Introducción
“En algún momento, tienes que decidir por
ti mismo quién quieres ser. No puedes permitir
que nadie más tome esta decisión por ti”.
Jenkins 2016.
Los estudios sobre vulnerabilidad social tienen el mérito de ofrecer una imagen dinámica de la condición de los individuos que la enfrentan, característica de la que suelen adolecer las investigaciones sobre la pobreza (Kaztman 1999; Kaztman 2000; Moser 1998).1 Bajo la pluma de sus estudiosos, la vulnerabilidad social es una situación que un individuo o un grupo de individuos pueden enfrentar en un momento o en unas circunstancias determinados, que guarda relación con ciertas propiedades de los individuos y del entorno social. Así como son cambiantes, en teoría, las personas vulnerables no lo son permanentemente. También, a diferencia de los estudios sobre la pobreza, los que estudian a las categorías sociales desaventajadas desde el enfoque de la vulnerabilidad evitan pasar por alto sus capacidades de agencia por el énfasis que ponen en los activos de los que puedan disponer y de las estrategias que despliegan para aprovechar las oportunidades, aún magras, que ofrece el entorno social, económico o político.
En los trabajos sobre vulnerabilidad social se ha dado primordial –cuando no exclusiva– importancia a lo que se puede llamar, a falta de un mejor término, el aspecto material de dicha condición. Esto es, se ha privilegiado el estudio de los riesgos de empobrecimiento o de precariedad derivados de la posible carencia de recursos económicos o de la merma de los activos que pueden dar acceso a recursos económicos o materiales (sea la falta de salud o la exigüidad del capital social), pero se ha olvidado otra dimensión de la vulnerabilidad que, a mi parecer, puede ser igual o más influyente que la material: la simbólica. Entiendo por tal la condición de ciertos individuos o categoría de individuos que, por ser poseedores de determinadas propiedades o marcadores sociales, son susceptibles de enfrentar la probabilidad de exclusión, vejación, insulto, rechazo, cuando no de daño físico, dentro de ciertos espacios sociales.
En este ensayo, mi objetivo es llevar a la discusión la generalmente olvidada dimensión simbólica de la vulnerabilidad. Fui llevado a interesarme por esta cuestión a partir de distintas clases de observaciones. La primera consiste en una investigación sobre jefas de hogar divorciadas en una ciudad mexicana. La segunda concierne a algunas situaciones descritas en trabajos de diversos autores en cuyo centro está la posibilidad o el hecho de sufrir algún daño físico y/o simbólico por cuenta de cierta propiedad individual o colectiva no normativa. También, en un plano más personal, me han impactado profundamente diversas manifestaciones recientes de descalificación u oprobios a distintas categorías de individuos por ser portadores de marcas consideradas como anormales por el orden social dominante. Algunos cambios acaecidos durante las últimas décadas en las sociedades occidentales han colocado a algunas categorías de hombres y mujeres frente a situaciones negadoras de su humanidad. No es que esto sea totalmente nuevo, todo lo contrario; en muchas circunstancias se trata de nuevas manifestaciones de dinámicas sociales de descalificación que se pensaban superadas y que han vuelto simbólicamente más vulnerables a ciertos grupos de individuos.
En lo que sigue, expongo en sus líneas principales el modelo usual de estudio de la vulnerabilidad: el enfoque vulnerabilidad-activos-oportunidades. Después resalto su insuficiencia para dar cuenta de la dimensión simbólica de la vulnerabilidad y expongo la especificidad de ésta, apoyándome en los conceptos de “poder simbólico”, “violencia simbólica”, “profecía autocumplida”, entre otros. Finalmente recurro a los hallazgos de una investigación empírica propia, a ejercicios de autoanálisis de algunos autores que han padecido este tipo de vulnerabilidad y a ejemplos de la vida cotidiana para dar apoyo a mi propuesta.
El enfoque usual en el estudio de la vulnerabilidad
Moser (1996 y 1998) propuso, para el estudio de la vulnerabilidad social, un modelo conocido como asset-vulnerability-approach (enfoque activo-vulnerabilidad) que consiste en aquilatar esta cuestión considerando los recursos actuales o potenciales con que cuenta un individuo o un hogar para sobreponerse a los riesgos de naturaleza económica o social. En América Latina, Kaztman (2000) amplió ese marco añadiéndole la noción de “estructura de oportunidades” por cuanto, según este autor, la pregunta por los activos que posee un agente social cualquiera debe conllevar cierta consideración sobre las oportunidades existentes en el entorno socioeconómico en función de las cuales dichos activos tendrían importancia o no. En otras palabras, se trata de ponderar los activos situándolos en el contexto con el fin de conocer qué tan útiles y oportunos serían para el individuo en su esfuerzo por hacer frente a las peripecias económicas y sociales. Desde esta visión, los individuos enfrentan las situaciones desafiantes provistos de ciertos recursos o activos, por muy exiguos que sean. El problema suele ser que en determinado momento no hay correspondencia entre estos y las oportunidades del entorno.
Así las cosas, la vulnerabilidad de una persona, un hogar o una comunidad es en función de su capacidad para responder y ajustarse a los cambios del entorno o para reponerse de las posibles disminuciones de su condición socioeconómica. De donde se sigue que el análisis del nivel de vulnerabilidad pasa por identificar los activos con los que cuentan los individuos o los hogares y “las condiciones para generar o reforzar las capacidades propias de los hogares, para un mejoramiento sostenido y progresivamente autónomo de su situación de bienestar” (Kaztman 1999, 35). En palabras de Moser, la vulnerabilidad está ligada directamente con la posesión de activos, de tal modo que: “Entre más activos posee la gente menos vulnerable es, y entre más menguado es su volumen de activos, mayor es su inseguridad” (Moser 1998, 24). En pocas palabras, analizar la vulnerabilidad social conlleva la identificación de las amenazas y el reconocimiento de las capacidades de las personas para hacer un uso estratégico de sus activos de acuerdo con las oportunidades objetivamente disponibles (González de la Rocha y Escobar Latapí 2008). El portafolio de activos puede estar conformado por la escolaridad, la salud y la capacidad física y mental de un individuo o los integrantes de un hogar, la calidad de los contactos interpersonales, la integración y la estabilidad familiar, la infraestructura residencial, entre otras.
