Íconos. Revista de Ciencias Sociales

Núm 64. Mayo-Agosto 2019, pp. 183-202, ISSN (on-line) 1390-1249

DOI: 10.17141/iconos.64.2019.3435

Temas

 

“Disparen contra las olas”: securitización y militarización de desastres naturales y ayuda humanitaria en América Latina

“Shoot Against the Waves”: Securitization and Militarization of Natural Disasters and Humanitarian Help in Latin America

“Disparem contra as ondas”: securitização y militarização de desastres naturais e ajuda humanitária na América Latina

 

Alejandro Frenkel*

*Dr. Alejandro Frenkel. Profesor adjunto en la Escuela de Política y Gobierno, Universidad Nacional de San Martín, Argentina.afrenkel@unsam.edu.ar (http://orcid.org/0000-0003-1140-0854).

Recibido: 20/05/2018 – Revisado: 23/07/2018 Aceptado: 22/11/2018 – Publicado: 01/05/2019

 


Resumen

La atención a desastres naturales ha cobrado un protagonismo inusitado en la agenda de seguridad latinoamericana. En gran parte, esto se debe a la reconfiguración de la amenaza producida tras el fin de la Guerra Fría y a los cuestionamientos que ha recibido la política de seguridad de Estados Unidos en la región. Frente a este panorama, Washington ha buscado instalar nuevas temáticas de cooperación que permitan mantener su presencia en la región. Con base en ello, el objetivo de este artículo es analizar el proceso de securitización de los desastres naturales como asunto de cooperación regional, comparando las iniciativas surgidas a escala hemisférica y sudamericana. Para llevar a cabo dicho estudio, se proponen dos modelos de abordaje de los desastres –denominados fisicalista y constructivista– partiendo de la premisa que el primero de estos modelos ha ganado preeminencia en la región, generando un escenario propicio para la militarización de este tipo de problemáticas.

Descriptores: desastres naturales; securitización; seguridad regional; Fuerzas Armadas; nuevas amenazas.

Abstract

The attention placed on natural disaster has obtained an unusual relevance in the security agenda of Latin America. In great part, this is due to the reconfiguration of threats produced after the Cold War and the questioning of the security policies of the United States in the region. In this context, Washington has sought to install new themes of cooperation that will allow it to maintain its presence in the region. The aim of this article is to analyze the securitization of natural disasters as an issue of regional cooperation, comparing the initiatives undertaken at the hemispherical and regional level. To take on said study, this article proposes two models of approaches to disasters – called physicalist and constructivist– based on the premise that the first of these models has obtained prominence in the region, generating a conducive scenery for the militarization of these issues.

Keywords: Natural Disasters; Securitization; Regional Security; Armed Forces; New Threats.

Resumo

A atenção aos desastres naturais recebeu um protagonismo inédito na agenda de segurança na América Latina. Em grande parte, isso é resultado da reconfiguração das ameaças produzidas após fim da Guerra Fria e pelas críticas à política de segurança dos Estados Unidos na região. Neste panorama, Washington tem procurado instalar novos temas de cooperação que lhe permitem manter sua presença na região. Com base nisso, o objetivo deste artigo é analisar o processo de securitização dos desastres naturais como assunto da cooperação regional, comparando as iniciativas que surgiram a escala hemisférica e sul-americana. Para realizar este estudo, consideramos dois modelos de abordagem dos desastres – chamados fisicalista e constructivista–, partindo do princípio de que o primeiro destes modelos vem ganhando preeminência na região, propiciando assim um quadro favorável para a militarização deste tipo de questões.

Descritores: desastres naturais; securitização; segurança regional; Forças Armadas; novas ameaças.


 

Introducción

Hasta la década de 1990, la práctica mayoritaria en torno a los desastres naturales se concentraba en mayor medida en lo que se ha denominado los “preparativos” y la “respuesta”. En un contexto atravesado por la Guerra Fría, en el que la idea de amenaza se asociaba con un ataque nuclear proveniente de otra superpotencia, este tipo de fenómenos era concebido como una agresión externa por parte de la naturaleza (McEnaney 2000).1 Los esquemas de intervención dominantes por aquellos años se basaban en acciones verticalistas que actuaban sobre un territorio y una población considerada “neutral” y lo hacían una vez ocurrido el desastre, en tanto hecho inevitable. Hewitt (1995) define que la característica central de este abordaje, al que llama “geofísico”, es atribuir a las amenazas físicas la causalidad casi única de los desastres, sin aportar contenido ni hacer referencias a las causales de orden social.

En el marco de este paradigma, las acciones preventivas, aun cuando eran aceptadas como necesarias y prudentes, no fueron objeto de gran atención por parte de los gobiernos y la sociedad en general. Por lo general, cuando se promovían estas acciones el foco estaba puesto en la modificación de las amenazas, utilizando medidas relacionadas con la ingeniería estructural y con acciones esporádicas de reubicación de comunidades localizadas en zonas de amenaza física. Tampoco, explica Lavell (2003), contaban con una institucionalidad apropiada que las promoviera, con una base legal o normativa que las apoyara ni con un consenso social que las avalara.

Hacia finales de la década de 1980 y principios de la década de 1990, sin embargo, comenzaron a surgir nuevos enfoques sobre la relación entre medio ambiente y desarrollo.2 El énfasis fue promover un mayor involucramiento de las comunidades locales en el manejo de desastres. En este marco, uno de los conceptos que se instaló por entonces fue el de “construcción social del riesgo” (Lavell 2010). Esta idea alude al hecho que, independientemente de la presencia de eventos físicos naturales adversos, es en la relación e interacción de esos eventos con la sociedad, y por medio de procesos sociales concretos, que ellos se convierten en un componente explicativo del riesgo de desastre de determinadas magnitudes. Bajo esta lógica, la característica social del riesgo y de su construcción es lo que permite pensar en su reducción, prevención, mitigación y gestión al intervenir en los contextos sociales que determinan su existencia, reconociendo a la vez que la intervención directa sobre los procesos físicos per se no es la opción más efectiva en la gran mayoría de los casos.

