droga para “traficar” migrantes.
En este trabajo académico se propone sumar una tercera hipótesis: las masacres de Cadereyta y San Fernando son formas de gobernar las migraciones que combinan la participación de ejércitos privados y agentes del Estado corrompidos con una densa trama de impunidades y falta de procuración de justicia, que sirven a la vez como dispositivos aleccionadores para desincentivar las migraciones.
Esta tercera hipótesis se sostiene trayendo a los estudios migratorios el debate filosófico sobre la necropolítica y el feminismo, un ejercicio en el que las categorías de esas narrativas sociocientíficas se utilizan para analizar las narrativas periodísticas sobre las masacres.
El escenario de las masacres. México, país frontera
Este trabajo aborda una de las muchas dimensiones que involucra el tema migratorio en la región norte y mesoamericana, un tema que compromete a más de 20 millones de personas de forma protagónica y que impacta, además de las relaciones políticas, económicas y culturales de los países involucrados, la vida de todas las poblaciones de la región. Estos millones de migrantes –entre los que figuran los mexicanos y centroamericanos con “papeles”, los “ilegalizados” por las leyes que los extranjerizan en los diferentes países de la región y quienes usan la migración intrarregional circular como estrategia de sobrevivencia– representan, para la mayoría de los países expulsores, la primera o segunda fuente de divisas del producto interno bruto (PIB), al tiempo que, para los países receptores, representan también una de las principales fuentes de fuerza de trabajo para, sobre todo, los sectores de la industria de la construcción, los servicios y cuidados, además de la agroindustria en el norte del continente.
Al mismo tiempo, este fenómeno migratorio sucede en un contexto de crisis de derechos humanos y la seguridad humana en la región, “crisis” provocadas por el “giro securitario en el gobierno de las migraciones” que ha implicado complejizar la función misma de la frontera como límite territorial, hasta antes de este giro, pensada como dispositivo geopolítico que, a través del control militar, resguardaba la soberanía de los Estados.
Ahora, además de control militar, el control de fronteras incluye mecanismos policiales, políticos, diplomáticos y de labores de inteligencia para la gubernamentalidad de las migraciones, implementándose a través de la coordinación entre organismos supranacionales y agencias estatales de países considerados expulsores, territorios de tránsito y gobiernos de las metrópolis de instalación de los migrantes, fenómeno realmente novedoso conocido como “externalización de fronteras” (Fernández Bessa 2008; Gabrielli 2010).
Esta externalización fronteriza se sustenta en la interferencia, por parte de los países de destino mayoritario de migrantes, en las formas de gestionar los movimientos de personas en países de tránsito de migrantes a través de tratados y acuerdos lo mismo de cooperación para el desarrollo, libre mercado, pero sobre todo, relativos a seguridad nacional; dispositivos discursivo-legales que se traducen en cooperación policial y militar para la lucha contra el terrorismo y de combate a la “inmigración irregular”, firma de acuerdos de readmisión o deportación masiva de migrantes y la “gestión ordenada” de las “cuotas de migración legal” de los países involucrados en los tratados.
Este modelo de gubernamentalidad migratoria intenta desalentar el éxodo de migrantes, o si éste ya se produjo, se encarga de la intercepción, detención y deportación de migrantes a través de una compleja red de tercerización política y económica de dispositivos que involucran lo mismo centros de detención para solicitantes de asilo y migrantes “económicos” que la construcción de infraestructura militar para la “contención” de los movimientos humanos. Todo ello en territorios donde existen evidencias bien documentadas de alarmantes niveles de impunidad y violación a los derechos fundamentales, lo que la disciplina de la criminología crítica considera una “política de confinamiento” contra los migrantes (Campesi 2012).
La sumatoria de este conjunto de medidas ha provocado que los tránsitos de los migrantes se produzcan por territorios más alejados y con ello aumente también la vulnerabilidad y el riesgo de que se violenten aún más sus derechos humanos. Cuando los migrantes se percatan de que las rutas migratorias tradicionales están repletas de retenes de diferentes cuerpos policiales con la reputación de extorsionar, torturar y hasta desaparecer a los transmigrantes, optan por internarse aún más en territorios bajo control de grupos paramilitares hoy llamados carteles de la droga.
Es en este contexto que, con la intención de frenar la migración entre los entre 400 mil y 500 mil intentos anuales en promedio de centroamericanos, México ha puesto en marcha una “gobernanza” basada en la narrativa de la seguridad nacional barnizándola del repertorio discursivo de los derechos humanos lo que incluye, además de un enfoque policíaco en el control de los flujos migratorios, la privatización de los servicios que el mismo implica.