En síntesis, hablar de vulnerabilidad social exige poner en relación la “estructura de oportunidades” con las “capacidades objetivas de los hogares” o los individuos. La concordancia o disconcordancia entre ambas puede variar de un hogar a otro o de un individuo a otro dando lugar a tipos y grados diferentes de vulnerabilidad (Kaztman 1999; Filgueira 2006). Los cambios en las condiciones del entorno socioeconómico entrañan una amenaza para el bienestar o la sobrevivencia de individuos u hogares cuyos activos no están en correspondencia con las oportunidades actualmente disponibles. Dicho esto, sostengo que ese enfoque deja en la sombra una dimensión fundamental de la vulnerabilidad y adolece de esterilidad heurística frente a situaciones cuya cabal intelección exige trascender cualquier marco materialista reduccionista. El principal punto ciego de esos análisis es que al “centrar su análisis de la vulnerabilidad en las categorías habitualmente consideradas como vulnerables” (Châtel 2008, 206), se construye un prisma estrecho e insuficiente para captar el concepto de vulnerabilidad en su amplitud y en sus distintos matices. Y no basta con recurrir a nociones vagas como la de “espiral de desventajas” (González de la Rocha y Villagómez 2005) para quedar satisfechos con la ilusión de aprehender en toda su amplitud las dinámicas sociales generadoras de vulnerabilidad.
Raíces actuales de la vulnerabilidad simbólica
Una de las mayores dinámicas/transformaciones antropológicas de nuestro tiempo se puede resumir en la lucha (seguida del reconocimiento) por los derechos de las personas a la autodeterminación y a la individualidad. En otras palabras, las exigencias en torno a la subjetivación, a la asunción de sí, al derecho a ser respetado en su singularidad individual o grupal fueron el sustento de múltiples movimientos sociales y de reivindicaciones relativas a los derechos de minorías o de grupos particulares. Touraine (2009) es uno de los autores que mayor atención ha prestado a esas transformaciones que, según él, se expresan en términos de derechos del sujeto humano a la dignidad o el derecho a ser tratado como un ser digno, el derecho a no ser humillado. Vale decir: el derecho a no ser avergonzado, injuriado o lastimado. El historiador Rosanvallon (2012) ha tematizado esta cuestión de gran actualidad sociológica en términos de exigencia o de construcción de “una sociedad de iguales” fundada sobre el “individualismo de la singularidad”.
Según Rosanvallon, en las últimas décadas, se ha abierto en las sociedades occidentales “una nueva etapa de emancipación humana, la del deseo de acceder a una existencia plenamente personal” (2012, 273) sobre la base de la semejanza y de la relación con los demás. El “individualismo de la singularidad” significa la posibilidad de hacerse cargo, de dar cuenta de la propia vida en comunidad con los otros. “La igualdad de las singularidades […] implica que cada individuo se manifieste a través de lo que le es propio […]. Significa que cada uno puede encontrar su camino y convertirse en dueño de su propia historia, que todos somos igualmente únicos” (Rosanvallon 2012, 317). Esto supone un compromiso colectivo con la defensa del derecho a la singularidad, a la diversidad de los individuos.
Es posible que una de las mayores paradojas de nuestro tiempo tenga que ver con esta exigencia de los individuos contemporáneos: la exigencia de ser tratados como personas singulares tan dignas como cualquier otra por parte de grupos a los que antes era admisible o legítimo tratar como no humanos (humillar) los vuelve a veces blanco del odio, de la injuria, del insulto, de la violencia de gente adversa a su adscripción a la categoría de humanos a carta cabal. En todo caso, su “osadía” de no conformarse con seguir ocupando la posición de excluidos que les ha sido asignada o de exigir ser reconocidos como iguales desde su singularidad se hace merecedora de un llamamiento al orden, sea mediante la descalificación, la vejación, el insulto o incluso la violencia física. Su exposición pública y la vindicación de sus derechos como personas sin más las vuelve vulnerables, prima facie, no solo materialmente sino también simbólicamente.
Con su característica agudeza, Norbert Elias reparó hace décadas en esa situación:
Hoy en día hay un movimiento en dirección hacia una disminución de la desigualdad entre marginados y establecidos, bien sean ellos obreros y empresarios, colonizados y potencias coloniales o mujeres y hombres. En términos humanos esto es un progreso. Pero al mismo tiempo, este movimiento aporta lo suyo al aumento de tensiones y conflictos sociales y personales que agrandan el sufrimiento de los hombres y que alimentan la duda de que los esfuerzos por un progreso valen la pena (1998, 148).
