1. Introducción
La antropología del Ambiente es una subdisciplina interesada por el análisis de la relación entre la naturaleza y las sociedades (Guille-Escuret 1989). Llevada al estudio de la cosmología de los pueblos amerindios, ha permitido reconocer el carácter integral del relacionamiento que estos tienen con el ambiente (Descola 1986; Gadgil 1996; Brondízio et al. 2010; Eloy y Emperaire 2011). Es también el marco de emergencia de renovadas epistemologías para la comprensión de los problemas socioambientales del antropoceno.
El presente artículo repiensa conceptos fundacionales partiendo de una revisión cronológica de abordajes referenciales de la antropología y de diálogos disciplinares con la ecología, la sociolingüística y la filosofía. Asimismo, evidencia debates que configuran la antropología ambiental contemporánea.
Las ontologías de la modernidad ancladas en el método científico occidental generaron un distanciamiento radical entre observador y ambiente (Gingras et al. 1999; Lindberg 2007), que parte de la dicotomía entre cultura-naturaleza, entendida, en el mejor de los casos, como una dialéctica (Wagner 1981). La antropología, como proyecto de la modernidad, adoptó la sustitución de la visión orgánica del mundo (naturaleza) por una visión mecánica de causa/efecto que permite predecir y determinar estados gracias a la descomposición y reducción de lo real en partes cada vez más pequeñas (Hathaway y Boff 2014). En este contexto, se divide la generación del conocimiento entre las ciencias naturales y sociales (Descola 1996) y se fragmenta internamente en disciplinas y paradigmas que compiten, cambian y evolucionan permanentemente (Kuhn 2004 [1962]; Capra 2007).
Se denomina neodarwinismo o síntesis evolutiva (Dobzhansky 1951; Fischer Abeliuk 2010) a la reelaboración de la teoría de la evolución de las especies por selección natural publicada en 1859 por Darwin, gracias al redescubrimiento, a inicios del siglo pasado, de las leyes de la genética de Mendel. Esta síntesis domina el pensamiento biológico actual y explica el origen, la unidad y la diversidad de la vida en el planeta (Dobzhansky 1973; Foster 2000). Entre 1867 y 1894, Marx y Engels vincularon la historia de los procesos productivos humanos con la evolución darwiniana (Foster 2000). Estos enfoques influyeron en el desarrollo de la antropología durante la segunda mitad del siglo XIX, cuyo paradigma fundador, eminentemente dual, fue la antropología evolutiva (Laplantine 2001). Ésta medía la evolución cultural de las sociedades “arcaicas”, en comparación con Occidente (Guille-Escuret 1989) y fue la justificación de diversos procesos de colonización.
Durante el primer tercio del siglo XX, se produjo en la antropología una revolución científica, en los términos de Kuhn (2004). Los fundadores de la etnografía, Boas y Malinowski, dieron especial protagonismo a la interpretación de los sujetos de estudio durante sus trabajos de campo (Laplantine 2001); sin embargo, no consideraron las dinámicas del cambio cultural y entendían a los pueblos como totalidades integradas alrededor de formas de sobrevivencia de los individuos frente al entorno (Guille-Escuret 1989), manteniendo la visión dual entre naturaleza y cultura. Esta distinción estaba simultáneamente en la antropología francesa, sustentada en Durkheim (1968 [1912]) y Mauss (1923) como pioneros del “hecho social total”. Su mérito fue establecer que las culturas eran una variedad de fenómenos relacionados que no se podían explicar fundándose en subjetividades individuales (Laplantine 2001).
Hacia mediados del siglo XX, la antropología se especializó. Nacieron la antropología social y la cultural, entre otras. Se abandonó el evolucionismo y la ecología cultural adoptó el paradigma de las determinaciones ambientales sobre la cultura. Steward (1983 [1955]) sostuvo que los cambios tecnológicos o económicos en cada cultura eran comparables en función de los determinantes ambientales a los que estos respondían. Apareció la noción de adaptación cultural, la cual mantuvo el dualismo en el tratamiento de los constreñimientos naturales y la idea de que las culturas son epifenómenos para la adaptación. Esta tendencia se mantuvo en el materialismo cultural de Harris (1988), quien dio una aplicación social a la lógica costo-beneficio evolutivo, desde el manejo de lo tecnológico y energético. La noción biológica de homeostasis fue adoptada para explicar el mantenimiento de estados ecosistémicos estables y persistentes en la relación dual entre naturaleza y cultura (Rappaport 1987).