Esta concepción implica que las amenazas juegan su parte, pero no definen el problema por sí mismas, lo cual marca un contrapunto al abordaje de atención a desastres dominantes hasta entonces. Lo novedoso –y rupturista– de esta noción es que el riesgo de los desastres deriva de la relación dinámica y dialéctica entre las llamadas amenazas físicas y las vulnerabilidades de una sociedad o un componente en particular de la misma. De esta forma, se cuestiona el accionar de la “naturaleza” como la única variable que define la construcción de este tipo de amenazas, llevando a que los desastres no sean únicamente “naturales”, sino que también puedan ser “socionaturales” o “antropogénicos”.3 La Conferencia mundial por un mundo más seguro en el siglo XXI, de 1994, resultó determinante para la expansión de este nuevo enfoque en la “comunidad internacional”.

En función de lo anterior, entrada la década de 2000, se pueden identificar dos modelos de abordaje en materia de atención a desastres naturales, contrapuestos en varios sentidos: el modelo fisicalista por un lado, y por otro, aquel denominado constructivista.

El modelo fisicalista fue el que predominó casi exclusivamente hasta finales de la década de 1980 y principios de la de 1990. Entre sus premisas centrales, este modelo asume que los desastres son productos de extremos de la naturaleza, en tanto “sucesos inevitables” que impactan una sociedad neutra o inocente. En función de ello, se hace hincapié en la respuesta y la intervención post factum, de manera verticalista, por parte de las agencias estatales nacionales e internacionales. El centro de la acción se encuentra, entonces, en las capacidades y los medios para afrontar el desastre en tanto amenaza, relegando a las comunidades locales a un rol de objeto pasivo y receptor de la intervención.

En contraposición, la opción constructivista concibe los desastres como un factor de riesgo socialmente construido. Esto implica que, más allá de los sucesos físicos naturales, es en la relación e interacción de esos eventos con la sociedad que ellos se convierten en un componente explicativo de las condiciones de exposición y vulnerabilidad. A partir de ello, el énfasis está puesto en la prevención, mitigación y gestión horizontal del riesgo, privilegiando el rol de las comunidades locales tanto en el manejo de desastres como en la reducción del riesgo. Asimismo este modelo asume que los desastres representan “problemas no resueltos del desarrollo”, resaltando la necesidad de un abordaje social que procure un entendimiento de los procesos y actores sociales que contribuyen a su construcción. Aquí, el punto nodal de la idea de desastre no se encuentra en las amenazas físicas externas sino en el riesgo y la vulnerabilidad de las sociedades.

A lo largo de las últimas décadas, estos dos modelos no solo estuvieron presentes en las instituciones y regímenes globales, sino que también se materializaron en un entramado de instituciones hemisféricas, regionales y normativas nacionales. En el caso de América Latina, esto configuró progresivamente distintas formas de abordar la problemática de las catástrofes y la ayuda humanitaria. Como se explicará a continuación, la mayor parte de estas instancias desarrolló programas cercanos al modelo constructivista, enfatizando en la prevención, mitigación e involucramiento de las comunidades locales en la gestión del riesgo.

No obstante, el enfoque fisicalista no desapareció como marco referencia para abordar los desastres. Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 (11S), Estados Unidos redobló los esfuerzos por articular la seguridad hemisférica alrededor de amenazas no tradicionales como narcotráfico o terrorismo. Sin embargo, el consenso por incorporar a las “nuevas amenazas” no fue unánime entre los países del continente. A raíz de ello, Washington buscó establecer una agenda “positiva” de cooperación mediante una multiplicidad de iniciativas de cooperación bilateral y multilateral con base en una securitización de los desastres naturales.4 Este movimiento securitizador, asimismo, dio pie para que se planteara una militarización negativa de las Fuerzas Armadas, propiciando que los sistemas de defensa de los países de la región se involucraran en la “lucha” contra este tipo de fenómenos.5 En la práctica, esto significó un reposicionamiento del enfoque fisicalista en la región, en tanto el énfasis de las iniciativas se centró en la respuesta y la intervención post factum, de manera verticalista, por parte de las agencias de seguridad, las cuales se sitúan a la par o por encima de las instancias civiles.

En función de lo anterior, el objetivo de este artículo es analizar el proceso de securitización de los desastres como temática de cooperación en la región. Para llevar a cabo dicho estudio, se toma como referencia los dos modelos mencionados y se explica cómo surgen y de qué manera se han reflejado en las distintas instancias y organismos en el espacio interamericano, subregional y nacional. Para dar cuenta de estos procesos, el trabajo se sustenta en un análisis cualitativo de contenidos, discursos y “constelaciones políticas sobre preocupaciones comunes de seguridad” (Buzan et al. 1998, 86). Los indicadores, en este caso, fueron elaborados mediante el análisis de documentos oficiales, planes de acción, normativas, propuestas e iniciativas planteadas a escala nacional, regional y hemisférica durante los últimos años.

 

El consenso constructivista en el espacio interamericano

En 1994 se celebró en Yokohama, Japón, la Conferencia mundial por un mundo más seguro en el siglo XXI. El objetivo principal de dicho cónclave fue revisar los logros del decenio y los desafíos futuros en materia de reducción de desastres. Desde diferentes perspectivas políticas y operativas, en Yokohama se destacaban los vínculos entre la reducción de este tipo de fenómenos, la prevención, la vulnerabilidad y el desarrollo sostenible.6

A su vez, tomando los principios de Yokohama, los Estados miembros de la Organización de Naciones Unidas (ONU) elaboraron, en el año 2000, la Estrategia Internacional para la Reducción de los Desastres (EIRD). El objetivo fundamental de la EIRD era lograr una reducción considerable de las pérdidas que ocasionan los desastres, al igual que construir comunidades y naciones resistentes como condición fundamental para el desarrollo sostenible (ONU 2000). En 2005, la ONU organizó la Conferencia mundial sobre la reducción de los desastres, con el objetivo de debatir las herramientas necesarias para la implementación de la EIRD. El resultado de dicha cumbre se plasmaría en el documento Marco de acción de Hyogo para 2005-2015: aumento de la resiliencia de las naciones y las comunidades ante los desastres (ONU 2005) y en un Plan de acción. Desde el punto de vista conceptual y práctico, tanto la EIRD como el Marco de acción de Hyogo constituyeron un hito en el abordaje de los desastres al establecer un modelo de asistencia humanitaria basado en los principios constructivistas: mayor participación de las comunidades, énfasis en la reducción de los riesgos y vulnerabilidades, y prevención y preparación antes que la respuesta a los eventos una vez ocurridos.