Según organizaciones de migrantes –quienes a su vez replican informes y estadísticas de organismos internacionales–, en México los migrantes en tránsito afrontan programas y planes de “gestión de la migración” como el Plan Frontera Sur,[ 2 ] que ha convertido a México en el país más violento del mundo para los migrantes en tránsito. Con más de 20 mil secuestros de migrantes por año, un aproximado de entre 72 mil a 120 mil inmigrantes desaparecidos y, desde el recrudecimiento de la securitización/externalización de fronteras (2006-2015), el hallazgo de 24 mil cadáveres en tumbas anónimas en cementerios municipales, más 40 mil cuerpos no identificados en las morgues públicas (Sánchez 2015).
Atendiendo las críticas justificadas que alertan sobre el riesgo de hipervisivilizar estas violencias y dejar de poner atención en la comprensión del continuum de violencias sociales, económicas e institucionales que sufren los 12 millones de migrantes que viven y trabajan ilegalizados en Estados Unidos, se propone aquí entender los asesinatos, violaciones a derechos humanos, secuestros y desapariciones de migrantes en tránsito hacia ese país como otros elementos de ese continuum de violencias racistas que padecen los migrantes.
Es decir que si bien, puesta en perspectiva, la numeraria de violencia extrema representa un escenario minoritario entre el medio millón de intentos de cruzar la frontera, a veces varios de ellos protagonizados por un mismo migrante. Suscribimos la tradición feminista de entender las violencias extremas (muerte, desaparición, entre otras) contra los migrantes como la punta de un iceberg que sostiene muchas formas de violencia cotidiana.
Por eso, si bien hay miles de migrantes ya instalados en Estados Unidos que logran sobrevivir día a día gracias a solidaridad comunitaria y estrategias de desobediencias a las leyes que los extranjerizan permanentemente, resulta fundamental poner atención en las violencias extremas porque ellas ofrecen una síntesis de la suma de dispositivos con los que diversas fuerzas sociales y económicas intentan gobernar a migrantes para extraer de su trabajo, de sus vidas, el mayor provecho.[ 3 ] Y en ese tenor es que se analizan las masacres de migrantes, una realidad hipervisible mediáticamente después de la masacre de San Fernando, donde 72 personas fueron ejecutadas, al parecer, por uno de los carteles de la droga que controla el territorio tamaulipeco. A partir de entonces, más de 50 fosas comunes han aparecido en el norte del país. En 2012, dos años más tarde, una nueva masacre en Cadereyta, Nuevo León, arrojó la imagen de 49 migrantes totalmente desmembrados.
El confinamiento como forma de gobierno de las migraciones y la externalización de las fronteras estadounidenses a México hasta convertirlo en un país “retén, frontera, tapón” es, desde una perspectiva personal, producto del giro securitario y la elasticidad de las fronteras. Este es el contexto de las masacres de San Fernando y Cadereyta donde, además de securitización/externalización de fronteras, la gubernamentalidad migratoria en México, país bisagra de dos sistemas migratorios, recurre a la necropolítica tal como se explicará en el siguiente apartado.
Masacres de migrantes en San Fernando y Cadereyta: dos postales de la gubernamentalidad necropolítica en Mesoamérica
La masacre de los 72, como se conoce a la matanza de 72 migrantes de diversos orígenes nacionales en tránsito por México intentando llegar a Estados Unidos, en concreto en el municipio de San Fernando, Tamaulipas, se sumó a la lista de crímenes no resueltos por el contemporáneo Estado mexicano. El 24 de agosto de 2010, los diarios mexicanos y algunos medios internacionales narraban la aparición de dichos cuerpos ultimados con tiro de gracia en un rancho del paraje de San Fernando, estado fronterizo con Estados Unidos. Los cuerpos eran todos de “migrantes”, 13 o 14 eran de mujeres,[ 4 ] una de ellas estaba embarazada, venían de Centroamérica y Sudamérica (Brasil, Costa Rica, Honduras, El Salvador y Guatemala), pero también había un hombre de la India.