Ha habido una suerte de metamorfosis en la manera de tratar a las categorías sociales marginadas cuyas raíces están en los movimientos feministas, por los derechos civiles en Estados Unidos, en los procesos de democratización de los países de América Latina, en el movimiento zapatista mexicano, entre otros. En el tiempo en que era admisible y socialmente permitido, no causaba indignación vejar y matar a homosexuales, insultar y matar a negros o indígenas, injuriar y violentar a mujeres; hoy en día, a raíz del reconocimiento público de derechos a esas categorías y de la exigencia que sean respetadas y tratadas como personas del mismo valor que cualquier otra, parece haberse renovado el sentido común homófobo (Eribon 2015; Louis 2015), misógino (Louis 2015), racista (Coates 2016; Mbembe 2016; Alexander 2014) que busca negar a los “excluidos” el derecho de reconocerse con derechos y exigirlos o que bloquea toda veleidad institucional por garantizar a esas categorías sociales el acceso irrestricto a derechos comunes. A la histórica vulnerabilidad material de esos grupos se ha añadido una vulnerabilidad simbólica que suele agravar y naturalizar la anterior.
A reserva de aportar ejemplos más detallados en la última sección de este escrito, ofrezco algunos ejemplos muy actuales con la esperanza de que aporten un poco más claridad a lo que intento exponer.
El largo y no concluso trabajo de ocupación por las mujeres del espacio público en México (y otros países de Latinoamérica y del mundo) se ha visto contrarrestado desde hace más de 20 años por una ola de violencia misógina cuya extrema expresión han sido y son los feminicidios (ver Fregoso y Bejarano 2011; Incháustegui y López 2011). En el caso de México, éstos han recrudecido en los últimos años volviéndose una tragedia ya no circunscrita a algunas ciudades del norte del país, como lo fue durante la década de 1990 y los primeros de este siglo, sino una de alcance nacional. Y se le ha añadido la explosión del fenómeno del acoso callejero.
Esto ha concitado la activa indignación de diversas organizaciones de feministas, de defensoras(es) de los derechos de las mujeres y de la ciudadanía preocupada por la violencia sexista. La contrarreacción de muchos individuos –sobre todo varones pero también algunas mujeres– ante estas manifestaciones de condena a la violencia de género ha sido tildar de “feminazi” a toda(o) aquella o aquél que hable de equidad de género o de respeto por los derechos de las mujeres. Incluso algunos juegan a la práctica de la revictimización atribuyendo a las mismas mujeres la culpa de ser asesinadas, violadas o acosadas.
Esta descalificación es implacable y opera una doble negación contra las mujeres: la reivindicación y el ejercicio de derechos elementales, e indignarse o protestar contra las violencias de que son víctimas. En esta lógica, las mujeres parecen estar conminadas a aceptar en silencio ser vejadas o lastimadas y a consentir a su opresión. En configuraciones sociales específicas como la mexicana, la condición social o simbólica de mujer entraña no solo el riesgo de ser lastimada sino también el de verse negado el derecho a exigir no ser lastimada.
El segundo ejemplo concierne otro marcador de descalificación de gran actualidad en nuestras sociedades: el color de la piel. Hace algunos meses, el mexicano Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI) publicó una encuesta que estableció que el color de la piel está correlacionado con el acceso a los niveles más elevados de escolaridad y con las oportunidades laborales. Los mexicanos de piel más oscura (esta categoría abarca a alrededor de 10 millones de indígenas, los cerca de 1 381 853 de afrodescendientes y a millones de mestizos; la encuesta en cuestión utilizó una escala cromática de 11 tonalidades) enfrentan más dificultad que el resto para sobresalir en la vida. En palabras de ese instituto:
De las personas que se autoclasificaron en las tonalidades de piel más clara, solo 10% no cuenta con algún nivel de escolaridad, mientras que la cifra se eleva a 20,2% para las personas que se autoclasificaron en las tonalidades de piel más oscuras. Mientras más oscuro es el color de piel, los porcentajes de personas ocupadas en actividades de mayor calificación se reducen. Cuando los tonos de piel se vuelven más claros, los porcentajes de ocupados en actividades de media y alta calificación se incrementan (INEGI 2017, s/n).
La dimensión simbólica de la vulnerabilidad radica en que ser portador de cierta característica socialmente estigmatizada obstaculiza el acceso a ciertos activos –capital escolar, por ejemplo– que son fundamentales para contar con oportunidades para hacer su vida. Más aún, cuando se dispone de esos activos (contar con estudios avanzados), la descalificación cortocircuita toda posibilidad de hacerlos valer sacando provecho de las oportunidades objetivamente disponibles.
En un estudio reciente sobre experiencias de estigmatización entre estudiantes y profesionales de origen africano en Francia, Druez (2016) muestra que ser negro(a) en dicha sociedad conlleva una constante puesta en duda de la capacidad profesional o intelectual de esos individuos racializados y la no menos perpetua necesidad de reivindicar, de mostrar su valía, sus aptitudes. Convoca la fórmula “The Nigger Moment” que acuñó el sociólogo estadunidense Elijah Anderson en cuya obra se refiere a la “experiencia según la cual, a causa del color de su piel “negra”, el individuo se ve inconsciente o explícitamente remitido a su posición de dominado y de inferior” (Druez 2016, 127), para nombrar la experiencia de los sujetos de su estudio quienes, por ser negros de origen africanos, enfrentan constantemente la sospecha de incompetencia; las mujeres negras profesionales enfrentan aún más esta desconfianza.
En la línea de los trabajos sobre la clase media negra americana en los que se apoya, esta autora muestra que el ascenso social y cultural de individuos pertenecientes a las categorías sociales históricamente estigmatizadas tiende a provocar entre el grupo dominante la negación a reconocerlos como legítimamente parte del “nosotros”. Esto entendido como el reconocimiento de la capacidad de ejercer las funciones culturales, profesionales, intelectuales, políticas, entre otras, que solían ser reservadas a aquéllos. Como escribe Druez: “La posición social del individuo, su éxito académico y profesional son negados, ocultados detrás del estigma” (2016, 127).