Al poco tiempo, el marco diseñado en el ámbito global tuvo su correlato en el espacio interamericano: con el paso de los años se conformó en el seno de la Organización de Estados Americanos (OEA) un entramado de mecanismos, programas e instancias relativas a la atención a desastres naturales. La Red Interamericana de Mitigación de Desastres (RIMD); el Programa Interamericano para el Desarrollo Sostenible; el Plan Estratégico Interamericano para la Política sobre Reducción de Vulnerabilidad, Gestión de Riesgos y Respuesta frente a Desastres (PEIA) y el Comité Interamericano para la Reducción de Desastres Naturales (CIRDN) constituyen sus elementos principales.

Como parte de este proceso, en 2008 la Asamblea General de la OEA encomendó al Consejo Permanente que impulsara una actualización de los mecanismos de coordinación con base en los lineamientos del Marco de acción de Hyogo y en los principios de la EIRD. Asimismo, la Asamblea instó a los Estados miembros a promover un debate sobre la gestión preventiva de desastres y facilitar posibles mecanismos para trabajar conjuntamente con organismos regionales que incluyeran la participación de la comunidad en el desarrollo de herramientas de prevención (OEA 2008).

Sobre la base de estas resoluciones, en 2009 se aprobó la conformación del Grupo de Trabajo Conjunto del Consejo Permanente y de la Comisión Ejecutiva Permanente del Consejo Interamericano para el Desarrollo Integral (CEPCIDI) sobre mecanismos existentes para la prevención y atención en casos de desastres y asistencia humanitaria. En líneas generales, el objetivo del Grupo era realizar un diagnóstico de los mecanismos normativos y de coordinación en materia de desastres naturales y asistencia humanitaria y contemplar la conveniencia de su actualización (OEA 2009). El resultado de este proceso se materializó en la elaboración del Plan interamericano para la prevención, la atención de los desastres y la coordinación de la asistencia humanitaria (OEA 2012).

El nuevo Plan constituyó un claro indicador de la preferencia por el modelo constructivista de atención a desastres. Tomando como eje a la EIRD, se enfatizan dos puntos: en primer lugar, la necesidad de fortalecer la gestión local y comunitaria del riesgo de desastres por sobre las acciones de respuesta. En segundo lugar, profundizar la cooperación a escala regional y subregional desde los mecanismos civiles existentes. Pero esta posición no quedó limitada a las instancias técnicas: los propios presidentes de la región reafirmaron esta postura en el marco de la Cumbre de las Américas de 2012.

En paralelo a los avances globales e interamericanos, también se produjo un aumento de la cooperación entre los mecanismos subregionales de América Latina y el Caribe.7 El común denominador de estos mecanismos es que otorgan a las instancias civiles la responsabilidad primaria de atender lo relativo a desastres y establecen como objetivos principales la reducción del riesgo y la vulnerabilidad mediante el fortalecimiento de las comunidades locales. Es decir, estas instancias también proponen un abordaje basado en las premisas del enfoque constructivista.8

Ahora bien, el surgimiento y expansión del modelo constructivista –tanto a escala global como regional– no significó que el enfoque fisicalista perdiera legitimidad y desapareciera de la escena. Como afirma Mansilla (2006), después del intenso debate que se generó durante la segunda mitad de la década de 1990 y a comienzos del siglo XXI, se produjo un retorno del conservadurismo que privilegió los preparativos y la atención de desastres. En consecuencia, las prácticas en torno al riesgo y los desastres continuaron siendo eminentemente reactivas, desechando todo planteo orientado a implementar transformaciones sustanciales en las condiciones de riesgo prevalecientes.

Este “giro conservador” en la manera de abordar los desastres no fue casual, sino que se dio en un contexto global legitimador: el proceso de macrosecuritización de las agendas gubernamentales que tuvo lugar tras los atentados del 11S (Hirst 2006; Buzan y Wæver 2009) y en el que la atención a catástrofes ambientales no fue una excepción (Wæver 2009). En este marco, Estados Unidos redobló sus esfuerzos por expandir el concepto de seguridad hacia áreas no tradicionales. Este movimiento, asimismo, vino de la mano de un resposicionamiento del enfoque fisicalista en la región: a partir de allí proliferaron iniciativas nacionales, bilaterales y regionales centradas en la intervención y la respuesta a posteriori de los hechos.

 

La securitización de los desastres en la región y la reemergencia del modelo fisicalista

Durante la Guerra Fría, la seguridad hemisférica estuvo prácticamente articulada alrededor de la lucha contra el comunismo. Con la caída del Muro de Berlín, no obstante, comenzaron a surgir en la región voces que expresaban la necesidad de redefinir los mecanismos interamericanos de seguridad, en la medida en que los consideraban ineficaces frente a los cambios operados en el sistema internacional (Cope 1998; Cabañas y Castañeda 2006; Pagliai 2006). Como parte de esta “crisis”, la región entró en un escenario de caracterizado por un “déficit de amenazas” (Battaglino 2015).9

Si bien los parámetros del “nuevo orden mundial” trazados por Estados Unidos implicaban una supremacía de los asuntos económicos sobre los temas de seguridad, el déficit de amenazas que experimentó la región no resultó del todo convincente para la potencia hegemónica. Es que, más allá del reordenamiento en las prioridades, la seguridad y la estabilidad del continente siguieron siendo una condición necesaria para la sostener la hegemonía. En este marco, Estados Unidos buscó introducir a las “nuevas amenazas” –especialmente narcotráfico y crimen organizado– como las principales preocupaciones de la agenda hemisférica.10

