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Presentación del Dossier. Los trabajos de campo, lo experimental y el quehacer etnográfico
Fieldwork, the experimental and ethnographic “how to” Introduction to Dossier
Os trabalhos de campo, o experimental e o fazer etnográfico Apresentação do dossiê
Presentación del Dossier. Los trabajos de campo, lo experimental y el quehacer etnográfico
Iconos. Revista de Ciencias Sociales, núm. 59, 2017
Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales
La convocatoria realizada para este dossier sobre antropologías experimentales –con énfasis en aproximaciones y teorizaciones etnográficas– guardó un interés especial en repensar el oficio del trabajo de campo y las transformaciones que ha tenido en los últimos años a pesar del pesado legado derivado de una comprensión de la etnografía fundamentalmente como método. En este contexto, asumimos nuestra tarea desde los desafíos que una coordinación multidisciplinaria supone. Seleccionamos aquellos materiales a partir de los criterios esbozados en la convocatoria, mismos que invitaban a autores y autoras a asumir formas alternativas de conceptualización del quehacer etnográfico en lo que concierne a “las incertidumbres productivas” que emergen en las prácticas de la interacción social y que hacen de la etnografía no una mera descripción sino una teoría sobre descripciones posibles (Da Col 2017).
Esta perspectiva privilegia posibilidades experimentales a la vez que torna complejas las relaciones entre las nociones básicas del breviario antropológico tales como trabajo de campo, observación participante, etnografía y antropología. Una atención renovada a las relaciones entre estas dos últimas ha sido motivada, en parte, por las intervenciones reiteradas de Tim Ingold sobre la materia y su llamado a no “colapsarlas” como si fueran términos intercambiables (2008). Sus manifiestos más recientes (2014 y 2017) 1 piensan la etnografía como un tipo particular de ejercicio descriptivo, no obstante, al contrario de la tradición antropológica, Ingold es opuesto a ver a la etnografía como un simple método al servicio de aquélla. En la versión más sintética y actualizada de su argumento:
La meta de la etnografía es describir la vida tal y como es vivida y experimentada por la gente, en algún lugar y en algún tiempo. La antropología, por contraste, es una búsqueda dentro de las condiciones y posibilidades de la vida humana en el mundo. […] Estudiar antropología es estudiar con la gente, no hacer estudios sobre ellos; este estudio no es etnográfico sino educacional. Una educación antropológica nos brinda los medios intelectuales para especular sobre las condiciones de la vida humana […] sin pretender que nuestros argumentos sean destilaciones de la sabiduría práctica de aquellos con quienes trabajamos. Nuestro trabajo es corresponder con ellos, no hablar por ellos (Ingold 2017, 21, traducción nuestra).
Este sentido de “correspondencia” es el que –desde nuestra perspectiva y a diferencia de la de Ingold– debe ser pensado a un nivel conceptual, precisamente porque invoca un sentido analítico de distancia y, eventualmente, de confrontación con los saberes de los informantes en el campo (Fabian 1996). Adicionalmente la relación de “correspondencia” como ecuación de la antropología requiere integrar centralmente cuestiones de poder y desigualdad, tal como conceptualiza Hugh Raffles la noción de “conocimiento íntimo” para problematizar el carácter relacional de los saberes locales y la necesidad de desempacarlos teóricamente (Raffles 2002, 332).
Ingold, por su parte, insiste en dos argumentos centrales que queremos rescatar para volver sobre el terreno de lo experimental. El primero es que la observación participante es “una forma antropológica de trabajo” que supone un “compromiso ontológico” de aprender del otro (Ingold 2017, 23); como tal, no es reducible a una técnica ni tampoco es un método. El segundo aspecto pertinente es la idea de que hablar de “trabajo de campo etnográfico” pierde sentido por reproducir la misma operación reduccionista. Al ser la observación participante una particular operación que constituye ciertos aspectos del trabajo de campo, estos dos términos a su vez tampoco son equivalentes. Para nosotros, las distinciones realizadas permiten pensar de manera más compleja, finalmente, el “campo” en sí mismo, no como algo dado y preexistente. No es una cosa, un paisaje, un lugar, previos al quehacer etnográfico, sino un tipo de relación en proceso constante de emergencia, constitución y mediación. En este sentido, cabe hablar en plural de “los trabajos de campo” para deslindar esta noción de cualquier recetario simplista y removerla del plano instrumental, de la técnica, de la metodología, e instaurarlos en el corazón de las tareas conceptuales y experimentales de la etnografía.