La disociación entre las capacidades intelectuales y el éxito académico reales y los estereotipos inferiorizantes tienen el costo de conducir a muchos individuos estigmatizados a dudar de su real valía (académica, profesional) y a no creerse merecedores de las mismas oportunidades que el grupo privilegiado (Druez 2016).
La vulnerabilidad simbólica: esbozo de una formulación teórica
La teoría de la vulnerabilidad simbólica se formula como sigue: hay propiedades de algunos individuos o de grupos de individuos que, en ciertas condiciones sociales, los vuelven susceptibles de ser el blanco del rechazo, del oprobio o de la injuria de los demás (de ser “lastimado” de una u otra forma). Es probable que, como reacción (de autoprotección) frente a ese riesgo, elijan marginarse y, cuando sea posible, reduzcan sus prácticas de socialización a los espacios más próximos y que ofrecen alguna garantía a su salvaguardia. La (auto)marginación social de estos individuos conlleva su alejamiento de los entornos que dan acceso a la adquisición de activos y al aprovechamiento de las oportunidades de existencia material. Dicha marginación social que implica cierta muerte simbólica vuelve relativamente inoportunos los activos –sean cuales sean– con que contasen y anula la posibilidad de participar en la distribución de los medios de vida disponibles en el entorno.
Integrar en el estudio de la vulnerabilidad la dimensión simbólica vuelve al observador perspicaz frente a las situaciones en que el entorno cortocircuita tanto la posibilidad de dotarse de los activos objetivamente pertinentes como de hacer efectivos los que se posee armonizándolos con las oportunidades del entorno. Por lo tanto, no se trata únicamente de ver el volumen de activos de que disponen los individuos o grupos ni de qué tan robusta es la estructura de oportunidades que está a su alcance, sino también (y sobre todo) de hacer cuestión de la existencia o no de obstáculos de orden simbólico para la adquisición de activos (capital cultural, formación profesional, entre otros) y para el uso de los mismos.
Llegado a este punto, el lector se preguntará en qué se distingue la vulnerabilidad simbólica de conceptos como “estigmatización” o “descalificación”. Pues bien, a mi parecer, la estigmatización significa hacer a alguien objeto de recelo en virtud de que es portador de una propiedad o una marca socialmente considerada “anormal”, mas no necesariamente inferiorizante o deshumanizante. Mientras que la descalificación consiste en la negación de capacidades, de habilidades sobre la base de una supuesta incapacidad innata, y concierne a toda la persona quien es así reducida a una categoría de menor humanidad; el o la descalificada es considerado/a distante del ideal de humanidad del que el descalificador/a pretende ser parte. La descalificación naturaliza las diferencias estableciendo una inferioridad biológica del “ellos” respecto del “nosotros”. El racismo, el clasismo y el sexismo son formas de descalificación más no de estigmatización. La estigmatización convoca a la conmiseración o a la condescendencia; la descalificación provoca rechazo o abyección. Conjeturo que hablar de estigmatización conlleva un énfasis en el individuo y sus interacciones (a la manera de Goffman 2006); en cambio, el concepto de descalificación implica mayor atención a las estructuras que se actualizan y se reproducen en las interacciones (a la manera de Bourdieu 2003 o de Elias 1994). Como sea que fuere, hablamos de vulnerabilidad simbólica cuando la estigmatización o, más aún, la descalificación se convierte en obstáculo para acceder a activos esenciales para realizar la vida. Es dudoso que las condiciones generadoras de vulnerabilidad simbólica se agoten en las situaciones referidas con los conceptos usuales de la literatura sobre vulnerabilidad social; mas es seguro que en la actualidad éstas condicionan mucho el ejercicio de derechos y el acceso a oportunidades para amplios grupos de población.
En una columna sobre la (poca) presencia de los afroestadounidenses en las carreras científicas en Estados Unidos, el físico Stephon Alexander (2013) escribe: “Una profecía autocumplida se respira cuando los jóvenes afroamericanos no son invitados a los eventos sociales o a los grupos de estudio donde se construyen las relaciones y los aprendizajes importantes”. Desde luego, no son invitados en razón de su pertenencia racial y, quizá, social. La referencia a la teoría de la profecía que se cumple a sí misma de Merton o teorema de Thomas (Merton 2002) es de interés y la idea de Alexander ilustra muy bien mis proposiciones sobre la vulnerabilidad simbólica. Esa teoría establece que “si los individuos definen las situaciones como reales, son reales en sus consecuencias” (Merton 2002, 505). Según Merton, se parte de hechos duros; por ejemplo, en el caso que me ocupa, se afirmará que ciertos grupos se guardan de aprovechar las oportunidades disponibles. En la situación referida por Alexander, es comprensible que los estudiantes negros se rehúsen a participar en las reuniones o eventos donde hay oportunidades de construir relaciones (útiles a futuro para hacer carrera académica o profesional) y de aprender cosas nuevas. De este hecho duro, continúa Merton, se pasa a conclusiones explicativas de tipo psicológico sin mediar matices ni consideraciones de orden sociológico o de otra índole: los estudiantes negros no aprovechan esas oportunidades porque no quieren, no son capaces, así lo deciden ellos mismos, etc. Y se cierra el círculo. Al proceder de esta manera se oscurece el hecho de que son objeto permanente de descalificación, se legitima y perpetúa la práctica de esa exclusión haciendo de las víctimas los únicos responsables de su marginación.