A raíz de esta renovada estrategia, los países latinoamericanos comenzaron a experimentar presiones para borrar las fronteras entre seguridad interior y seguridad exterior, involucrando a las Fuerzas Armadas en tareas policiales (Tokatlian 2008). En este escenario, ya sea por las presiones norteamericanas, por la incapacidad del resto de los estratos de la administración pública o por una combinación de ambas, la preocupación en torno a la seguridad de una parte importante de los países latinoamericanos pasó a centrarse en un conjunto de problemáticas de carácter transnacional y no estatal. Narcotráfico, terrorismo, crimen transnacional organizado o inmigración ilegal son algunas de ellas. Con matices, esto se hizo especialmente visible en América Central y en la región andina. Por otra parte, en aquellos países en los que regía una separación más marcada entre defensa externa y seguridad interna, comenzó a hacerse más común la apelación a la excepcionalidad para la utilización de los militares en funciones no tradicionales.11

Los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York el 11S profundizaron la tendencia a militarizar las agendas estatales y la presión por alcanzar consensos en el ámbito de la seguridad fue en aumento. En este contexto, la Declaración sobre seguridad en las Américas de 2003 afirmó el concepto de seguridad multidimensional, consolidando el paradigma de las “nuevas amenazas” en la región. Como aspecto novedoso, dicho documento incorporaba los desastres como uno de los factores de riesgo para la seguridad de los países americanos (OEA 2003).

Para entonces, la securitización de los desastres no era ninguna novedad dentro de la política exterior de Estados Unidos. La Estrategia de Seguridad Nacional (ESN) de 1997 ya ubicaba a los desastres naturales –junto con las armas de destrucción masiva, el terrorismo y el sabotaje de los sistemas de información– como una de las “fuerzas destructivas” que “ponen en peligro a nuestros ciudadanos” (The White House 1996).12 Definiciones similares aparecieron en las posteriores ESN, cobrando mayor protagonismo en el contexto de la Guerra Global contra el Terror (GGT).13 Como muestra sintomática de este proceso, luego de los ataques del 11S, la Agencia Federal de Administración de Emergencias de Estados Unidos pasó a depender directamente del Departamento de Seguridad Nacional (Homeland Security).

No obstante lo anterior, los movimientos securitizadores no lograron un consenso unánime entre los países del continente. Los escasos resultados acumulados en la utilización de las Fuerzas Armadas en el combate al narcotráfico y crimen organizado redundaron en la aparición de posturas críticas que reclamaban un cambio de paradigma.14 Sumado a ello, el combate al terrorismo, considerado un asunto prioritario para Estados Unidos tras el 11S, no logró ser internalizado por las sociedades latinoamericanas como una amenaza de relevancia o, en todo caso, no fue considerado una problemática que ameritara la intervención prioritaria de las agencias de seguridad.15

Este derrotero de marchas y contramarchas en la identificación de amenazas comunes se profundizó con la llegada de gobiernos de centroizquierda a comienzos del siglo XXI y su cuestionamiento al comportamiento unilateral por parte de Estados Unidos.16 Como resultado, se incrementó la desconfianza hacia a la política regional de Washington tanto en el plano económico y político, así como también en el de defensa y seguridad. Ante este escenario, el país norteamericano centró sus esfuerzos en establecer una agenda “positiva” de cooperación que permitiera mantener sus escalas de influencia y presencia en la región, y al mismo tiempo, esquivar el menú de cuestionamientos. Precisamente el eje de esa agenda “positiva” estuvo en la multiplicación de ofertas de cooperación bilateral y multilateral en materia de desastres. El Comando Sur de Estados Unidos (US SOUTHCOM) fue el principal brazo ejecutor de este movimiento de securitización basado en acciones de cooperación regional. En 2008, este organismo militar dependiente del Departamento de Defensa elaboró un documento titulado US Southern Command Strategy 2018: Partnership for the Americas,17 en el que se establece a los desastres naturales como una de las amenazas principales del hemisferio.18 A raíz de ello, dicho documento propone incrementar las actividades y financiamiento para asistencia humanitaria y fomentar la participación de los países del continente en los ejercicios vinculados con desastres naturales patrocinados por el Gobierno norteamericano (US SOUTHCOM 2008).19

En 2017, el Comando Sur publicó un nuevo documento de posicionamiento estratégico –denominado Theater Strategy 2017-202720–, en el cual se sostienen lineamientos similares al anterior. Según se afirma, se deben destinar sus esfuerzos de capacitación y cooperación “a mejorar la gestión contra amenazas internas, la seguridad de sus fronteras, la reacción ante los desastres naturales y la prestación de servicios esenciales como la atención médica y apoyo de infraestructura” (US SOUTHCOM 2017).

Asimismo, entre ambos documentos estratégicos del Comando Sur, el Departamento de Defensa publicó en 2012 la Western Hemisphere Policy Statement21 –una especie de libro blanco con la política de seguridad hacia la región–. Dicho documento no solo afirma la necesidad de que Estados Unidos sea el socio privilegiado de la región, sino que también sostiene que los principales desafíos a la seguridad hemisférica ya no se vinculan con conflictos entre Estados o con grupos políticos insurgentes. Las amenazas a la paz y estabilidad, en cambio, provienen de cuestiones como el narcotráfico, las pandillas, el terrorismo y, también, de los desastres naturales. Este tipo de amenazas, agrega el documento, tienen como particularidad que no reconocen las fronteras nacionales, tornando fundamental la cooperación en instancias multilaterales. Como último aspecto a destacar, el documento sostiene –agregando una impronta de excepcionalidad– que, en buena parte de los países de la región, las capacidades de los actores civiles se ven sobrepasadas, lo cual lleva a los dirigentes políticos a profundizar la dependencia de las Fuerzas Armadas a la hora de implementar las tareas humanitarias (US Department of Defense 2012).

Ahora, además del factor militar, lo anterior expone que el sistema de ayuda humanitaria y atención a desastres que propone el Comando Sur se articula con base en las premisas del modelo fisicalista: el hincapié está colocado en la respuesta y la intervención post factum, de manera verticalista, por parte de las agencias de seguridad, las cuales se sitúan a la par o por encima de las instancias civiles.