Como se adelantó en la introducción, de las investigaciones periciales y del trabajo de periodismo de investigación de diversos medios se desprenden fundamentalmente dos hipótesis sobre los móviles concretos de la masacres (Casillas 2010), ambas basadas en un mismo principio ya explorado en otros escenarios siniestros por las teóricas feministas que piensan el feminicidio: los migrantes, sus cuerpos y sus vidas, sus muertes, fueron utilizados como mensajes para demostrar la capacidad de infringir terror; mensajes para la sociedad, para el gobierno y, en gran medida, para los “contrincantes” de los perpetuadores de estos crímenes:
el cuerpo de las mujeres, en estos casos, funge como un lugar de escritura a partir del cual se da todo un despliegue de violencia. En las marcas inscritas en estos cuerpos, los perpetradores hacen pública su capacidad de dominio irrestricto y totalitario sobre la localidad ante sus pares, ante la población local y ante los agentes de Estado, que son inermes o cómplices (Segato 2008, 43).
En el caso de las masacres, los migrantes asesinados fueron usados como papiros para demostrar la capacidad de infringir dolor por parte de los responsables de dicho asesinato en masa. La diferencia en todo caso –de ahí las dos hipótesis– es a quien estaban dirigidos estos papiros del terror. La primera hipótesis es que la masacre significó un mensaje concreto entre carteles para demostrar la titularidad de la “plaza”.[ 5 ]
Y de esta disputa por la “plaza” es de donde se desprende la segunda hipótesis, según declaran polleros del gremio transnacionalizado: son los carteles quienes tienen el control de las rutas más eficientes para cruzar a Estados Unidos y, por lo tanto, quienes cobran 2 mil dólares por cada migrante que los polleros pasan por sus territorios. Esto ha incrementado el viaje con pollero desde Centroamérica en 300%. Las familias invierten en el pago de un pollero entre cinco y 15 mil dólares por persona que intenta cruzar las fronteras mexicana y estadounidense (Carlsen 2016). De ahí que se proponga que los migrantes masacrados en San Fernando configuraron cuerpos-mensaje para los polleros o personajes que trasladan a migrantes desobedeciendo las leyes de acceso y cruce fronterizo fijadas por los carteles que controlan las plazas de los corredores migratorios por los que transitan los mesoamericanos (Martínez 2014).
Desde la perspectiva del presente trabajo, estas masacres, además de disputas por el control territorial, buscan con su performatividad ejemplificar el castigo para quienes se atreven a desobedecer las leyes de acceso y permanencia en territorio norteamericano (mexicano o estadounidense), mensajes producidos por un “gobierno privado indirecto” transnacional (Mbembe 2011) que ejerce una administración necropolítica de las migraciones contemporáneas.
Como en otros terrenos, ejércitos privados (carteles) hacen las labores de resguardo “soberano” de las fronteras, pero precisamente por la “salida del Estado”, las normas de ese resguardo son las que priman como reglas de juego, si así puede llamárseles, dentro de la industria del terror. Es esto lo que puede interpretarse como una gubernamentalidad necropolítica de las migraciones, forma concreta del “régimen global de fronteras” en Mesoamérica que se caracterizó en el primer apartado de este trabajo.
Esta tercera hipótesis se sostiene tomando prestada la batería conceptual que el filósofo camerunés AchilleMbembe propone desde la necropolítica. Basado en su experiencia en el continente africano, plantea que una nueva lógica de gubernamentalidad se puso en marcha desde la reorganización geopolítica del capitalismo, ahora global y financiarizado:[ 6 ] el necrocapitalismo sostenido de máquinas de guerra (Gržinić y Tatlić 2014, 23).
Como su nombre lo indica, el necropoder es definido por Mbembe como la suma de dispositivos y tecnologías de gubernamentalidad que, más que gobernar la vida (el bio de la propuesta foucaultiana), administran las poblaciones partiendo de su “desechabilidad”, es decir, son políticas de gobierno de poblaciones basadas en principios de muerte (necro). Este necropoder opera en todo el globo; no es exclusivo de las periferias sino que está presente en todos los continentes, en todos los países, pero tiene uno de sus rostros extremos y evidentes en las zonas de las que huyen, por los confines en los que intentan transitar y en los espacios y tiempos que habitan los migrantes y refugiados en todo el mundo.
El modelo analítico de la necropolítica de Mbembe ilumina la excepcionalidad estructural que experimentan los sujetos desplazados en el mundo como ejemplos concretos de formas de gubernamentalidad biopolítica que conviven con dispositivos necropolíticos en territorios metropolitanos y periféricos. Millones de personas se desplazan con la conciencia de que quedarse en los territorios donde nacieron y en el que son ostentan ciudadanía es “morir en vida”, al tiempo que transitar es arriesgar incluso esa vida “desechable” a la que han sido confinados y llegar a su destino es habitar una ciudadanía basada en la exclusión como condición de posibilidad para exprimir plusvalor a esos migrantes (Mbembe 2016).