La antropología estructural con Lévi-Strauss (1961) como principal exponente mantuvo la dualidad persistente en la antropología. Se consideró que ciertas invariantes materiales, o esquemas presentes en forma de signos en la naturaleza, se organizaban de diversas maneras en diferentes culturas, pero respondían a estructuras subyacentes a la mente humana. Posteriormente Descola (1986) propuso un giro de las visiones duales y deterministas hacia el paradigma de una antropología de la naturaleza, a partir del cual la unicidad entre naturaleza y cultura es enfatizada: las culturas, por medio de la praxis, la ecología y la agencialidad, extenderían sus nexos sociales hacia la naturaleza.
Ingold (2000), más adelante, siguió un enfoque cognitivo, con elementos fenomenológicos, donde la percepción directa de “ofrendas” ambientales definió una cierta “sintonía” más allá de la representación entre las culturas y el entorno en el que están inmersas. Rival (2004) reforzó la noción de que las relaciones entre vegetales, animales y humanos dan cuenta de la integración que tienen algunas sociedades no occidentales con la naturaleza. Más recientemente, Viveiros de Castro (2004) despuntó el llamado giro ontológico al proponer que, en las concepciones de los pueblos amazónicos, el mundo es aprehendido desde diferentes puntos de vista tanto por humanos como por no-humanos, que deberían ser equiparados a la filosofía occidental. En un planteamiento conexo, Kohn (2013) sugirió que la antropología debe extenderse más allá de lo humano, pues las plantas y animales se comunican entre ellos y con las otras formas de vida, incluidos los humanos, por medio de una semiótica no representacional ni simbólica.
A estas perspectivas antropológicas, los planteamientos de Latour (2013), Haraway (1995) y Whitehead (2009) añaden discusiones importantes que plantean que la separación naturaleza/cultura cimiente de la modernidad no puede ser más sostenida, ya que por el influjo tecnológico estaríamos hablando de una segunda naturaleza, y de seres cyborg, compuestos por una hibridez orgánica, cultural, tecnológica.
2. La unicidad de la naturaleza y los sistemas socioecológicos. A propósito de la Amazonía
El paradigma de la antropología de la naturaleza es transdisciplinario y transcultural. Aunque nace en la antropología, sus bases están presentes en el paradigma de la resiliencia de los sistemas ecológicos o ecosistemas (Holling 1973) y en la teoría de los sistemas complejos.
El funcionamiento de lo simple, como las estrellas, los planetas o las piedras, se explica, en un contexto dado, por medio de leyes formalizadas mediante conjuntos reducidos de ecuaciones matemáticas (Fischer Abeliuk 2010). Es el mundo de lo predecible, de lo estable y de lo que regresa al equilibrio o estado estacionario luego de los disturbios. Sin embargo, el funcionamiento de lo complejo, como los ecosistemas, tiende más bien a lo adaptativo. Es el mundo de lo impredecible y lo inestable (Davidson 2010). Holling (1973) estableció que una característica de los ecosistemas es la resiliencia, es decir, la cantidad de disturbio que estos pueden absorber, sin cambiar su estructura y función, mediante sus variables y procesos de control. La falta de resiliencia incrementa la probabilidad de que un ecosistema se transforme en uno nuevo, dentro de un otro dominio de estabilidad alejado de su atractor original o estado estacionario (Holling y Gunderson 2002).
Esta dinámica se llama panarquía o ciclo adaptativo, y describe cuatro fases funcionales en su trayectoria evolutiva: explotación (r), conservación (K), colapso (Ω) y reorganización (α) (Holling y Gunderson 2002). Tres resultados son entonces posibles: 1) el ecosistema se reorganiza y permanece sin cambios notables de estructura y función; 2) el ecosistema cambia a un nuevo estado, con ciertas adaptaciones; 3) el ecosistema se transforma en uno nuevo (Davidson 2010). Prácticamente desde su nacimiento, en 1973, la antropología, llamó a adoptar este paradigma (Vayda y Mccay 1975), como motor de desarrollo de una “antropología ecológica”, al mismo tiempo que se criticaba el paradigma aún dominante en ese momento de la “homeostasis cultural” de Rappaport (1987).
El paradigma de la resiliencia comenzó entonces a ser adoptado en la antropología ambiental y las ciencias sociales. Así, a inicios de este siglo, Adger (2000) definió a la resiliencia social como la capacidad de las comunidades humanas y sus instituciones para adaptarse a disturbios y cambios sociales, políticos o ambientales. Poco después, Berkes y Folke (2002) y Davidson (2010) sostuvieron que la delimitación entre sistemas naturales y sociales es artificial y arbitraria e integraron al paradigma de la resiliencia el concepto de “sistema socioecológico” para sintetizar hechos naturales y culturales. Los paradigmas de unicidad entre naturaleza y cultura de Descola (2005) y de resiliencia socioecológica (Adger 2000; Walker et al. 2004; Folke 2006) podrían entonces complementarse.