Las acciones en Haití luego del terremoto que en 2010 devastó al país caribeño marcaron un claro ejemplo del movimiento de securitización de los desastres impulsado por Estados Unidos y del reposicionamiento del modelo fisicalista. En efecto, la primera acción del Gobierno norteamericano ni bien ocurrido el sismo fue el despliegue de fuerzas militares, quienes a su vez tomaron el control operativo del único aeropuerto internacional que quedó en funcionamiento y de los puertos marítimos del país. Esto permitió a los militares estadounidenses administrar de forma casi exclusiva la ayuda humanitaria proveniente del exterior.22

En paralelo, la ONU solicitó, apelando a una situación de emergencia, que los países que tuvieran tropas desplegadas en el marco de la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (MINUSTAH) no realizaran la rotación prevista, con el fin de facilitar la coordinación y dotación de recursos humanos. A raíz de ello, hubo países que mantuvieron su personal por más tiempo que el estipulado y reforzaron el número de efectivos. En otro ejemplo de cómo el terremoto legitimó la securitización de la atención a desastres, la Conferencia de las Fuerzas Armadas Centroamericanas (CFAC) activó su Unidad Humanitaria y de Rescate (UHR-CFAC) y envió unidades a la isla.

La decisión por parte del Gobierno norteamericano de reactivar la IV Flota en el año 2008 constituyó otro eslabón en la cadena de la militarización de la agenda de cooperación en materia de desastres. Ante la inquietud que despertó por entonces la reactivación de esta unidad –disuelta en 1950– el jefe del Comando Sur, almirante James Stavridis, sostuvo que “la IV Flota está designada específicamente para cinco misiones: respuesta a desastres naturales, operaciones humanitarias, de asistencia médica, contra el narcotráfico y cooperación en asuntos de medio ambiente y tecnología” (Gallo 2008). En efecto, una de las primeras misiones de la IV Flota fue la realización de un ejercicio de “ayuda humanitaria” en Nicaragua.

Este movimiento de securitización de los desastres se trasladó también a las instancias hemisféricas. Organismos de carácter militar como la Junta Interamericana de Defensa (JID) o foros como la Conferencia de Ministros de Defensa de las Américas (CMDA) incorporaron a los desastres entre sus discusiones, hasta el punto de proponer la creación de planes y mecanismos multilaterales de coordinación.

En todas las declaraciones de la CMDA –desde su primera conferencia en 1995 hasta la última en Trinidad y Tobago en 2016– pueden encontrarse referencias a las acciones ante desastres naturales. No obstante, la impronta militarista cobró mayor fuerza en la novena conferencia (CMDA 2010), cuando un grupo de países comandado por Estados Unidos presentó una propuesta para institucionalizar un sistema hemisférico de respuesta a desastres, basado en las capacidades exclusivas del ámbito militar.23 Sumado a lo anterior, la JID (2012) elaboró un Plan para mejorar la orientación y asesoría de la JID al Sistema Interamericano en casos de desastres. El Plan, solicitado por la OEA, condesaba la propuesta estadounidense de la CMDA y agregaba una serie de modificaciones que, en términos sustanciales, mantenía el espíritu del instrumento inicial.

Un nuevo asalto se dio en la siguiente CMDA (2012), cuando Chile presentó una nueva propuesta de mecanismo hemisférico bajo el nombre de Sistema de Cooperación de Asistencia Humanitaria (SICAHUM). Más allá de que contenía algunas diferencias respecto a las iniciativas anteriores (como haber quitado a la JID algún tipo de función), la nueva propuesta se mantenía dentro del esquema fisicalista de atención a desastres, al desestimar el rol de las comunidades locales y privilegiar las acciones multilaterales e internacionales a posteriori de los acontecimientos.

Como denominador común, todas las propuestas colocaban a las Fuerzas Armadas al mismo nivel que los órganos civiles en los dispositivos de asistencia humanitaria, estableciéndolas como el primer actor en responder ante un desastre. Esta igualación de los aparatos de defensa a las instancias civiles y el foco en la actuación “desde arriba”, una vez ocurrido el hecho hacían ostensible la preeminencia de enfoque fisicalista de la atención a desastres, lo cual puso en tela de juicio el consenso constructivista que se venía articulando en los mecanismos y programas regionales inspirados en el Marco de acción de Hyogo y la EIRD.

Ninguna de las iniciativas, sin embargo, logró el consenso necesario para su implementación: mientras algunos países reivindicaron el enfoque de la prevención y la conducción civil que promovían los mecanismos y planes vigentes en el seno de la propia OEA, otros Estados, sobre todo aquellos más alineados con Estados Unidos, argumentaron que ello no impedía avanzar también en el plano militar (Frenkel 2016).

 

En Sudamérica también se consigue: el Consejo de Defensa Suramericano y la atención a desastres

A pesar que, como se vio anteriormente, Estados Unidos se constituyó como el principal actor securitizador de los desastres a escala hemisférica, lo cierto es que los movimientos orientados a transformar los desastres en una amenaza a la seguridad no quedaron limitados al ámbito interamericano. En marzo de 2008, los 12 presidentes de América del Sur crearon una nueva instancia de integración regional: la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR). En diciembre de ese mismo año, la UNASUR estableció el Consejo de Defensa Suramericano, órgano de consulta, cooperación y coordinación en materia de defensa.

Paralelamente al debate que se daba en el plano hemisférico, las discusiones sobre el rol de las Fuerzas Armadas en la atención a desastres comenzaron a aparecer en el seno del Consejo de Defensa Suramericano. Perú fue uno de los principales impulsores, liderando, entre 2010 y 2012, una variedad de actividades. Entre ellas se destacan el seminario denominado La participación de los Ministerios de Defensa y las Fuerzas Armadas ante desastres naturales; la realización de un ejercicio virtual conjunto en Punta Callao24 y la organización de un Taller para proponer mecanismos de cooperación entre los Ministerios de Defensa para responder ante desastres naturales.25

Asimismo, para el año 2014, el país andino asumió la responsabilidad de elaborar un Atlas de mapas de riesgo de desastres naturales en Suramérica.26

Brasil y Chile también propusieron actividades en la materia, tales como la realización de talleres para la elaboración de mapas de riesgo de desastres naturales o un ejercicio combinado regional a la carta –denominado UNASUR VI– en el caso del país transandino;27 y la confección de un inventario de capacidades de defensa de los Estados y un mecanismo para la respuesta a los desastres, en el caso del Brasil.28 En líneas generales, las iniciativas impulsadas al interior del Consejo de Defensa Suramericano también estaban basadas en las premisas del enfoque fisicalista. El caso de los mecanismos de cooperación esbozados en las actividades bajo responsabilidad peruana y brasileña es un ejemplo ilustrativo, en tanto los mismos no se diferencian del plan elaborado por la JID o del sistema de coordinación hemisférico presentado por Chile ante la CMDA: en todos ellos predominan las Fuerzas Armadas como el instrumento central de las acciones de cooperación y no se plantean instancias de coordinación y/o subordinación con los organismos civiles. Sumado a ello, cualquier referencia a la prevención o la participación de las comunidades locales está totalmente soslayada.