Por eso, para entender las masacres en mención, se asume aquí el concepto de “gobierno privado indirecto” propuesto por Mbembe en el marco de su desbordamiento a la biopolítica y los estudios sobre gubernamentalidad centrados en la noción de soberanía y población.
El gobierno privado indirecto es una forma inédita de estructuración social que caracteriza actualmente a los Estados africanos. Esta forma de gobierno surge en un contexto de gran desabastecimiento, desinstitucionalización, violencia generalizada y desterritorialización. Es el resultado de una brutal revisión de las relaciones entre el individuo y la comunidad, entre los regímenes de la violencia, los de la propiedad y el orden tributario (Mbembe 2011, 79).
Esta revisión de las relaciones sociales opera, dice Mbembe, como resultado del “enmarañamiento” de la génesis colonial de la historia de esos Estados hasta su situación presente que, como en América Latina, no es un proceso ni lineal ni plano. El cambio en el pacto social que opera con el gobierno privado indirecto comprende lo que el camerunés llama “salida del Estado”, que da lugar a la reconfiguración del espacio público, ve nacer actores políticos inéditos y hace tangible la proliferación de racionalidades sociales inesperadas basadas en el desarrollo de nuevos dispositivos cuya meta es regular la conducta de individuos y hacer posibles nuevas formas de constitución de la propiedad privada y la desigualdad.
No es la intención hacer tabla rasa de las diferencias entre África–el escenario que inspira la propuesta analítica de Mbembe– y América; si bien las formas de dominación colonial y los mecanismos de recolonización operan de forma diversa, sí es relevante usar la caja de herramientas analíticas que propone este filósofo para entender las formas de violencia extrema que se toleran en esta esquina del mundo para gestionar los flujos humanos.
La apuesta que se propone es entender el régimen global de fronteras desde la noción de salida del Estado de Mbembe porque ofrece una explicación razonable a la progresiva liberalización de los monopolios del derecho, una total transferencia de todo aquello de titularidad pública a entes privados (Mbembe 2011, 80-81), que es lo que sucede en México: se mezcla una externalización del régimen de fronteras securitario de Estados Unidos con sociedades con gobiernos privados indirectos.
San Fernando, Tamaulipas, acumula un número incalculado de masacres a migrantes. Ninguna de estas ha sido investigada con transparencia; de las que se tiene registro y denuncias, se han convertido en procesos judiciales que el Gobierno mexicano se niega a hacer públicos del todo. En forma estricta, si bien hay detenidos que se presumen son autores de las masacres, la sociedad mesoamericana, las familias de las víctimas, no conocen la verdad.[ 7 ]
Cinco años después de que la primera masacre de migrantes fuese mediatizada, la de los 72, se desconoce con certeza los escenarios, tramas, formas de terror con los que los migrantes fueron y están siendo asesinados en su tránsito hacia Estados Unidos. Para no etnificar la mirada, esta gubernamentalidad de la muerte, esta salida del Estado, este gobierno privado indirecto no es una suma de dispositivos que solo se apliquen a los migrantes. México es, dicen algunos activistas, “una gran fosa común” donde desde hace una década se libran enfrentamientos, reacomodos, entre carteles y los encargados de las instituciones del Estado mexicano. Una realidad en la que han sido asesinadas más de 160 mil personas, con una tasa de homicidios por debajo de sus vecinos centroamericanos pero que, en su conjunto, suman más civiles asesinados que en el conflicto bélico de Irak en la década pasada (IISS 2017).
De esta numeraria del terror resalta el hecho que, desde el recrudecimiento de la guerra entre los carteles y el Gobierno mexicano, según estimaciones de organizaciones sociales, 40 mil migrantes en tránsito por México han sido asesinados (Sánchez 2015).[ 8 ]En este contexto de neoliberalización de la violencia, las formas de aniquilación de migrantes, además de masificadas, son “ejemplificadoras”. De la misma forma que en la masacre de Iguala y la posterior desaparición de 43 jóvenes normalistas que hoy sus padres siguen buscando,[ 9 ] existen versiones de que las víctimas de la matanza de San Fernando primero fueron “detenidas” (en realidad secuestradas) por policías municipales y luego entregadas a los sicarios. Los informes de organismos de derechos humanos y los testimonios de sobrevivientes publicados como relatos periodísticos afirman que las fuerzas del orden conocieron en tiempo real el secuestro y asesinato de los migrantes, y se mantuvieron, por decirlo de alguna manera, inmóviles (Aguayo Quezada 2016).