Numerosos estudios han permitido identificar ejemplos de sistemas socioecológicos resilientes en la cuenca amazónica. Descola (1986) muestra las maneras en las que los achuar socializan con la Amazonía por medio de una descripción etnográfica de sus técnicas materiales e intelectuales de relacionamiento. Davis (2009) evidencia cómo los barasana, en Colombia, perciben a los bosques como morada de espíritus y poderes ancestrales donde los humanos, los animales y los vegetales tienen el mismo origen cósmico y son esencialmente idénticos. Roosevelt (2014) desmonta el mito social darwinista, eminentemente dual, de la ocupación reciente de la Amazonía por parte de culturas “primitivas” limitadas por las condiciones ambientales. Esta autora, con base en evidencias arqueológicas, estratigráficas, datación y nucleado, muestra cómo cinco estratos culturales ocuparon la Amazonía desde 13 000 AP hasta el inicio de la modernidad.
En esta dinámica, varios patrones prehistóricos ecológicos y de uso sociocultural de la naturaleza se han visto descontinuados, otros han sido introducidos y otros han sobrevivido (Roosevelt 1989). Estas sobrevivencias son expresiones de resiliencia del sistema socioecológico amazónico (Balée 1989; Laplantine 2001; Clement et al. 2015; Levis et al. 2017). Además, esta dinámica evidencia una ocupación amplia y duradera de la Amazonía por los humanos, la que cambió la composición y estructura de bosques y suelos de manera compatible con su subsistencia, creando así recursos nuevos y continuando el uso de otros sobrevivientes y resilientes como los bosques culturales, los jardines agroecológicos y los patrones de distribución de especies comestibles de animales y vegetales cerca de centros poblados (Roosevelt 2014). Desde hace 500 años hasta la actualidad, no obstante, lo que se ve en la Amazonía es un patrón de violenta devastación producida por el colonialismo y la globalización, incompatibles con la historia resiliente de 13 milenios.
3. No-humanos = personas: aproximaciones a la visión andina del agua
Los conceptos de adaptación y resiliencia contribuyen, desde la ecología, a entender cómo los sistemas ambientales llegan a incorporar a sus dinámicas las prácticas de las sociedades humanas. Complementariamente la antropología contemporánea se ha preocupado por entender cómo ciertas sociedades pueden integrar seres y entidades de la naturaleza dentro de sus lógicas de relacionamiento cultural. Estos enfoques, no obstante, no deben entenderse por separado, sino como dos entradas a una misma integralidad y para ejemplificar esto, nos referiremos al uso histórico que se ha dado al agua en los Andes.
En efecto “la interpretación antropológica convencional tiende a abarcar dos lados de una dicotomía; la gente interactúa técnica-prácticamente con los recursos del entorno en un contexto de actividades de sustento, y sus construcciones cosmológicas mitológicas-religiosas del mismo en un contexto de ceremonias y rituales” (Ingold 2000, 56). En principio, el agua puede ser entendida como un recurso natural o como un objeto de interpretaciones simbólicas y de imaginarios construidos culturalmente.
Basta con observar la dependencia del agua que tienen las actividades agrícolas y ganaderas en los Andes para entender su importancia material. Sherbondy (1987, 118-119) plantea que la distribución que el estado incaico de los derechos a tierras y acequias en el valle de Cusco giraba en torno a un sistema de organización radial basado en la geografía hidráulica. Cada sector, conocido como ceque, estaba a cargo de una familia o ayllu y la calidad de sus tierras y la cantidad de agua con la que disponían para la agricultura estaba determinada por su estatus social. Así, las fuentes de agua originales y más abundantes pertenecían a las panacas (familia real, descendientes de un inca) con mayor estatus.
Sin duda Sherbondy muestra la importancia material del agua, pero además señala que cada acequia tenía una fuente principal de agua sobre la cual se construían lugares ceremoniales llamados huacas. Estas fuentes eran lugares sagrados pues, para los incas, la vida empezó en el agua. Ellos creían en un mar cósmico en las profundidades de la tierra de donde emergían los ríos, manantiales y lagos. Para ellos, la vida empezó en el lago Titicaca, donde todas las naciones recibieron del dios Viracocha sus símbolos étnicos, lengua y forma de vestir. Los primeros hombres fueron enviados por cauces subterráneos para emerger en los lugares que serían el centro de cada nación (Sherbondy 1992).