Ahora bien, cabe destacar que este movimiento a escala sudamericana estaba legitimado por contextos domésticos que habilitaban la transformación de los desastres en un tema de seguridad y, por consiguiente, la inclusión de las Fuerzas Armadas como uno de los instrumentos para “enfrentarlos”. Por mencionar un caso, en febrero de 2010 se produjo en Chile un devastador terremoto que dejó un saldo de centenares de víctimas fatales, la destrucción total de aproximadamente 500 mil viviendas y más de dos millones de damnificados. Como resultado de la catástrofe, el Gobierno chileno decretó el estado de excepción en las regiones afectadas y movilizó tropas del Ejército con el objetivo de “garantizar la situación de orden público en la zona más afectadas y acelerar la entrega de ayuda” (El País 2010).29

Algo similar sucedió en Argentina, cuando las inundaciones de abril de 2013 en la ciudad de La Plata significaron un inédito despliegue de medios y efectivos militares. Como consecuencia de ese episodio, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner ordenó una reasignación de funciones y recursos, y dispuso la creación de la Secretaría de Coordinación Militar de Asistencia en Emergencias. La asociación entre la idea de emergencia –propia del movimiento de securitización– y utilización de las Fuerzas Armadas en la atención a desastres se explicitó en las declaraciones de la entonces mandataria al explicar la medida: “Allí donde hubo una emergencia, los primeros que llegaron fueron nuestros soldados” (Fernández Mainardi 2015).

 

Conclusiones

A lo largo del artículo pudo apreciarse que los dos modelos de atención a desastres –constructivista y fisicalista– tuvieron sus expresiones en diversos foros continentales y regionales. Mientras que en el primero son las instancias civiles las que predominan en el diseño, planificación e implementación de las acciones, las iniciativas asociadas con el enfoque fisicalista suelen otorgarle un marcado protagonismo a las agencias de seguridad.

Como segundo aspecto a destacar queda claro que, en función de las condiciones que posibilitan los procesos de securitización, existe un actor determinado –en este caso, Estados Unidos– con la capacidad para definir un asunto a “securitizar” e incidir en la definición de la agenda regional. En esta ocasión, situando a los desastres naturales como una amenaza hacia los Estados, las sociedades y los individuos del continente. Como bien señala Héctor Saint-Pierre, las amenazas son el resultado de un esquema de percepción subjetiva que, en el caso de la política, remiten a una unidad decisoria (Saint-Pierre 2003). En este sentido, también puede decirse que existen determinadas condiciones que habilitan esta securitización: la región se caracteriza por un déficit de amenazas tradicionales en lo que hace a los sistemas de defensa, lo cual deja un vacío susceptible de ser “llenado” con otros aspectos. Esto, desde ya, no es nuevo sino que se ha dado desde el fin de la Guerra Fría y el auge de las “nuevas amenazas”. Aun así, también es cierto es que este conjunto de amenazas no tradicionales nunca logró instalarse de manera predominante en la región, e incluso, gobiernos de países que abrazaron tempranamente sus postulados, como Colombia, se han vuelto críticos de la denominada “guerra contra las drogas”. A una escala mayor, podemos mencionar los cuestionamientos a la GGT desplegada por Estados Unidos tras el 11S. En este sentido, la “macrosecuritización” del escenario internacional actuó como otro de los contextos que legitimaron la ampliación de los asuntos de seguridad hacia otras áreas, como fue el caso de la atención frente a desastres.

Lo anterior denota un tercer aspecto a señalar: que el escenario regional está definido por movimientos complejos y contradictorios. Por un lado, parecería haber un terreno fértil que posibilita la introducción de nuevas problemáticas de seguridad. Pero, al mismo tiempo, existen resistencias para involucrar a los instrumentos militares y de seguridad en determinados asuntos que requieren, más bien, un abordaje por parte de otras áreas del Estado. Con base en ello, sería conveniente profundizar el análisis y delinear un panorama más certero respecto a otro de los factores que configuran un proceso de securitización: la disposición psicocultural de la audiencia para aceptar y legitimar que determinado asunto se transforme en un problema de seguridad. Como se mencionó con el caso del terrorismo, un breve estudio por los sondeos de opinión pública en la región revela que esta problemática no aparece entre las preocupaciones de las sociedades latinoamericanas, lo cual dificulta su securitización (y, al mismo tiempo, contribuye a profundizar el déficit de amenazas vigente en la región). En el caso de los desastres, resulta más difícil encontrar herramientas que permitan evaluar la disposición de las sociedades, más allá de las medidas adoptadas por los Estados. Aun así, la existencia de discusiones, propuestas e iniciativas concretas en los marcos hemisféricos y regionales denota una disposición de buena parte de los países de la región respecto a incorporar los desastres como un asunto de seguridad.