Existe poca información pública sobre estos hechos violentos. Sin embargo, se sabe que participaron policías municipales de San Fernando. La organización norteamericana National Security Archive (Archivo Nacional de Seguridad), a través de la Ley de Libertad de Información de Estados Unidos, desclasificó archivos que documentan la detención de nueve miembros del grupo criminal Los Zetas y 17 elementos de las fuerzas policíacas de San Fernando por participar en los asesinatos. En particular, un testimonio evidencia el modus operandi de la Policía que presuntamente secuestró a las víctimas y las entregó al grupo criminal. Además, agentes de la Policía municipal no persiguieron a los criminales y los mantuvieron lejos del peligro de ser capturados. Hasta la fecha no se tiene conocimiento de sentencias por el caso de fosas clandestinas de San Fernando (Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho 2016).
Sobre la participación de funcionarios del Estado en la comisión de delitos o sus omisas maneras de proceder, sirve la noción de “salida del Estado” en los gobiernos privados indirectos. “El burócrata puede, de hecho, ofrecer su fuerza de trabajo para otros fines durante el tiempo originalmente reservado a sus funciones” (Mbembe 2011, 85). De ahí la pertinencia de señalar que la perspectiva de la privatización de las funciones soberanas del mantenimiento del orden social, si bien ha sido una constante que incluso tiene campos de estudio destinados a entenderla, la corrupción, la privatización y paramilitarización de las funciones policiales, antes monopolio exclusivo del Estado “soberano”, además de ofrecer un doloroso panorama sobre nuevas y renovadas formas de horror, lo que vislumbra, según Mbembe, es la conformación de nuevas formas sociales en el capitalismo contemporáneo.
Pactos sociales que para Marina Gržinić y Šefik Tatlić (2014) se basan en ciudadanías necropolíticas[ 10 ] y que, para fines de entender su implicación en la reconfiguración del orden global, desvincularían la relación entre ciudadanía y Estado, antes sustentada entre otras cosas en las cargas tributarias y el uso de estas para la administración de labores soberano-estatales como el acceso y la impartición de justicia.
Una de las tesis del trabajo de Mbembe es que lo que sucede en sociedades cuya gubernamentalidad es necropolítica (que sirve para entender Mesoamérica desde el proceso de liberalización económica) es que el pago de cuotas, vacunas, extorsiones cobradas por agentes del Estado o sicarios son una nueva forma de relación social con las instituciones basadas en la excepcionalidad, lo que lejos de ser una “irregularidad”, se está convirtiendo en norma. Lo que produzca esta privatización de la seguridad pública a escala planetaria es lo que Mbembe llama a pensar como nuevas formas de acumulación capitalista. Y es precisamente lo que arrojaría luz sobre una de las hipótesis de los móviles de la masacre de San Fernando: el hecho de que las muertes fueron mensajes para asegurar el pago de derecho de tránsito de migrantes entre polleros y carteles.
Además de los incalculados miles de migrantes exterminados en su intento de llegar a Estados Unidos, en México, después de San Fernando, la relación entre funcionarios de gobierno, policías de todos los niveles de gobierno y, de manera predominante agentes migratorios, quedó evidenciada, reseñada en informes incluso estatales, como una de las principales características de la experiencia de transitar por México para migrantes de todo el mundo. Está debidamente documentado que las policías, los militares, los agentes aduaneros y los funcionarios del Instituto Nacional de Migración están implicados en secuestros, violaciones y extorsiones contra migrantes.[ 11 ]
De ahí que la noción de salida del Estado y gobierno privado indirecto sirve para pensar el régimen global de fronteras porque apunta de manera clara la responsabilidad de la clase política, la burocracia y los agentes del Estado en la violencia estructural neoliberalizada, privatizada, canibalizada, y desplaza el relato sobre que esta masacre y la numeraria del terror que se ha descrito constituyen hechos aislados de corrupción. Desde la perspectiva de la necropolítica, conviene descartar la consideración de la “excepcionalidad” de la implicación de agentes estatales y ejércitos privados en crímenes de lesa humanidad. Y se ha de partir de reconocer que estamos ante nuevos patrones de acumulación por despojo que requieren de prácticas de confinamiento necropolítico como requisito para existir.