Los intereses de los tres coordinadores –Forero desde la escritura creativa (Forero y Simeone 2010), Montezemolo desde el arte contemporáneo (2006) y Andrade desde la curaduría etnográfica (2017a)– imprimen un tipo de agenda dentro de debates y prácticas que son más amplios, sobre los que no hay acuerdos definitivos, y que tampoco pueden ser agotados en el espacio de este dossier, dejando su impronta en la selección de entregas que lo componen. Conforme a ello, aprovechamos esta introducción para transparentar nuestro propio modus operandi. Aspiramos, a pesar de lo parcial de esta intervención, que las contribuciones aquí incluidas sirvan para visibilizar diferentes búsquedas que se despliegan en la región con mayor o menor intensidad y siguiendo caminos diversos.
Curaduría e instalación
Para empezar, hemos brindado peso a distintos proyectos que –como los de Catalina Cortés Severino y Celia González, con los que se inicia el dossier– incitan a repensar los procedimientos del trabajo de campo derivados de una conceptualización de lo etnográfico a partir de distintas formas de compromiso con las prácticas artísticas. Expandiendo los aportes que ha realizado durante los últimos años sobre arte contemporáneo, documental y violencia en Colombia, Catalina Cortés Severino (2017 y 2011) parte de un dispositivo específico: el diario de campo –pensado también como bitácora y sketch– para discutir las posibilidades dialógicas que el mismo encierra a la hora de retratar experiencias, memorias y relaciones de poder. Para ello, la autora recurre a tres investigaciones suyas en las que lo experimental, y particularmente lo corporal y sensorial en un sentido amplio, constituyen aspectos centrales de su metodología. Los diarios de campo, removidos de su simplificación instrumental, adquieren la capacidad de constituirse en catalizadores de conocimiento antropológico por las múltiples posiciones que asumen, eventualmente, en un proceso etnográfico abierto.
La incapacidad del texto como único contenedor de los sentidos etnográficos –repositorio privilegiado mediante su constante reiteración en la formación académica en antropología– es expuesta por Cortés Severino mediante el recurso de producciones fotográficas, audiovisuales e instalativas. Este tipo de intervenciones, para la autora, dan espacio para repensar el trabajo de campo fundamentalmente como un ejercicio de inscripción de la experiencia y lo corporal en un contexto dado. Su artículo conjuga, a su vez, la lógica de un producto académico convencional intervenido por ensayos visuales internos compuestos por fotografías de archivo e imágenes fijas de videos de sus proyectos.
El último de ellos en ser revisado corresponde a Trasegares, una instalación multimedia pensada para insertarse también en circuitos de arte contemporáneo, en la que los diarios de campo fueron escritos a varias manos con participación de sus informantes y colegas investigadoras. Por el manejo que Cortés Severino hace entre textos e imágenes –característicos del montaje y la yuxtaposición, y ajeno a la correspondencia ilustrativa de la fotografía en función del relato etnográfico–, su trabajo es deudor de formas experimentales del documental cinematográfico. Dada la preocupación transversal de la autora por cuestiones de reflexividad y su autoadscripción al, así llamado, “giro corporal” en antropología, su trabajo expresa igualmente algunas de las dimensiones cuestionadas con mayor claridad desde la emergencia del posmodernismo en la disciplina.
Celia González –artista y antropóloga visual– empuja lo experimental hasta repensar el trabajo de campo como una forma de “práctica” o “trabajo curatorial” (Elhaik 2016). Heredera de debates emergentes en la disciplina antropológica sobre aquello, González es parte de una generación que descubrió la intersección entre antropología y arte contemporáneo siguiendo un camino sui géneris, de hecho, signada por un terreno en el que la oferta académica en antropología es inexistente. En este contexto, las últimas dos décadas en Cuba se asistió a la emergencia de un recursivo grupo de artistas que vieron, en preguntas antropológicas sobre la problemática de la producción artística y las constricciones del día a día, la vía más próspera para asentar sus prácticas conceptuales.