De todas formas, hay un aspecto que resulta determinante para cualquier evaluación: los países latinoamericanos, como es sabido, no se encuentran entre los países más desarrollados del planeta. Entre tantas cuestiones, esto se traduce en serios problemas de infraestructura y desarrollo de capacidades “civiles” para prevenir e intervenir sobre los desastres naturales. En última instancia, podría decirse que estas limitaciones operan sobre la disyuntiva de cuáles son las agencias o dependencias estatales que intervienen frente a los desastres. Mientras que el enfoque constructivista deposita la responsabilidad primaria en las agencias civiles, relegando a los militares un rol subsidiario, la mirada fisicalista opta por una mayor participación de los uniformados, otorgándoles mayores roles y responsabilidades, pasando por alto los riesgos que implica la militarización de tales iniciativas. Además de incrementar la potencial permeabilidad a los intereses de aquellos países que ofrecen amplios y seductores programas de cooperación, la militarización de los desastres implica otros riesgos para las naciones: desvirtuar las misiones fundamentales de las Fuerzas Armadas; profundizar las tendencias a erosionar las fronteras entre defensa externa y seguridad interior o, lo que más grave, poner en entredicho la supremacía de las agencias civiles. En este sentido, la securitización y militarización de los desastres resulta un indicador palpable de las deficiencias en materia del control civil que aún persiste en América Latina. Deficiencias que, como acertadamente señala Rut Diamint (2004), terminan afectando la consolidación de la democracia.

Ahora bien, también es cierto que la falta de recursos y capacidades civiles en materia de atención a desastres hace que los gobiernos nacionales y subnacionales se vean empujados a recurrir a las capacidades logísticas que poseen las Fuerzas Armadas. Por ende, la militarización de la temática muchas veces supone una realidad impuesta para los Estados latinoamericanos, debiendo asumir los riesgos de involucrar a los sistemas de defensa en este tipo de problemáticas. Sobre este aspecto, resulta necesario hacer una diferenciación geográfica: es probable que los países de América Central y el Caribe sean quienes mayor disposición tienen para legitimar el proceso securitizador de los desastres. Ya sea porque son los más propensos a sufrir este tipo de fenómenos, porque se encuentran entre los más pobres de la región o porque integran lo que Estados Unidos considera su cordón inmediato de seguridad. Un repaso por las posturas de estos países en los foros regionales y hemisféricos parecería avalar esta presunción.

El último punto a resaltar tiene que ver con que el ámbito sudamericano tampoco ha escapado al proceso de securitización de los desastres. En líneas generales, muchas de las iniciativas consensuadas en los distintos planes de acción del Consejo de Defensa Suramericano no difieren de los esquemas fisicalistas planteados en la OEA. De hecho, algunos de los países sudamericanos que apoyaron la institucionalización de un esquema hemisférico de atención a desastres –como Chile y Perú– fueron también los más activos en proponer iniciativas al interior del Consejo de Defensa Suramericano. Esto no resulta incoherente si se tiene en cuenta que este grupo de países mantiene una estrecha relación bilateral con Estados Unidos en el plano militar.

Sin embargo, considerando que la UNASUR representó, para otros de sus integrantes, una herramienta de construcción de autonomía frente a Estados Unidos, la resistencia a los movimientos de securitización en el ámbito hemisférico se debe más a la (falta de) legitimidad del actor que impulsa el proceso de securitización, que al abordaje en términos constructivistas o fisicalistas. Que Brasil haya sido uno de los “actores securitizadores” en el ámbito de la UNASUR, o que Argentina –uno de los países que expresó mayores diferencias con Estados Unidos en el ámbito interamericano– haya otorgado atribuciones excepcionales a los militares para incrementar su competencia en este tipo de problemáticas constituyen elocuentes ejemplos de ello.

 

Notas

1 La autora desarrolla en su obra la asimilación del “ataque de la naturaleza” al “ataque de un enemigo externo”, como podía ser la Unión Soviética.

2 El llamado discurso de la modernización ecológica o el movimiento de justicia ambiental, aunque antagónicos en algunos de sus preceptos, constituyen expresiones de estas nuevas corrientes.

3 Reconociendo la diversidad semántica y conceptual, se tomará la noción de “desastres” como término genérico. Es decir, su utilización va más allá de las implicancias que tienen los distintos modelos de abordaje que se plantean más adelante.

4 El concepto de securitización fue introducido inicialmente por Ole Wæver (1989) en un contexto de cuestionamientos al enfoque tradicional de seguridad que predominó durante la Guerra Fría, centrado en los Estados y en las amenazas de carácter militar. A partir de allí, el concepto tuvo sucesivos desarrollos dentro de la denominada Escuela de Copenhague (Buzan et al. 1990; Wæver et al. 1993; Wæver 1995; Buzan et al. 1998; Buzan y Wæver 2003) hasta volverse un tópico ampliamente abordado y discutido dentro del campo de los estudios de seguridad internacional (Huysmans 2000; Williams 2003; Balzacq 2005; Stritzel 2007). Con base en estas discusiones, entendemos por securitización el proceso intersubjetivo –impulsado por uno o más actores particulares– por el cual determinados asuntos de la agenda pública se vuelven asuntos de una “amenaza” a la seguridad que, a su vez, pasan a requerir de medidas de contención de carácter excepcional. Para que dicho proceso tenga lugar de manera efectiva, debe darse una configuración de circunstancias compuesta por varios factores entrelazados: en primer lugar, debe haber un contexto que habilite la percepción de una amenaza existencial. En segundo lugar, tiene que generarse una disposición psicocultural de la audiencia para aceptar y legitimar tal securitización, y en última instancia, se requiere que los actores que impulsan el proceso tengan determinada posición de poder que les permita una incidencia real sobre la agenda pública. Como resultado, se dota a esta “amenaza” de un carácter prioritario en la agenda política y con ello se justifica la vulneración de determinados procedimientos y garantías, y/o la asignación de recursos excepcionales –económicos, políticos o jurídicos– para dar respuesta (Verdes-Montenegro Escanez 2015).

5 Siguiendo a Eissa y Gastaldi (2014), entendemos la militarización negativa como el proceso por el cual las Fuerzas Armadas desvirtúan su función principal –esto es, ser el instrumento encargado de aplicar el monopolio de la violencia legítima de los Estados en el ámbito externo– asumiendo, en cambio, funciones propias de las Fuerzas de Seguridad y autonomizándose de las instancias políticas y democráticas. Frente a esta noción, los autores anteponen el concepto de “militarización positiva”, entendida como el retorno de las Fuerzas Armadas a su función principal; esto es, la defensa externa de un país. Este tipo de militarización, explican, se produce por la combinación de cuatro dimensiones: una limitación en el uso de la fuerza de los militares (es decir, reducida a la legítima defensa; una adecuación del instrumento de política pública a la naturaleza del problema; una conducción civil de las Fuerzas Armadas y una “ciudadanización” de los uniformados.