Otro caso emblemático de esta realidad lo constituye el sistema de esclavización de los africanos. Según una fórmula de Achille Mbembe, el negro sería una invención del sistema esclavista (Mbembe 2016; esta idea está presente también en autores como Bashi 2016 y Coates 2016). Una aceptable interpretación de esta idea consiste en afirmar que antes de la trata negrera solo existían seres humanos, con características, propiedades, perfiles diferentes pero humanos. En razón del diferencial de poder favorable que le otorgó la fuerza de sus herramientas, el sistema de la esclavitud (y quienes lo diseñaron) inventó al negro desposeyéndolo de todo valor humano.
Según Coates (2016), todo el sistema de socialización de Estados Unidos, país donde la esclavitud llegó a su expresión más brutal, consiste en la perpetuación de los resortes del sistema esclavista y racialista: los blancos son educados para ser y comportarse como blancos, así también los negros, cuerpos y vidas vulnerables, desechables. Todo el entramado social, policial y carcelario estadounidense estaría construido para destruir los cuerpos de los negros, ya sea mediante la criminalización y la encarcelación, la drogadicción o el asesinato (Alexander 2014). Con todo, los múltiples resortes de su socialización los habrían inculcado la creencia sobre su “inferioridad natural” respecto de los blancos.
En una de sus obras teatrales, Sartre (1987, 37) parece expresar el resultado de esa socialización en los negros (que puede extenderse a cualquier grupo dominado):
Negro: Yo no puedo, señora.
Lizzie: ¿Qué?
Negro: No puedo disparar contra unos blancos.
Lizzie: ¡Claro! No sea que se enfaden, ¿no?
Negro: Son..., son blancos, señora.
Lizzie: ¿Y qué? ¿Porque sean blancos tienen derecho a degollarte como un cerdo?
Negro: Ellos son blancos.
Esa inscripción de la sumisión en las mentes y los cuerpos de determinados sujetos, esa silenciosa aquiescencia a la dominación, sea la más abyecta, es resultado del poder simbólico (Bourdieu 2003).
La magia del poder simbólico radica en que logra transmutar la arbitrariedad social en predestinación y los productos de la historia en productos de la naturaleza u objetos de una voluntad suprahumana. El poder simbólico está así vinculado con el ejercicio de la violencia simbólica que se refiere a la capacidad de imponer a otros una particular percepción de las cosas y de hacer que sean aceptadas como “naturales”. Dicho de otro modo, es la capacidad de generar desconocimiento y adhesión a la arbitrariedad de la visión dominante del mundo. El poder simbólico y la violencia que de él deriva alimentan el entramado social productor de vulnerabilidad simbólica al establecer el veredicto según el cual hay categorías sociales (minorías) que, en virtud de ser portadoras de alguna propiedad socialmente estigmatizada, merecen ser excluidas del acceso a derechos u oportunidades considerados privilegios de los no portadores de esa identidad estigmatizada (Eribon 2015).
Es extremadamente difícil desandar el entramado simbólico que da sustento a la vulnerabilidad simbólica, y menos aún oponerle resistencia dada la fuerza performativa que vehicula y el ascenso que provoca en quienes son sus destinatarios. Esto implica que esta dimensión de la vulnerabilidad suele ser menos coyuntural de lo que lo son las otras. Es así porque los recursos también simbólicos que se necesitan para arrostrar y superarla son de difícil consecución. Los cambios culturales en el entorno que suelen ser indispensables para salir de esta condición son lentos y de largo plazo; más aún, los logros no son nunca definitivos y siempre hay riesgo de retrocesos. Lo que imprime a la vulnerabilidad simbólica un cariz estructural. En lo que sigue, y a manera de ilustración de mi argumento, expongo brevemente algunos ejemplos de vulnerabilidad simbólica tomados de una investigación empírica propia y de reflexiones relativas a experiencias vitales de diversos autores.
A manera de ejemplos
Una posible intelección de las situaciones presentadas a continuación consiste en decir que todas son ejemplos diversos de procesos de exclusión vividos por individuos muy variados por, como se cita en el epígrafe, “decidir por sí mismos lo que quieren ser”, por intentar habérselas por ellos mismos con la responsabilidad de su subjetivación, de la construcción de su propia vida. Siguiendo a Touraine, dichos procesos de construcción de sí son parte de tendencias dominantes en las sociedades occidentales actuales; pero, como observó Elias (1998), esos impulsos hacia la autodeterminación entran en choque con tendencias sociales totalizantes poco abiertas a la diversidad de trayectorias y de subjetivaciones, consideradas más bien como una perversión transgresora de estructuras sociales consideradas como inmutables y ahistóricas. Que las llamadas minorías (sexuales, de género, étnicas, raciales, entre otras) reivindiquen y quieran ejercer derechos y libertades que hasta muy recientemente les fueron jurídicamente concedidos es visto por muchos entre la mayoría dominante como una afrenta o una amenaza, cuya conjuración pasaría por la radicalización de la marginación de dichas minorías. De ahí su vulnerabilidad simbólica.
La vulnerabilidad de la mujer divorciada
Como se mencionó líneas atrás, las investigaciones sobre vulnerabilidad social acostumbran a concentrarse en la dimensión material de ésta. Como la vulnerabilidad es resultante de la insuficiencia o de la inadecuación de los recursos con que se cuenta para hacer frente a algún cambio imprevisto en el entorno o al interior de un hogar, en una investigación sobre hogares de clase media encabezados por mujeres a raíz de un divorcio, mi conjetura inicial era que su situación de vida material se había mermado a causa de esa ruptura. Pensaba que tenía fundamento la hipótesis que su situación de vulnerabilidad era similar a la de los hogares pobres ampliamente estudiados y que derivaba de la falta de recursos materiales. Pues bien, la investigación empírica mostró que la vulnerabilidad de esos hogares y de sus jefas es ante todo de orden simbólico.