Aunque la noción de “antropología” circula entre los circuitos de curadores cubanos y forma parte del léxico de los propios artistas, su uso deriva mayormente de senderos que necesitan todavía ser historizados de manera debida. El texto de González es una invitación urgente a expandir dicho tipo de pregunta a los cruces entre antropología y arte contemporáneo que se han dado en toda la región para evitar la simple repetición de las teorías e historias dominantes. 2 González parte de una mirada reflexiva sobre su propia práctica artística como de un colectivo en Cuba y el despliegue de un ejercicio curatorial provocativamente intitulado Cultura autóctona para parodiar al lenguaje dominante del oficialismo artístico. Dicho proyecto, realizado en 2016, supuso complejizar la posición antropológica tradicional hacia una estancia múltiple, asumida por la autora en tanto artista colaboradora del proyecto colectivo, curadora y ahora etnógrafa de la escena de las artes visuales en La Habana. González propone, desde esta triple condición, repensar el trabajo de campo como un momento catalizador de procesos sociales, eventos y saberes sobre un campo de producción cultural dado.
Como tal, su trabajo se diferencia, por un lado, del que se ha trazado desde formas de arte basadas en etnografía (Pussetti 2017) y, por otro lado, de los proyectos de arte como práctica social cuya principal estrategia reposa en el envolvimiento comunitario como una forma esperada de intercambio (Pinochet Cobos 2017; Sansi y Strathern 2016; Sansi 2015). Al contrario de estos últimos proyectos, la propuesta curatorial de González parte de una mirada etnográfica rigurosa sobre el propio campo del arte en el que su práctica y la de su cohorte generacional se hallan inscritos, y la comunidad que le interesa de manera primordial es precisamente la de las artes visuales. Así, los distintos actores que participan en la creación de autoridad –incluyendo los curadores, las publicaciones de los órganos oficiales de gestión cultural, así como diversas voces de legitimación sobre el arte en La Habana– se leen desde las particulares dinámicas de interacción social y formas de capital simbólico que han sido gestionadas históricamente en ese contexto.
La curaduría de González y las instalaciones que promueve –entre las que se destaca el uso de trabajo de archivo, documentos y textos, charlas públicas y finalmente los ecos que los medios especializados hacen a través de publicaciones– dan cuenta de un trabajo de campo expandido y abierto. En este sentido, el trabajo de González se emparenta con la denominación de “arte alternativo” que brinda Arnd Schneider en su más reciente compilación sobre los cruces entre arte y antropología, dirigida a mapear prácticas periféricas (2017b). Así, las galerías, museos o espacios independientes –al igual que en el caso de ciertos proyectos de Cortés Severino– sirven como “parasitios” por excelencia para el quehacer etnográfico (Marcus 2013; Andrade 2017a). No obstante, los desafíos mayores para dar cuenta de las diversas formas de producción de conocimiento antropológico, que surgen en cada una de las instancias en este tipo de etnografía multiposicional, persisten en proyectos orientados por este impulso.
Documental / instalación
La tercera entrega, del sociólogo visual y documentalista Gerrit Stollbrock, prolonga las discusiones que hemos establecido en esta introducción sobre etnografía, trabajo de campo, instalación y parasitios a partir de un artículo focalizado específicamente en el documental de corte etnográfico. Stollbrock reflexiona sobre su proyecto documental La Siberia: recuerda al olvidar; 3 su análisis difiere de los tradicionales ejercicios, en su mayoría textualistas, de deconstrucción de la imagen y cuestiones de representación que caracterizan generalmente los trabajos antropológicos, de estudios culturales y de cine cuando lidian con materiales documentales como objeto de estudio.