6 El documento emanado de la Conferencia reflejó este viraje en la forma de abordar este tipo de fenómenos. Entre otras cosas, allí se destacaba que “la prevención de desastres, la mitigación de sus efectos y la preparación para casos de desastre son mejores que la reacción una vez ocurrido uno. La reacción ante un caso de desastre no basta por sí sola pues no arroja más que resultados temporales con un costo muy alto [...]. La prevención contribuye a un aumento perdurable de la seguridad y es esencial para un manejo integrado de los casos de desastre” (ONU 1994).

7 Algunos de estos mecanismos son: la Reunión especializada de reducción de riesgos de desastres socionaturales, defensa civil, protección civil y asistencia humanitaria del Mercado Común del Sur (MERCOSUR-REHU); el Comité andino para la prevención y atención de desastres; el Centro de coordinación para la prevención de los desastres naturales en América Central (CEPREDENAC), y la Agencia del Caribe para la gestión de desastres y emergencias (CDEMA).

8 En 2005 se iniciaron –a instancias de México y Canadá– las reuniones regionales sobre Mecanismos de Asistencia Humanitaria Internacional de América Latina y el Caribe (MIAH). Uno de los objetivos de estas reuniones fue “fortalecer alianzas que faciliten el acceso humanitario a las poblaciones afectadas, así como la participación de estas en la planificación y toma de decisiones”.

9 Tal como explica el autor, el “déficit de amenazas” puede ser definido como un escenario estratégico en el que la percepción o percepciones de amenaza a la defensa de un Estado desaparecen o se debilitan considerablemente y no son reemplazadas por nuevas. Un tratamiento detallado de este concepto puede encontrarse en Buzan (2006).

10 A rigor de verdad, como explica Germán Montenegro (2003), ya desde la segunda parte de la década de 1980 se producía la emergencia de una nueva agenda de seguridad que incluía cuestiones extramilitares como las problemáticas vinculadas con las inmigraciones, el tráfico de drogas y la degradación del medio ambiente.

11 Un caso ilustrativo es el de Brasil. Si bien tras la vuelta de la democracia predominaba en la dirigencia política un rechazo a expandir las funciones de las Fuerzas Armadas, lo cierto es que la Constitución Federal de 1988 habilitaba su utilización para garantizar “la ley y el orden”, estableciendo un límite poroso entre la defensa y la seguridad. Esta falta de claridad normativa permitió que el Ejército interviniera en diversas huelgas, en operaciones de “pacificación” en favelas o en la seguridad de grandes eventos internacionales –como la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y Desarrollo ECO 92, los Juegos Olímpicos o el Mundial de Fútbol de 2014–.

12 Traducción propia.

13 La Estrategia de Seguridad Nacional de 2006 define la existencia de un sistema internacional amenazado no solo por el terrorismo, sino también por cuestiones como el narcotráfico, el tráfico de personas, los desastres naturales y las pandemias (The White House 2006).

14 Por dar un ejemplo, la ex presidenta de Costa Rica, Laura Chinchilla, cuestionó el resultado de la estrategia en la lucha contra el narcotráfico al afirmar que “lejos de mejorar, ha empeorado” (El Tiempo 2012). El presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, también criticó el enfoque tradicional de la “guerra contra las drogas” y abogó por implementar un enfoque alternativo, más orientado a reducir la demanda (DW 2018).

15 El análisis del último informe de la Corporación Latinobarómetro (2017) revela que el terrorismo no aparece entre las principales preocupaciones de la ciudadanía latinoamericana, como sí lo son cuestiones como la delincuencia urbana.

16 Cabe destacar que gobiernos de países que no pertenecían al “giro a la izquierda”, como Chile y México, también cuestionaron la doctrina de la guerra preventiva y su implementación en Irak.

17 En castellano, “Estrategia 2018 del Comando Sur: alianza para las Américas”.

18 Las demás amenazas tipificadas en el documento son: pobreza y desigualdad; corrupción; terrorismo; crimen, y drogas ilegales.

19 Según datos de la RESDAL (2016), Estados Unidos organizó diversos ejercicios regionales que tuvieron como temática principal la ayuda humanitaria y la atención frente a desastres. Entre ellos se destacaron el ejercicio “Nuevos horizontes” (New Horizons); el “Más allá del horizonte” (Beyond the Horizon) y el denominado “Fuerzas aliadas humanitarias” (Allied Humanitarian Forces). Recientemente, en noviembre de 2017, fuerzas del Comando Sur, de Brasil, Colombia y Perú realizaron un inédito ejercicio de entrenamiento en cuestiones de ayuda humanitaria en la triple frontera amazónica, denominado “Amazonlog 2017”.

20 En castellano, “Estrategia del teatro 2017-2027”.

21 En castellano, “Política general para el hemisferio occidental”.

22 Se estima que el despliegue estadounidense fue de cerca de 15 mil efectivos y varios buques, entre ellos un portaaviones de propulsión nuclear y un barco-hospital.

23 Dicha propuesta fue presentada en un documento denominado Fortaleciendo las asociaciones en apoyo de la asistencia humanitaria y ayuda en caso de desastres naturales.

24 Actividad 2.d del Plan de acción 2010-2011 del Consejo de Defensa Suramericano.

25 Actividad 2.d del Plan de acción 2012 del Consejo de Defensa Suramericano.

26 Actividad 2.e del Plan de acción 2014 del Consejo de Defensa Suramericano.

27 Actividad 2.e del Plan de acción 2012; 2.a del Plan de acción 2013; 2.d del Plan de acción 2015 y 2.a del Plan de acción 2016 del Consejo de Defensa Suramericano

28 Actividad 2.e del Plan de acción> 2010-2011 y actividad 2.c del Plan de acción 2012 y 2013 del Consejo de Defensa Suramericano.

29 La figura de estados de excepción constitucional está contemplada en la Constitución Política de Chile.


 

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