Tal como detallan reportes periodísticos diversos entre los que se destaca sin lugar a dudas el sitio del colectivo Periodistas de a Pie construido específicamente para intentar aclarar periodísticamente[ 12 ] lo que las instituciones de justicia no han conseguido esclarecer, las maneras en que estos migrantes fueron asesinados, las formas de ejecución son, a decir de Marcela Turati (2012), “inenarrables”. Por eso, más que una forma de corrupción en sistemas políticos que se precian de democráticos, Mbembe parece acertar sobre que estamos en medio de un proceso de reconfiguración entre el individuo y la comunidad, entre ellos y el Estado y sus instituciones en cuya reconfiguración una de las claves centrales es descanibalizar la mirada sobre los ejércitos privados, dejar de pensarlos como excepciones propias de la periferia. Estos entes constituyen una nueva forma de gestión de los pueblos y no solo en las periferias del mundo. Estamos, dice Mbembe cuando piensa la realidad en África, ante:
importantes grupos armados, organizaciones oficiales y paraoficiales especializadas en el manejo del poder coactivo, estructuras privadas encargadas de la seguridad y la protección; en resumen, nuevas instituciones encargadas de gestionar la violencia… Los dispositivos armados no cumplen tan solo funciones de guerra: sirven también de brazo armado para la constitución de propiedades y la restauración de formas autoritarias de poder (Mbembe 2011, 92).
Y es esta aproximación analítica la que se propone como una de las principales intuiciones académicas sobre lo que revelan las masacres. Para analizar la migración en tránsito por México, se propone dejar de ver a los carteles y ejércitos de sicarios como irregularidades y entender su existencia, formas de operación del terror, sus lógicas de gestión y organización territorial como formas autoritarias de poder que buscan asegurar la acumulación por desposesión. En esa perspectiva, la existencia de estos brazos armados parece una forma de gobierno privado indirecto de las migraciones en la región. Otro ejemplo de ello es la matanza de Cadereyta, en Nuevo León, otro estado fronterizo del norte de México. En mayo de 2012, 49 torsos (cuerpos sin brazos ni piernas y decapitados) fueron encontrados en la carretera que va de Monterrey a Reynosa, 43 eran hombres, seis cuerpos eran femeninos, lo que la prensa interpretó como un acto de “demostración de fuerzas” entre los carteles que disputaban la “plaza”. Después del hallazgo de los cuerpos arrojados a la carretera en bolsas de basura vino el escándalo de su segundo asesinato, el de su identidad.
Después de recoger los restos de cuerpos y “recolectar los pedazos dispersos”, la Policía federal arrojó a los migrantes asesinados a fosas comunes. Como escribió Marcela Turati (2012), “el 13 de mayo de 2012, 49 cuerpos fueron mutilados en Cadereyta, Nuevo León. Les arrancaron brazos, piernas y cabeza para impedir su identificación. Pronto, autoridades los echaron a la fosa común del olvido”.
El hecho de que las autoridades judiciales, las encargadas de procurar e impartir justicia, arrojaran a fosas comunes los cuerpos de migrantes es una perversa metáfora del estado de la instituciones en México porque evidencia lo que las familias de esos miles de desaparecidos, mexicanos o no, en este país retén sienten como dolorosa certeza en la búsqueda cotidiana de verdad. Las autoridades en México, o no hacen nada por encontrar fosas comunes clandestinas para recuperar cuerpos de migrantes desaparecidos o, cuando encuentran migrantes asesinados, son las propias autoridades policiales y judiciales las que arrojan esos cuerpos a fosas comunes institucionales y legales, y con ellos las evidencias.
Además de arrojar los cuerpos, las evidencias de la existencia de los migrantes en tránsito y el dolor de sus familias a fosas comunes, “inexplicablemente” los funcionarios estatales encargados de investigar las escenas de los crímenes de migrantes realizan protocolos muy sofisticados para descartar toda posibilidad de evidencias forenses en los cuerpos de estos migrantes que ayuden a la identificación de su identidad o expliquen las formas en que fueron aniquilados, tal y como los peritos mexicanos hicieron con algunos de los cuerpos de los 72 masacrados en San Fernando un par de años antes de la matanza de Cadereyta.
El 25 de agosto, los 49 restantes se quedaron en la Base Naval. Incluso ahí, bajo el cuidado de las autoridades federales, los cadáveres permanecieron expuestos a la intemperie y apilados, unos sobre otros, mientras que en la funeraria algunos quedaron tirados en el piso por falta de espacio para su revisión, y otros en bolsas de plástico en la caja de un tráiler, según el relato de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH). Como si fueran los restos de algún animal apestoso, al menos 56 cuerpos fueron rociados con cal, lo que provocó destrucción de rasgos, pues la cal viva quema los cuerpos y acelera su descomposición. Sus familias tampoco pudieron identificarlos[ 13 ] (Periodistas de a Pie 2015).