El autor prefiere pensar su propio documental sobre las ruinas de una abandonada fábrica de cemento a partir de la experiencia de su realización, primero en el campo, y luego como parte de una videoinstalación. Así, el documental se convierte en un objeto reprocesado teóricamente para su reintervención en un parasitio, el museo. Stollbrock repiensa el documental como trabajo de campo y, a partir de allí, lo desarrolla en sus posibilidades expandidas. En el campo, guiado por sus informantes –antiguos obreros cuyos recuerdos llenan de memoria la decaída infraestructura– Stollbrock descubre, mediante la yuxtaposición de estrategias de recuerdo y olvido, las zonas de indeterminación y dudas que pululan entre las narrativas de los trabajadores al enfrentarse con la materialidad de las ruinas. Estas reconfiguran la propia textura lumínica del producto cinematográfico en términos de lo que el autor denomina –siguiendo principalmente a Roland Barthes (1989) y Georges Didi-Huberman (2004)– “representación claroscura” del pasado para remarcar el hecho, atestiguado por sus informantes de que recordar es un acto selectivo que supone, al mismo tiempo, el olvido.
La estrategia planteada por Stollbrock habla de un movimiento que va de la investigación para la producción audiovisual documental y su realización, para luego retornar a la teoría (y al trabajo de campo) afincándola a manera de una videoinstalación del propio documental La Siberia en el espacio de un museo. La instalación sirve para exponer el archivo audiovisual recabado con la finalidad de escudriñar el proceso de edición, el cual indefectiblemente es un proceso de selección y, por lo tanto, de exclusión. De esta manera, por ejemplo, la audiencia puede concentrarse por separado solamente en el archivo de los planos fijos de las ruinas, en los recorridos de los personajes por aquéllas, en las historias de vida de la clase obrera o en la documentación fotográfica e histórica sobre la fábrica.
Para volver a lo planteado por George Marcus, la sala de exhibición de estos archivos fílmicos se reconfigura como un parasitio, tomando en cuenta que aquellos pueden ser “oportunistas, y con ellos se pretende reducir la abstracción del procesamiento teórico de los datos etnográficos al impulsar tal procesamiento a un nivel de ocasiones dialógicas con el proceso de investigación etnográfica” (Marcus 2013, 77). Desde esta perspectiva, el juego instalativo entre la proyección documental y la exhibición de los archivos fílmicos e históricos que la sustenta promueve el diálogo entre teoría, investigación y documental, a la vez que encierra el potencial de abrir el trabajo de campo, de archivos y de la etnografía hacia dinámicas parasitiales frente a diferentes públicos. Aportes como el de Stollbrock para la etnografía dialogan potencialmente, desde la orilla del arte contemporáneo, con trabajos fundamentados en el uso de fuentes secundarias y archivos en la investigación artística. 4 Los múltiples usos de la imagen para repensar el quehacer etnográfico obligan a removerla de los cómodos lugares del método y/o del producto documental simplemente, para inscribirlos en el corazón de la producción conceptual.
Epistemología y método
Las dos contribuciones restantes posicionan la discusión sobre lo experimental en un espectro más amplio del quehacer antropológico en la región, repensando el quehacer investigativo con archivos virtuales, aurales y textuales. Ambos artículos se relacionan con discusiones en estudios de la comunicación, aunque de diversas maneras: José Luis Martín y Santiago Fernández Trejo tratan, desde una etnografía aural y su correspondiente análisis comunicacional, movilizaciones sociales en contra de la violencia institucionalizada en México. La brutal matanza de Ayotzinapa –emblemática dada su repercusión social y mediática– es su objeto de estudio; la pertinencia del mismo está fuera de duda. Para los autores, la dimensión sonora es incorporada para dar textura a un estudio cualitativo que incluye centralmente la presencia de los manifestantes en el contexto de una ecología urbana específica, la Ciudad de México, sus avenidas y sus plazas. Este trabajo guarda el potencial de contribuir con una línea de la antropología contemporánea que estudia los paisajes de sonido en un sentido amplio, es decir, más allá de la etnomusicología, que por su peso en temas aurales es el equivalente al documental etnográfico en antropología visual.