Este concepto fue determinante en la organización de derechos sobre tierras y acceso al agua. Un nuevo ayllu se fundaba con aguas traídas de los manantiales que se juntaban con las aguas del nuevo territorio para legitimar su posesión (Sherbondy 1992, 92). Esto evidencia que el agua era durante el incario un elemento integrado por ambas partes de las dicotomías mente/cuerpo y cultura/naturaleza, aunque probablemente esta sociedad no hizo semejante separación, y más bien la habría percibido como un todo indivisible. No se puede entender la complejidad e integralidad del agua en los Andes siguiendo un análisis puramente simbólico o puramente material.
En los Andes, el ayllu se entiende como la asamblea de los miembros de una comunidad natural y humana. Ellos están interactuando constantemente para realizar cualquier actividad cotidiana y también comparten los productos de esta relación (Apaza 1998). Por ello, cuando se dice que la Qotamama (nombre de los aymaras del sur del Perú para el lago Titicaca) es una madre que cuida y protege a sus hijos humanos (Apaza 1998), no están usando una metáfora, sino que, por su convivencia e interacción con el lago, entienden que está vivo, es autónomo y tiene agencia. En el mismo sentido, “criar agua” es una práctica que permite conseguir líquido del subsuelo, que considera una serie de cuidados que mantienen a la fuente viva gracias a un proceso de diálogo con ella en el que, tanto humanos como agua, tienen identidad y propósitos particulares y cada cual cumple un rol social en la tarea de mantener la vida. En concreto, en la práctica de criar agua, ésta se hace persona y así se la puede conocer.
Por ello las prácticas ancestrales de las sociedades andinas respecto al agua no deben reducirse a simples técnicas de manipulación del mundo natural. En su praxis, “avanzan hacia un conocimiento profundo del entorno, reconocen su interdependencia y se hacen uno con este” (Ingold 2000, 56).
4. Pensamiento, percepción animal y subjetividad en seres no-humanos
Pensar que una entidad de la naturaleza como el agua puede estar envuelta en relaciones de carácter social, antes reconocida como una capacidad exclusivamente humana, abre la puerta a pensar que la cultura, como uno de esos determinantes igualmente relegado al mundo humano, puede ser leída también desde la agencialidad de otros tipos de seres. En este caso, se analizan las posibilidades de cultura en el mundo animal, leídas desde el sentido social del lenguaje y los procesos de comunicación.
Para este análisis, es importante partir por reconocer que la antropología tiene una relación fundacional con la noción de cultura. El relativismo cultural de Boas (2007 [1896]) incluso llamó a la antropología “la ciencia de la cultura”. Lévi-Strauss, por su parte, planteó que la cultura está presente en todos los pueblos y tiene una función clasificatoria, evidente en las formas en que categorizan plantas y animales del lugar que habitan. Bajo esta óptica, aun cuando en cada grupo estas dinámicas tienen diferencias pronunciadas, en todos persiste ese esfuerzo taxonómico que responde a un mecanismo cognitivo universal del ser humano (Lévi-Strauss 1964). Logró incrustar en las bases de la antropología la idea de que la “cultura” es exclusiva a lo humano.
Estos planteamientos consideran que las estructuras simbólicas son una de las principales manifestaciones de la cultura; por lo tanto, el lenguaje verbal humano es diferenciado de otras formas de comunicación en la naturaleza. Se plantea que la comunicación es socialmente convenida y capaz de referir cosas ubicadas en distancias lejanas o hacia largos períodos de tiempo (Escandell 2011). De este modo, se genera una triangulación conceptual entre cultura, pensamiento simbólico y lenguaje, de manera tal que este último es una prolongación de la cultura. En las ciencias sociales, estos planteamientos han dado pie a una mirada racionalizante de la cultura, y en las ciencias naturales, una mirada funcional sobre el comportamiento de los animales. Esto deriva en la anulación de la subjetividad de los no-humanos, pues entender la cultura como una cualidad exclusiva de humanos lleva a pensar que solo éstos son capaces de generar y comunicar subjetividad.
Si bien el pensamiento simbólico y las características de arbitrariedad y desplazamiento del lenguaje verbal pueden ser particulares a lo humano, es pertinente cuestionar si solo la comunicación verbal pueda generar cultura y, más concretamente, si esta resulta en la única forma de expresar subjetividad. Este cuestionamiento nos remite nuevamente a Ingold y particularmente a lo que denomina una “ecología sensible” (2000,10), una perspectiva que entiende la conformación del sujeto en un continuo indisociable entre su ser cognitivo racional y su materialidad como organismo, de modo que la noción de subjetividad se expande y tanto razón como corporalidad pasan a ser elementos de la misma sustancia. Otros planteamientos que contribuyen a esta crítica son los de Milton (2002), quien argumenta que los seres humanos experimentan de forma emocional la naturaleza, sufriendo alteraciones que se manifiestan por medio de señales sensitivas.