Por eso, se propone como hipótesis que, en el gobierno privado indirecto con el que se gestionan las migraciones, hay una intención disciplinaria para la población en general, pues el terror no acaba en la masacre, sigue teniendo ecos como espectros para que todos se reconozcan en sus ecos. San Fernando y Cadereyta son “masacres/mensaje” para la población en general y significan un mensaje sobre la salud del aparato judicial y lo que la “ciudadanía” debe esperar de las instituciones que imparten justicia. Lo que vino después de las masacres de San Fernando y de Cadereyta más que ilustrativo es la perversa síntesis de muchos otros procesos de “procuración de justicia” en este país frontera.
Se observa, de la mano de denuncias públicas de organizaciones civiles, cuál fue el destino de los cuerpos/papiro de los migrantes asesinados, luego de que el Estado entrara en la escena. Según la Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho (2015), la identificación de los restos no se ha llevado a cabo “conforme a los estándares internacionales”. Los restos se repartieron sin ningún criterio entre la Procuraduría General de Justicia de Tamaulipas (PGJ Tamaulipas) y el Servicio Médico Forense del Distrito Federal, bajo custodia de la Procuraduría General de la República (PGR). No existió ningún control ni mecanismo de comunicación para la identificación de los restos. “Esto imposibilita obtener información forense completa sobre los restos encontrados. A consecuencia de estas graves fallas, los familiares de personas migrantes desaparecidas han visto atropellados sus derechos a la verdad, a la justicia y a la reparación, entre otros” (Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho 2015).
Ahí, se intuye, comienza otra fase de la gestión necropolítica de la migración en tránsito. La devolución de los cuerpos/papiro, ahora convertidos en mensajes ejemplificadores para las comunidades de origen de los migrantes que se atrevieron a desobedecer el lugar de “muertos en vida” e intentaban la fuga para una vida vivible.[ 14 ] La repatriación de cadáveres, las formas en que fueron entregados, la violencia institucional con la que los familiares de los migrantes asesinados fueron tratados no puede entenderse de otra manera más que como otra estrategia de disciplinamiento necropolítico hacia los pueblos de los fugitivos del terror.
Tres y cinco años después de sucedidas las masacres de San Fernando y de Cadereyta, las autoridades mexicanas siguen sin identificar la mayoría de los cuerpos, y cómo van a poder hacerlo si los destruyeron con cal o a través de pudrirlos al Sol. Y de entre las personas muertas que ya tienen nombre, se suceden tramas como estas, deportaciones de “cuerpos ajenos” al dolor de sus familias. “Errores procesales”, “descuidos”, dicen los Periodistas de a Pie sobre la repatriación de cuerpos de la masacre de San Fernando:
El otro cuerpo enviado por error a Tegucigalpa correspondía a un ciudadano brasileño Edilsimar Junior Faustino da Silva, quien fue repatriado con el nombre del hondureño Eredis Ayala Muñoz, mientras los familiares de Edilsimar recibían en Brasil un ataúd sellado y la orden de no abrirlo, pero al desobedecer a las autoridades, no encontraron un cuerpo sino una bolsa llena de arcilla. Además del error, las autoridades mexicanas querían cobrar a la familia de Edilsimar 180 mil pesos por el costo del traslado. El cuerpo del brasileño Edilsimar permaneció en Tegucigalpa, hasta donde tuvieron que llegar peritos de Brasil, quienes lo identificaron plenamente. Edilsimar fue repatriado nuevamente, ahora de Honduras a Brasil en noviembre, tres meses después de la masacre (Periodistas de a Pie 2015).[15]
Para explicar estas conductas aleccionadoras del Gobierno mexicano, es común encontrar hipótesis analíticas que parten de la “impericia” o la “falta de voluntad” de los agentes institucionales. Mi hipótesis, haciendo eco de la propuesta de Mbembe de leer la salida del Estado, la privatización de la violencia pero también de la competencia soberana del Estado para garantizar justicia, es que no existe ni tal impericia ni tal falta de voluntad. No es que el Gobierno mexicano no “sepa” cómo resolver estos crímenes de lesa humanidad, no hay ausencia de estrategia, lo que hay es otra manera de gestionar la relación entre la gente y las instituciones, y en esa reconfiguración social hay entes que tienen el control privado de los procesos de resolución de conflictos y estos ejércitos privados no precisamente adolecen de “impericia” o “falta de voluntad” para resolver los crímenes, tal y como intuyen los Periodistas de a Pie:
El 30 noviembre de 2012, el último día de la administración de Felipe Calderón, peritos de la PGR acudieron al panteón Dolores, sacaron 10 cuerpos de las víctimas (uno de la masacre de Cadereyta y nueve de las fosas encontradas en San Fernando en abril de 2011), los calcinaron, disminuyendo a polvo las evidencias del crimen y de la identidad de los cuerpos. Otra vez, las razones fueron sanitarias (Periodistas de a Pie 2015).