Para ello, Martín y Fernández Trejo exploran una batería conceptual y metodológica que podría entrar en un diálogo más sostenido con debates contemporáneos sobre la cacofonía selectiva que emerge desde la experiencia urbana. Dicha literatura redunda en el estudio de las relaciones entre sonido y contexto, estética, historia e ideología, entre otros aspectos (Samuels et al. 2010). Sus aportes son relevantes para pensar lo experiencial y sensorial más allá del oculocentrismo.
La integración de lo etnográfico en un plano metodológico fundamentalmente se emparenta con los dos últimos trabajos y los aleja de la agenda esbozada en un inicio por los coordinadores de este dossier. Su inclusión es deliberada, pues permiten vislumbrar las búsquedas que realiza una nueva generación de investigadores desde fuera de la antropología para expandir sus propios campos. Desde la perspectiva detallada antes, tales ímpetus se beneficiarían de trascender el encasillamiento que se hace de la etnografía. La contribución de Nicolás Aguilar-Forero, también desde los estudios comunicacionales impactados por la antropología, aboga por analizar formas de activismo social que se traban principalmente en los mundos virtuales. Mediante un estudio de caso fijado en movimientos sociales en Colombia, el autor analiza el traslape entre lo virtual y lo real, problematiza acerca de estas categorías dicotómicas y argumenta sobre la necesidad de desarrollar aproximaciones que den cuenta suficiente de la eventual abolición de fronteras entre ambos dominios.
Momento
Mientras redactábamos estas líneas en junio de 2017, con motivo del V Congreso de Antropología Latinoamericana y el XV Congreso de Antropología de Colombia llevados a cabo simultáneamente en Bogotá, algunos llamados y cuasi manifiestos se realizaron desde distintos frentes para romper con el statu quo de la disciplina. Irrumpir en la así llamada “antropología del Estado” o la “antropología visual” da cuenta del malestar creado al perennizar objetos de estudio reificados y tradiciones largamente encapsuladas en fórmulas convencionales de definición y reproducción del conocimiento.
Por supuesto, las agendas de investigación se han visto obligadas a repensar lo contemporáneo. En Colombia, por ejemplo, la guerra y el complicado camino hacia la pacificación han conducido a la emergencia, con particular fuerza, de trabajos etnográficos sobre formas transicionales de justicia, cuestiones de territorialidad y militarismo. Temas de inminente urgencia como las violencias y el extractivismo han cobrado vigor en toda Latinoamérica. Otros, como la corrupción política y corporativa, no obstante, fueron escasamente tematizados en los eventos en referencia dando cuenta de que a la disciplina en la región todavía le cuesta lidiar con lo político y ajustarse a los ritmos que imponen realidades acuciantes.
En los congresos referidos, líneas de escape de la etnografía más allá del método estuvieron prácticamente ausentes, los cruces con el arte contemporáneo fueron obviados casi por completo, mientras que la imagen quedó en su mayoría reducida a lo documental y su exégesis. En este contexto, el estatus problemático de “lo experimental” en la convocatoria realizada para estos eventos amerita una lectura adicional. Ello porque la forma más fácil de asumirlo es citando el impacto del giro representacional y la antropología posmoderna norteamericana de mediados de la década de 1980. Si bien su empuje empezó a forjarse en Latinoamérica una década después, es evidente que formas experimentales requieren ser historizadas en un panorama bastante más largo y no asumirlo sin beneficio de inventario (Elhaik 2008). Esa es una tarea que, en buena parte, está por realizarse para evitar caer en la reiteración de modelos de enseñanza y aprendizaje que asumen de manera mecánica y simplista un antes y un después en la antropología de la región.
En el panorama descrito, el presente dossier ofrece discusiones en torno a lo experiencial y las experimentaciones concernientes a las prácticas del arte contemporáneo; cuestiones de representación documental y la práctica etnográfica; enfoques emergentes tales como la etnografía como una forma de curaduría; líneas de trabajo como la experiencia de lo aural en los contextos urbanos; y versiones expandidas del “campo” hacia las dinámicas de la interacción virtual.