La misma comunicación humana es mucho más que la interacción simbólica, como proponen Watzlawick et al. (1991) al afirmar que, más allá del código o los contenidos descifrables en el mensaje, las comunicaciones humanas son interacciones mediadas por conductas, comportamientos y factores tanto externos como internos que inciden en el sentido que adquiere el mensaje. En otras palabras, los procesos de comunicación humana no se agotan en los contenidos simbólicos. Comprenden también elementos extralingüísticos y no lingüísticos como la entonación, el ritmo, el volumen, los gestos, las expresiones corporales y el manejo del espacio.
Afirmar que existen referencias culturales en las formas en que los humanos se relacionan corporalmente entre sí y con el ambiente nos permite asociar la subjetividad con elementos propios del carácter orgánico del ser y, de esta manera, se abre la puerta a la manifestación de subjetividades en otros seres sensibles capaces de establecer relaciones comunicacionales más allá de las estructuras simbólicas.
En esa vía, Ingold (2000) defiende que los seres en la naturaleza proyectan permanentemente claves y pistas de lo que son a los seres del mundo circundante, afirmación que guarda relación con los planteamientos sobre el pensamiento de los no-humanos de Kohn (2013), quien argumenta que hay manifestaciones de personalidad en comportamientos que dan cuenta de la capacidad de estos seres para percibir señales indiciales e icónicas en el entorno, lo que les lleva a tomar decisiones a partir de ellas.
Esto configura pautas para reestructurar el sentido en el que entendemos la conducta animal y para encontrar formas de cultura subyacentes en ella. Por ejemplo, el caso de James, un becerro criado como una mascota que con el tiempo desarrolló un comportamiento más propio del mundo canino que del vacuno, sin por ello cambiar su condición biológica (Inside Edition 2017). Esto da cuenta de la importancia de los estímulos del entorno en la configuración del comportamiento animal.
Otro ejemplo es el antig, una práctica frecuente entre las aves que consiste en dejarse picar de una colonia de hormigas para prevenir parásitos. Aunque la práctica tenga una función fisiológica, no todas las aves la desarrollan igual y algunas lo hacen con tal frecuencia que pueden volverse genuinamente adictas, dando muestra de cómo en la aparente funcionalidad subyacen subjetividades (SciShow 2013).
Los animales pueden percibir el entorno y responder a él subjetivamente. De este modo, la cultura puede ser entendida como un atributo de todos los seres que pueden, por medio de su corporeidad, generar y expresar individualidades. Así, inspirados en Bergson (2006), podríamos decir que la diferencia entre lo humano y lo animal es de grado y no de esencia, siendo la cultura humana la forma más especializada que se conozca de configurar subjetividad, pero no por ello la única.
5. Aproximaciones del multinaturalismo amazónico al debate filosófico sobre la persona
La filosofía ha cuestionado qué es lo que otorga valor ético y capacidad para participar de la vida política a los sujetos, esbozándose respuestas desde categorías como ciudadanía, persona y dignidad. Todas ellas han estado marcadas por distintos centrismos (antropocentrismo, eurocentrismo y androcentismo), que han generado exclusiones de mujeres, sujetos étnicos y a todo sujeto no-humano ubicado en el campo de la naturaleza (Nussbaum 2007; Plumwood 1997) para justificar su dominación. Con los aportes contemporáneos de la antropología de la naturaleza y el reconocimiento de una cultura, subjetividad y agencia distinguible en otros seres no-humanos, obliga a expandir la dimensión ética y política de estos conceptos.
La condición de persona ha sido definida dentro de la filosofía política contractual desde la capacidad racional diferenciada del instinto animal (Nussbaum 2007), desde una idea de autonomía y voluntad (Kant 2012 [1785] y Cortina 2009) o una conciencia que actúa intencionalmente (Milton 2002, 27). Este modelo es el pilar estructural de los Estados democráticos contemporáneos y establece, bajo el criterio de dignidad kantiana, la condición para ser simultáneamente sujeto y objeto de justicia, otorgada exclusivamente a quienes sean un fin en sí mismo (Kant 2012 [1785]), donde la razón y solo la razón, es la facultad para establecer fines para sí misma.