La formación social escenario de dicha investigación está aún muy apegada a los valores tradicionales relativos al matrimonio religioso, a la familia nuclear de jefatura masculina y al peso simbólico de estar casadas para las mujeres. La “policía de género”2 imperante establece que lo mejor para una mujer adulta y un hogar con menores de edad es vivir bajo la “tutela” de un varón que hace las veces de esposo, padre y jefe de hogar.
El estudio mostró que la condición de divorciada –una relativa contravención a la “policía de género”– coloca a las mujeres (y a sus hogares) en una posición de discriminación o de vulnerabilidad simbólica que, a su vez, llega a ser, en algunos casos, causante de vulnerabilidad social. Es así porque por esa condición se llegan a ver privadas de apoyos diversos por parte de la parentela o de amigos y marginadas de ciertos espacios de sociabilidad (de redes sociales) que más útiles les pudieran resultar (en términos de apoyo moral, social y económico). Es como si la “transgresión” de esos individuos al entramado tradicional de género las volviera una categoría de humanos peligrosos o de calidad inferior, merecedores de vivir en aislamiento y del oprobio de quienes consideran llevar una vida conforme con la norma.
La vulnerabilidad del gay en un mundo homófobo
El libro Regreso a Reims de Didier Eribon (2015) puede leerse, en parte, como el relato de las peripecias que tuvo que enfrentar un chico homosexual de origen popular para la construcción personal y social de sí como individuo de origen social y pertenencia sexual “vergonzantes”. La historia de este individuo, según su propio autoanálisis, es la de una subjetivación marcada por la injuria, el insulto y la vergüenza. Toda la estructura social estaba material y simbólicamente organizada de manera que se sintiera por todos lados fuera de lugar, al margen: “Todo me recordaba que yo era una especie de intruso, alguien que está fuera de lugar” (Eribon 2015, 171). Estaba fuera de lugar porque cargaba con dos marcas estigmatizantes y condiciones de la vulnerabilidad simbólica: su origen social pobre y, sobre todo, su homosexualidad. Esta doble condición “vergonzante” lo llevó a vivir sucesivamente en dos “clósets”: el sexual y el social. Del primero salió desterrándose, rompiendo todo lazo con su familia y con el pueblo en que creció, ambos profundamente homófobos; paradójicamente, su migración a la ciudad le ofreció las “protecciones” del anonimato y el acceso a la cultura y espacios gay propicios a “un modo de subjetivación que le permitirá sostener y dar sentido a su “diferencia” y, por ende, erigirse un mundo, forjarse un ethos diferente al que le dio su entorno social” (Eribon 2015, 171); pero también reforzó su encierro en el clóset social por la vergüenza de que sus nuevos amigos o amantes parisinos supieran que es hijo de obreros pobres. La escritura de ese libro fue una manera de saldar cuentas con ese origen y liberarse del segundo encierro.
La reflexión de Eribon enfatiza en elementos constitutivos de la vulnerabilidad simbólica. Esto es, revela el modo de funcionamiento del entramado simbólico desde el cual ciertas propiedades de los individuos los hace (desde la moral dominante) legítimamente “merecedores” de la injuria, el rechazo, la exclusión, el odio de los demás. Una primera nota de esto consiste en la prelación de dicho entramado a la existencia de uno: “uno está precedido por una identidad estigmatizada que viene, a su vez, a habitar y encarnar y con la que hay que apañárselas de una manera u otra” (Eribon 2015, 204).
Una segunda nota, resultante de la anterior, es que el espacio social se convierte para uno en una especie de infierno (a la manera de Sartre 2001) que constantemente le recuerda el carácter vil de su ser, de su existencia:
De hecho, toda la cultura que me rodeaba me gritaba “puto”, cuando no era “marica”, “mariposón”, “loca” y otros vocablos repugnantes cuya simple evocación reaviva en mí el recuerdo, siempre presente, del miedo que me inspiraban, la herida que me infligían, el sentimiento de vergüenza que grabaron en mi espíritu. Soy un producto de la injuria. Un hijo de la vergüenza (Eribon 2015, 206).
Ser un “producto de la injuria” o un “hijo de la vergüenza” es, quizás, una de las manifestaciones y de los alcances más radicales de la vulnerabilidad simbólica; a diferencia de otras formas de vulnerabilidad, es parte de las estructuras sociales y, en ciertas condiciones, es constituyente y constitutiva del ser de quienes la tienen que enfrentar. Así, en palabras de Eribon, “el ser-en-el-mundo se actualiza en un ser-insultado, es decir, inferiorizado por la mirada social y la palabra social” (2015, 210).
En un intento por comprender la lógica de este modo particular de funcionamiento de lo social, este filósofo se pregunta: “¿Por qué algunas categorías de la población –gays, lesbianas, transexuales; o negros, judíos, etc.– deben cargar con el peso de estas maldiciones sociales y culturales de las cuales resulta tan difícil imaginar qué las motiva y reactiva incansablemente? Me hice esta pregunta por mucho tiempo: ¿por qué?”
Su respuesta: “Para estos interrogantes no hay otra respuesta más que la arbitrariedad de los veredictos sociales, su absurdo” (Eribon 2015, 226). La sociedad (o el grupo dominante en ella) erigida en dios que reparte salvaciones y condenas, rescata de o condena a la insignificancia, al absurdo o a la muerte simbólica o a la indigencia, según que se posea o no las propiedades socialmente tomadas por dignas y legítimas. No poseerlas conduce a llevar una existencia cuestionada, aminorada, incierta: “Esta maldición y esta condena con las que hay que vivir instalan un sentimiento de inseguridad y vulnerabilidad en lo más profundo de uno mismo y un tipo de angustia difusa que marca la subjetividad gay” (Eribon 2015, 227). Constriñe las posibilidades para hacerse una vida y “marca la subjetividad gay” y la de muchas otras categorías sociales portadoras de una propiedad “anormal”.