Hay que explicitar que este dossier en conjunto dista deliberadamente de ser “representativo” de las tendencias más extendidas sobre experimentaciones etnográficas, donde manda la clásica asociación entre antropología visual y documental etnográfico, por ejemplo. De hecho, desde esa tradición, la comprensión dominante de “lo experimental” resulta en su mayoría de lo avanzado desde hace décadas en la producción cinematográfica. 5 Desafortunadamente su traslape a cuestiones de la práctica etnográfica no conlleva necesariamente repensar el trabajo de campo como oficio. Lo mismo para los distintos usos de la fotografía puestos al servicio de formas de elicitación –lo cual se ha hecho durante las últimas tres décadas– que hablan de la permanencia de estrategias establecidas ya largo tiempo.
En esta perspectiva, otras líneas que han ganado cierto terreno en la región, como las etnografías encubiertas, presentan la paradoja de seguir pensando el trabajo de campo bajo formas convencionales, eso sí eficientemente, al poner sobre el tapete cuestiones éticas largamente tomadas por sentado en la disciplina y que se derivan de una problematización sobre el estatus del consentimiento informado. Adicionalmente, dentro de los recursos a formas experimentales en antropología, pervive el llamado a experimentos conductuales o colaborativos cercanos a la psicología social y/o a la intervención social. Estos tienden a reducir la experimentación a una forma más de obtención de información cualitativa, manteniendo así incólumes las relaciones entre el trabajo de campo como una experiencia subrayada por el encuentro, la etnografía como una teorización a posteriori espacial y temporalmente diferenciada, y la antropología como producción teórica propiamente dicha. 6
Por otro lado, la convocatoria a este dossier incluyó entregas caracterizadas, en buena parte, por reiteraciones de tropos comunes tales como la otredad y los binarismos que acosan a la disciplina tales como tradición y modernidad; Estado y sociedad civil; indígenas y mestizos; masculinidad y feminidad; entre otros, a pesar de haber sido cuestionados consistentemente en la región desde distintas perspectivas durante la última década (Rivera Cusicanqui y El Colectivo 2010; Reynoso 2015; Abercrombie 2016). Artículos sobre ritualidad y formas de performance étnico, así como aportes que apuntalan un uso reduccionista e instrumental sobre el trabajo de campo dan cuenta de la persistencia de una perniciosa tendencia a limitar la etnografía a una serie de ecuaciones poco productivas: cuando ella aparece como sinónimo de trabajo de campo u observación participante; de levantamiento de datos cualitativos; y en suma, de una simplista definición espacio-temporal que separa tajantemente la investigación de campo de la producción de teoría.
Este panorama habla con suficiencia de las microprácticas de la producción académica en la antropología de la región. Así, la etnografía aparece básicamente como un conjunto de instrumentos de investigación que, una vez operados en el “campo”, sirven para la acumulación de datos más o menos exóticos sobre formaciones sociales que han servido para fijar a la disciplina en función de ciertos servicios. Defensas de este estilo proliferan en la antropología y han sido aún más instrumentalizadas por la sociología, el mercadeo y otras áreas.
Para la academia, constantemente acosada por la falta de financiamiento en fondos de investigación –cuando no, presionada por el perverso impacto de la política y sus condicionamientos desarrollistas– aquello redunda en imprimir fuertemente un tipo de acercamiento etnográfico que ancla al antropólogo y sus informantes en posiciones fijas. No extraña, entonces, que la producción antropológica continúe adiestrada y reproducida, no en función de la producción de conocimiento crítico sino, mayoritariamente, en la formación de profesionales útiles para el servicio del Estado y/o al activismo de una u otra causa con los esencialismos que, generalmente, aquello destapa (Andrade 2017b).
En este complicado contexto, los coordinadores del presente dossier de Íconos. Revista de Ciencias Sociales esperamos contribuir a imaginar otras formas posibles de hacer antropología asumiendo, centralmente, la tarea de reconceptualizar de manera radical los trabajos de campo. Este dossier dista de aquella literatura quizá más prominente acerca de “lo experimental” en la disciplina, derivada principalmente del trabajo de Rabinow y Stavrianakis (2014) sobre ciencia, diseño y distintas formas de experticia, estudios que en la región todavía resultan marginales por razones relacionadas con las tradiciones antropológicas que intentamos poner en cuestión.
Referencias
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Notas
Notas de autor