No obstante, filósofos y filosofas contemporáneos como MacIntyre (2001), Nussbaum (2007) y Cortina (2009) han reabierto esta discusión desde una noción de persona que integra la animalidad y, con ello, permiten cuestionar qué es aquello merecedor de consideración ética y política. También la antropología ambiental cuestiona hoy el concepto de persona, pero lo hace mayoritariamente desde formas de pensamiento distintas a la filosofía occidental. Este es uno de los tópicos del llamado giro ontológico, una perspectiva que “reivindica la alteridad y el pensamiento ‘otro’, como motores para la apertura ontológica y la revisión de principios y axiomas del naturalismo occidental” (González-Abrisketa y Carro-Ripalda 2016, 102). Conviene retomar algunos de los planteamientos para entender cómo se llega a pensar en los animales como personas no-humanas.
Ya Levi-Strauss dejaba ver las fronteras de la persona al señalar cómo en ciertas narraciones de comunidades en Brasil los animales fueron en algún momento humanos que perdieron sus atributos (en Viveiros de Castro 2004), y es que en Latinoamérica están presentes diferentes ontologías que rompen directamente esta distinción. En los Andes, por ejemplo, el concepto a qallpadefine una fuerza común de los seres del cosmos, según la cual es la agencia la que define la especificidad de los seres y no al revés (Cavalcanti-Schiel 2007). Así, definir la persona por su agencialidad es extender el concepto más allá de lo humano, y a esto justamente apuntaría luego el multinaturalismo amazónico de Viveiros de Castro (2004, 37), proponiendo rescatar concepciones de pueblos donde “el mundo está habitado por diferentes especies de sujetos o personas, humanas y no-humanas que lo aprehenden desde puntos de vista distintos”.
Para el multinaturalismo, los animales se ven a sí mismos como personas y comparten una única cultura humana que, no obstante, toma distintas formas materiales o cuerpos que definen especies y naturalezas múltiples. Según este enfoque, existe una forma interna o espíritu: “Una intencionalidad o subjetividad formalmente idéntica a la consciencia humana” (Viveiros de Castro 2004, 39); por lo cual, “la cultura o el sujeto serían aquí la forma de lo universal y la naturaleza o el objeto la forma de lo particular” (Fernández 2011).
El trabajo de Santos Granero complementa esta visión dando cuenta de cómo, para las ontologías amazónicas, ciertos objetos, además de plantas, animales y espíritus, “son considerados como subjetividades que poseen vida social” (2012, 14). Existe una indiferenciación entre los predecesores de todos los seres vivos y objetos de la existencia, lo que es clave en la construcción de una noción de persona más allá del ser humano, que involucra objetos con agencia (Santos Granero 2012). Estos pueden compartir la esencia de sus hacedores, usuarios y poseer poderes particulares. Uzendoski y Calapucha-Tapuy (2012) van más allá al proponer que plantas, animales, ríos, árboles, insectos, rocas, montañas y otras socialidades son parte de un paisaje comunicativo amplio. Los mensajes circulan entre todos los vivientes y algunos seres no vivientes. Así, kichwa hablantes napo runa se comunican con sus “partners sociales”, desde sistemas comunicativos en pragmáticas de la vida cotidiana y realidades experienciales. Este mundo comunicativo incluye socialidades sintientes y subjetividades que aparecen en relatos contados en modos semióticos (gestos, ideofonías, musicalidad, movimientos kinestésicos del cuerpo) en una poesía somática que revela una competencia comunicativa compleja.
El trabajo de Latour establece una arista más al asumir al multinaturalismo como un concepto diplomático hacia la búsqueda de mundos comunes (Moya 2006) y como marca de superación de la separación entre sujeto y sociedad, ya que, como complementa Machado (2010), en el multinaturalismo todos son sujetos dotados de comportamiento, intencionalidad y consciencia, insertos en redes de parentesco y afinidades.
Acordar que la condición de sujeto y la agencia es común a diferentes tipos de seres y objetos desarticula la noción de derechos y cuidados como algo restringido a lo humano, según la filosofía política contractual liberal (Hobbes 2004 [1651]; Locke 1995 [1679]; Hume 2006 [1977]; Rawls 1995 [1971]). Sin embargo, es necesario considerar que las escisiones entre lo natural y lo social que definen esta visión no son atribuibles a toda la civilización occidental. Esto se evidencia en los planteamientos de ecología profunda y en los colectivos animalistas que desde Occidente abogan por considerar a animales y otros seres con calidad de “persona”, distinguiendo en ellos emociones, sentimientos, conciencia y valor moral.