La lucha de los familiares de las víctimas: ¿parte de la gestión necropolítica de las migraciones?
Carlos Alberto Osorio Parada, salvadoreño asesinado en la masacre de los 72 en San Fernando, en 2010, llamó por última vez a su madre desde “algún punto” en Monterrey para avisarle que ese día cruzaría la frontera. Su mamá se llama Bertilia Parada de Osorio y cinco años después de esa llamada, en marzo de 2016, fue finalmente reconocida por la Suprema Corte de Justicia mexicana como actora del proceso judicial para esclarecer la masacre de los migrantes.
En una sentencia histórica, los magistrados mexicanos reconocieron a esa madre como autorizada para acceder al expediente judicial sobre el asesinato y posterior hallazgo de su hijo Carlos Alberto en una de las 47 fosas comunes que desde 2010 han sido halladas en Tamaulipas, dejando un registro de por lo menos 193 personas muertas, presumiblemente asesinadas por diversas formas de tortura luego de ser secuestradas en autobuses de líneas de pasajeros comerciales en las carreteras de este estado fronterizo, pase obligatorio para quienes buscan llegar a Estados Unidos por la llamada “ruta del Golfo”, ante la omisión o incluso la complicidad de funcionarios estatales de diversa índole.
El fallo de la Corte Suprema mexicana, reconociendo a Bertilia el derecho fundamental de acceso a la justicia, es un precedente importante puesto que sienta las bases para el reconocimiento de los familiares de migrantes como actores centrales de los procesos de procuración de justicia, pero además abre la posibilidad de que los pocos asesinatos o desapariciones de migrantes denunciados y mínimamente documentados por el Gobierno mexicano no sean “fragmentados” o se encuentren dispersos en jurisdicciones diferentes (en el caso de Carlos Alberto, entre la Fiscalía local tamaulipeca y la nacional). Al mismo tiempo que sigue abonando reconocimientos concretos para mecanismos transnacionales de acceso a la justicia, reclamado por los familiares de migrantes en Centroamérica, una de las muchas demandas de la diversidad de organizaciones de este tipo en la región.
Este fenómeno en que los familiares están enfrascados conlleva esfuerzos titánicos para ser reconocidos como actores autorizados para lo jurídico es el que analistas de la necropolítica proponen entender como uno más de los dispositivos de gubernamentalidad contemporáneo:
El Estado ha implementado políticas públicas encaminadas a administrar, en vez de prevenir o erradicar el sufrimiento que esta violencia ha provocado, a través de diversas tecnologías de control que pretenden la regulación de la agencia política de víctimas, defensores, periodistas y miembros de organizaciones civiles para la despolitización de su activismo. Estas políticas integran lo que se denomina aquí el dispositivo de administración del sufrimiento (Estévez López 2015, 1).
Si bien esta última dimensión excede los propósitos de este artículo, es importante traerlo a colación porque la lucha por el reconocimiento a ser considerados víctimas revela el entramado de impunidad que busca desestructurar a quienes demandan el derecho a la verdad y la justicia.
Y con esta idea se concluye, proponiendo que la aproximación a las formas de violencia social e institucional con las que se gobiernan las migraciones en América Latina y las artistas que implica es, además de un imperativo ético, un desafío urgente para quienes estudiamos las movilidades, pues las violencias son uno de los signos constitutivos que definen los actuales éxodos humanos en nuestra región.
Desde una perspectiva personal, es necesario dialogar con las narrativas que estudian el capitalismo contemporáneo y las formas de gobierno que impone, así como poner atención en los debates que desde diferentes disciplinas y escuelas de pensamiento intentan comprender el cambio de época que se está produciendo. Pues como está demostrado, las migraciones son ventanas privilegiadas que, al estudiarlas, revelan las transformaciones sociales que están por venir. Así pues, estudiar las migraciones desde las narrativas que piensan las violencias es imprescindible para quienes intentamos entender estos movimientos humanos, pero al mismo tiempo es un ejercicio que puede aportar pistas contundentes sobre el cambio de época que transitamos.
Referencias
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Notas
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