La experiencia de Eribon está lejos de ser única. Más de 30 años después, Edouard Louis, desde sus primeros intentos por forjarse una vida individual, conoció también la injuria, el insulto y la violencia física por su condición de homosexual:
¿Tú eres el marica?
Esa pregunta, al hacérmela, me la grabaron para siempre, como un estigma, como eso que los griegos marcaban en el cuerpo, con un hierro al rojo o con un cuchillo, a los individuos que se apartaban de la norma y eran un peligro para la comunidad. Imposibilidad de librarme de ella. Lo que se me quedó clavado fue la sorpresa, y eso que no era la primera vez que me decían algo así. Nunca se acostumbra uno que lo insulten. Una sensación de impotencia, de estar perdiendo el equilibro. Sonreí, y la palabra marica, que retumbaba y me estallaba en la cabeza, latía en mí acompasada con mi ritmo cardíaco (2015, 15).
A esta primera humillación siguieron años (escolares) de insultos y golpes a manera de tributo por el permiso de existir (porque no tenía ese derecho) siendo “afeminado” y “marica”. Y en la familia y el entorno inmediato, fue objeto de burlas, de menosprecio, de lástima porque no lo consideraban un “hombre de verdad”, uno conforme a la norma. Y sus esfuerzos por forjarse (autoengañándose) un cuerpo musculoso y un patrón de conductas acorde con la masculinidad dominante (mostrarse rudo, armar peleas, conquistar a chicas, emborracharse, entre otras) en su entorno provinciano y obrero fracasaron estrepitosamente. En el fondo, sabía que a base de voluntad no iba a cambiar ni la feminidad de su voz, de su trato ni de sus ademanes, ni su “natural” atracción hacia otros hombres. Como tampoco iba a cambiar la vida de paria que estaba condenado a llevar en ese entorno debido a tener las marcas de un “Outsider”, de “otro” diferente al nosotros. Al igual que Eribon (2015), no tuvo otro destino más que el destierro, la ruptura con su entorno de origen e, incluso, el cambio de nombre y apellido.
La vulnerabilidad de ser negro en un mundo de blancos
El ensayista y periodista jamaiquino Garnette Cadogan (2016) ofrece una inquietante descripción de lo que es ser negro en el espacio público en Estados Unidos. Desde niño, se forjó un fuerte hábito de caminar largos trayectos, de noche, a cualquier hora y en barrios reputados peligrosos, en su muy violenta Kingston natal.
A finales de la década de 1990, desembarcó en Nueva Orleans para continuar sus estudios universitarios, decidido a mantener su ya vieja costumbre de apropiarse de su ciudad de residencia y volverla su hogar caminándola de punta a punta. Muy poco tardó en darse cuenta que, si bien la tasa de criminalidad en Kingston rebasaba por mucho la de Nueva Orleans, esta ciudad iba a ser para él mucho más peligrosa que aquélla. La razón: ser negro en una ciudad o un país donde el espacio público es inhóspito para los de su color. Escribe: “A pesar de mis esfuerzos, las calles nunca me resultaron suficientemente seguras. Un simple saludo era sospechoso” (Cadogan 2016, s/n). Con ser amable o solícito con alguien (blanco) se ganaba su recelo y la sospecha de que era su estratagema para asaltarlo. Años más tarde, experimentaría con mayor crudeza ese sentimiento de ser siempre vigilado u hostigado por miradas y reacciones de los blandos durante su estancia en la ciudad de Nueva York.
En esta ciudad, caminar para él se volvió una “pantomima adoptada para evitar la coreografía de la criminalidad” (Cadogan 2016, s/n). Para un negro en las calles de Nueva York, caminar despacio puede ser percibido por la Policía como una señal de que se está al acecho para cometer un delito; correr puede interpretarse como que se está escapando de la escena de un crimen; estar parado en una esquina puede leerse como estar vendiendo drogas. Narra que en una ocasión caminar rápido detrás de un blanco le valió que éste se volteara abruptamente y le asestara un fuerte golpe en el pecho. Motivo: creía que era un ladrón que lo perseguía para asaltarlo. Y cuando al final el blanco cayó en la cuenta de que era víctima de un profundo prejuicio, culpó a Cadogan por caminar rápido detrás de él.
En otra ocasión salía de una cena con amigos y apuraba el paso para alcanzar el último metro que lo llevara a un concierto con otros amigos. A los pocos metros fue detenido por un policía que lo apuntaba con una pistola y en un abrir y cerrar de ojos se vio asediado por ocho policías que al unísono lo interrogaban. En este momento sobrevino una situación kafkiana. Cuatro policías le hicieron una pregunta distinta al mismo tiempo, a las que era imposible contestar porque responder a uno sería tomado por los otros tres como una muestra de insolencia o ninguneo: “Cualquier cosa más allá de la pasividad podría ser interpretado como agresión” (Cadogan 2016, s/n); lo que podría tener consecuencias muy violentas.
En estas circunstancias, un negro está condenado a no apelar a su dignidad: “Para un hombre negro, mostrar su dignidad frente a la Policía entrañaba el riesgo de ser agredido” (Cadogan 2016, s/n), porque la dignidad de la gente negra significa poco para un policía, así también sus testimonios. Confiesa el escritor que cuando tenía que ser detenido en la calle prefería hacerlo en presencia de testigos blancos en vez de testigos negros, porque nadie daría crédito al testimonio de éstos. Incluso, en muchas de sus caminatas: “Pido a amigos blancos que me acompañen solo para evitar ser tratado como una amenaza” (Cadogan 2016, s/n).