Desde la filosofía occidental hay ejemplos de esas otras posturas: Aristóteles tempranamente definió al hombre como zoon politikón, es decir, “no solo como un ser moral y político, sino como ser que tiene un cuerpo animal y cuya dignidad humana, en lugar de oponerse a su naturaleza animal, es inherente a ella” (Nussbaum 2007, 99). David Hume, por su parte, desarrolló una filosofía monista donde el mundo y el ser humano son entendidos como un constructo inseparable, leídos desde la experiencia y las emociones (Hume 2006 [1977]). Los utilitaristas destacaron también la persona como un animal-humano donde el valor ético radica en su capacidad de sentir placer y dolor (Bentham 2008 [1823] y Mill (1998 [1850]), idea desde donde se desprenderá posteriormente la ética animalista de Peter Singer (1999 [1975]), quien resalta la animalidad como condición común entre humanos y otras especies.
Las concepciones de Michael Foucault y Giorgio Agamben conjugaron la política y la gestión del humano en tanto que ser viviente, destacando su condición biológica. En la filosofía más contemporánea, Nussbaum (2007) cuestiona directamente la idea de dignidad en reconocimiento de la animalidad en lo humano y Haraway (1995) por su parte señala la existencia de seres limítrofes entre animal y máquina en el mundo contemporáneo. En conjunto, estas perspectivas conducen a una dimensión común para personas humanas y no-humanas, con implicaciones éticas y políticas. Los diálogos hacia otras ontologías sumados a las puntadas integradoras de la filosofía occidental enriquecen el debate sobre aquello que hemos considerado sujeto-agente en el mundo y sobre lo que podría considerarse entonces objeto de derecho (Nussbaum 2007).
Marisol de la Cadena (2010), en otro direccionamiento, también nos lleva a repensar “lo político”, con el aparecimiento de los “seres de la tierra” (tirakuna) en protestas sociales anti-extractivas mineras, evidenciando rupturas con las formas de la política moderna. Estos actores inusuales, los otros no-humanos (cerros, lagunas, montañas) –entidades sintientes– que Occidente moderno ha asignado a la esfera de la naturaleza hacen parte y se integran a la etnopolítica en los Andes. La política moderna, atada al rechazo del “estado de naturaleza” que emerge de la distinción entre humanidad y naturaleza, es subvertida por la cosmopolítica indígena contemporánea.
6. Lecturas ontológicas de la “otredad” y la contemporaneidad occidental
Muchos de los enfoques y retos evidenciados hasta ahora se condensan en los postulados del giro ontológico de la antropología, una corriente cuya base es el reconocimiento de formas plurales de experimentar la existencia que; más que a procesos simbólicos (o culturales), responden a conceptualizaciones varias de la vida, del ser y del ambiente. No obstante, mientras algunos autores defienden esta postura señalando la alteridad radical de pueblos ancestrales respecto al naturalismo occidental, otros lo hacen desde la etnografía del mundo propio y proponen que el giro justamente permite evidenciar que la distancia entre esos “otros” y el “nosotros” no es tan amplia.
Este segundo enfoque, que algunos denominan óntico, parte de señalar que la línea de distinción entre “ellos” y “nosotros” no se puede colocar simplemente entre euroamericanos (o modernos u occidentales) y el resto. Ese mundo propio también está cargado de heterogeneidad y alteridades (Candea en González-Abrisketa y Carro-Ripalda 2016). Bajo este principio, diversos autores se han valido de etnografías de las ciencias, de abordajes emotivistas de la relación con el entorno y de los postulados del poshumanismo para señalar la incidencia de lo no-humano en la contemporaneidad.
Este enfoque óntico entiende la alteridad como una oportunidad de repensar lo propio (Latour 2013). De esta manera, abre la mirada hacia otras formas de ser y experimentar el mundo que han estado siempre “entre nosotros” y reconoce que las ensoñaciones, la emocionalidad y la imaginación también tienen lugar en Occidente.
El trabajo de Latour es uno de los mayores referentes de este enfoque y evidencia cómo la ciencia racional, como proyecto emancipador de la modernidad, nunca ha escapado de sistemas de valor arbitrarios que han favorecido la objetivación de la naturaleza y, con ello, la crisis ecológica contemporánea. Latour reconoce que, en otros sistemas de valor, es posible encontrar formas de relacionamiento menos perjudiciales para los ecosistemas y defiende que, para llegar a ellos, es necesario construir una antropología de los modernos. Por eso, desarrolla gran parte de su trabajo etnográfico “desde adentro”, desde los laboratorios y los centros del conocimiento científico, para dar cuenta de aquellas cosas y seres otros a los que atribuimos valor.