En la visión de este autor, caminar es un acto de libertad y de placer que permite a uno apropiarse del espacio en donde habita y de uno mismo. Mas para un negro en ciudades como Nueva York o Nueva Orleans, es todo menos algo simple y monótono. Conlleva una estricta autovigilancia y autocontención para evitar todo gesto que pudiera dar pie a que se dude de su rectitud; para empezar, tiene que evitar mostrarse orgulloso de sí y de su pertenencia a su espacio. Al caminar la ciudad, un negro tiene que regresar a los momentos de su infancia en que en sus primeros pasos sentía que el mundo se le venía encima. La extrema vigilancia y autovigilancia a la que está sometido al caminar entraña su infantilización: cuidar cada paso para no “caer” acusado de delito ficticio, para no ser asediado o simplemente eliminado. Según Coates (2016), parte esencial de la primera educación que recibe todo negro en Estados Unidos tiene que ver con cómo habérselas con la Policía sin hacerse eliminar ya que todo cuerpo negro en el espacio público es susceptible de ser destruido en cualquier momento.
Reflexiones finales
El imperativo formulado por el personaje de la película Moonlight en Jenkins 2016, según Touraine (2009), constituye una característica central de la sociedad actual, a saber: decidir por uno mismo qué se quiere ser significa para un gay, un negro, una mujer divorciada (o no), entre otros, arrostrar la arbitrariedad del veredicto social y forjarse como individuo sabiéndose simbólicamente vulnerable; esto es, en cualquier momento puede encontrarse en situaciones en que otros, poniendo en entredicho su pertenencia total a la humanidad, le conminen a avergonzarse de ser quién es y a vivir sumido en la injuria, la descalificación y la exclusión social. Cuando la normalidad (el “nosotros”) está constituida por la heterosexualidad, la piel blanca u otra condición racial o étnica, ser una mujer “casada” o, mejor aún, un varón, etc., pertenecer a una condición o tener propiedades diferentes de éstas significa, a menudo, convertirse en objeto de rechazo y exclusión, y contribuye al advenimiento de forma negativa de la “profecía que se cumple a sí misma”.
Cargar con una o más de estas propiedades configura lo que considero la dimensión simbólica de la vulnerabilidad y que he intentado exponer en este texto. Parte de mi argumento fue resaltar las contribuciones de los estudios sobre vulnerabilidad social y, a la vez, subrayar su punto ciego: enfatizar mucho en la dimensión material de la vulnerabilidad descuidando su lado simbólico y los procesos de dominación generadores de dicha vulnerabilidad. Mi tesis es que a menudo la vulnerabilidad material entraña o es antecedida por una dimensión simbólica que puede contribuir a agudizar su efecto. Defino la vulnerabilidad simbólica como el riesgo, para ciertas categorías de población, de ser marginadas, vejadas, injuriadas o hasta físicamente violentadas en razón de ser portadoras de alguna característica que, desde el patrón moral o antropológico dominante, es considerada como infrahumana. Descansa en la “asimilación negativa de una persona a una de sus características” (Rosanvallon 2012, 318) y, por ende, en negar a la persona la posibilidad, la autonomía para labrarse un porvenir, para construirse su propio camino de realización de sí al cortocircuitar su acceso al ejercicio de derechos y a bienes necesarios para tal fin.
Vivimos en sociedades de la descalificación. La paradoja es que al mismo tiempo que se habla de ciudadanía global, asistimos también al regreso de actitudes tribales, de pulsiones colectivas propias de las sociedades cerradas de Popper (2014) y al repliegue identitario en el “nosotros”. Estas tendencias se fundan en disposiciones descalificadoras hacia el “ellos” que conducen a la negación de derechos o, incluso, del “derecho de tener derechos”, como se ilustró con las reacciones a las acciones en contra del acoso sexual en México. He aquí las raíces de la vulnerabilidad simbólica.
He intentado ilustrar mi argumento recurriendo a historias de individuos que, por ser asimilados negativamente a alguna de sus características, han sido objeto de vejaciones, injurias y descalificaciones por parte de grupos autoasimilados a la característica contraria y dominante. Ser asimilado negativamente al solo color de la piel, a la sola preferencia sexual, al solo origen étnico o racial, a determinado sexo, entre otros, constituye una negación del derecho a existir y a ser en su singularidad. También obstaculiza el acceso a los bienes (económicos, educativos, culturales, etc.) necesarios para construir su vida. A menudo, la vulnerabilidad social presupone y resulta de la vulnerabilidad simbólica. Las situaciones con las que intenté dar sustento empírico a estas reflexiones, más que ejemplos de acontecimientos aislados, constituyen algunas manifestaciones, entre muchas otras, de cierto esprit du temps; son síntomas de una deriva reductora de muchas sociedades. Aquí solo he esbozado las grandes líneas de una reflexión que espera mayores desarrollos y, sobre todo, su puesta a prueba en estudios empíricos.
Notas
1 Esta idea relativa a cierta “superioridad” analítica del enfoque de vulnerabilidad sobre el de pobreza que sostienen estos y otros autores es falaz; por poner solo un ejemplo, la pobreza abordada desde la perspectiva de las capacidades de Sen (1999) y de Nussbaum (2012) es todo menos estática. Por razón de espacio, aquí me es imposible adentrarme en esta discusión.
2 Noción usada por Didier Eribon (2001) para referirse a la fuerza con la que los imperativos de género orientan interna y externamente nuestra conducta.
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