Latour (2013) describe varios tipos de seres invisibles e inadmisibles para las ciencias pero que tienen peso y agencia en la forma en que fabricamos la realidad. Para él, las conexiones reales que establecemos con cosas, animales, ideas e instituciones son una evidencia de su agencia y es esto lo que define su lugar en la existencia, e incluso el nuestro. De allí la idea de “actor-red”, considerado uno de los conceptos precursores del giro ontológico según el cual todos los seres actuantes responden a una cierta simetría sobre lo “real” que prescinde de la distinción sociedad-naturaleza. Desde un ejercicio similar, pero con un enfoque más cognitivista, Milton (2002) desarrolla su trabajo etnográfico analizando particularmente las motivaciones de los sujetos que integran diversas organizaciones ecologistas y la incidencia de la emocionalidad en sus percepciones sobre lo ambiental.
Cabe reiterar, como se presentó en la anterior parte de este artículo, que la discusión óntica se desarrolla a partir del cuestionamiento a la noción de persona, reconociendo, a la manera de Strathern, que “la idea moderna de ‘individuo’ como un ser indivisible, compacto e integrado en su delimitación con los otros, no es ni mucho menos universal” (en González-Abrisketa y Carro-Ripalda 2016, 112). Ya Wagner (2013) había usado el concepto de “fractalidad” para dar cuenta de cómo, para los melanesios, la persona no es un ser individual sino una especie de microcosmos disperso en una red de relaciones dinámicas. En congruencia con ello, De la Cadena (2010) aborda el ayllu desde la perspectiva quechua andina, como un espacio dinámico donde una comunidad de seres/personas viven, lo que incluye plantas, animales, montañas y ríos.
Haraway (1995), al igual que Latour, puede considerarse uno de los principales referentes de la corriente óntica. Se posiciona en el feminismo y los estudios de ciencia, tecnología y sociedad para afirmar que el mundo contemporáneo está marcado por la hibridación; por lo tanto, nuestra interacción con la tecnología, tanto de manera material (como en los implantes médicos y prótesis) como conceptual (en relación a la dependencia de sistemas informáticos y al relacionamiento constante con seres virtualizados); nos convierte en cyborgs, seres híbridos entre elementos del mundo de lo humano (la tecnología) y del mundo animal (el cuerpo), en seres entre lo artificial y lo orgánico. Por un lado, esto conduce a pensar que la dicotomía naturalista entre sociedad y naturaleza se desvirtúa en la cuna del proyecto moderno; por otro lado, como defiende Whitehead (2009), obliga a renovar los métodos etnográficos, pues los sujetos de estudio ahora son otros.
7. Conclusiones
Las perspectivas presentadas abren puertas a visualizar otras formas de relacionamiento e integración entre sociedad y naturaleza apartadas de las visiones dualistas y dialécticas. Estas formas de integración se evidencian en ejercicios etnográficos con comunidades no occidentales, cuyas formas de vida parten de continuidades socioecológicas, de relacionalidades entre humanos y no-humanos, también considerados “persona”. Las etnografías contemporáneas de las urbes cyborg del mundo occidental también nos permiten hacer lecturas de conexiones vitales entre entidades diversas más allá de la escisión naturalista. Además de criticar las fronteras entre lo natural y lo humano, una nueva antropología ambiental se produce en el marco de un cuestionamiento a las distinciones disciplinares. La antropología de la naturaleza no solo integra elementos de la ecología, filosofía, sociología, los estudios de ciencia y tecnología, entre otros, sino que genera un nuevo marco de producción de conocimientos y saberes que debe ser entendido tanto en su sentido transdisciplinar, como transcultural.
Los principales desarrollos conceptuales de la antropología de la naturaleza proponen un replanteamiento a conceptos clave del desarrollo histórico de la antropología, como son las nociones de cultura, adaptación, naturaleza, persona, entre otras. En estos casos, esto ocurre al reconocer que hay formas “otras” de experimentar el mundo en las cuales estos conceptos se complejizan y ya no son exclusivos a lo humano.
Los sistemas socioecológicos dan cuenta de la continuidad entre cultura y naturaleza. El giro ontológico permite un acercamiento a las ideas y prácticas que configuran formas de aprehensión del entorno más allá de la representación y el simbolismo. En los mundos andino y amazónico, estas prácticas son protagonistas y están determinadas no solo por la capacidad de acción de los humanos, sino por la agencialidad de los demás seres y entidades de la naturaleza. Las evidencias que propone la antropología ambiental de una personalidad extendida más allá de lo humano conducen a una deconstrucción de las formas de clasificación y lógicas de valor del pensamiento occidental. Otrora sustentadas en la idea de la exclusividad de las capacidades cognitivas de los humanos, que consideraba que solo estos –los humanos– podían desarrollar pensamiento racional, subjetividad y cultura. Podemos decir que, de esta manera, se perfilan nuevos retos frente a la ética y política contemporánea de los relacionamientos socioecológicos.
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