Mujeres y poder. Un manifiesto
México: Crítica, 2018, 111 págs.
De acuerdo con los estudiosos de la fisiología, la evolución y la biología, las características que diferencian a los humanos de los animales son la racionalidad, las habilidades sociales y la capacidad de elaborar y transmitir un lenguaje complejo. En efecto, han sido millones de años de evolución los que confirman tales características humanas. No obstante, parecería que ese tiempo no ha sido suficiente para arraigarlas y ponerlas en práctica cuando de compartir el poder entre hombres y mujeres se trata. Durante milenios, las mujeres han sido objeto tanto de reconocimiento como de repudio, son amorosas y perversas, seductoras y protectoras, cariñosas y traicioneras. El bien o el mal encarnado.
Tal visión dicotómica ha sido extrapolada a los ámbitos en los cuales los individuos se desarrollan. Los hombres deben estar en el mundo “luminoso” de lo público, tomar decisiones, proveer el hogar, proteger a la comunidad. Las mujeres, en cambio, tienen su lugar en el “oscuro y frío” sitio de lo privado, relegado de las cosas y asuntos de la ciudad.
Los dueños de la racionalidad, las habilidades sociales y el lenguaje complejo son los varones, de voz grave y clara. No se dejan llevar por las pasiones, no “lloriquean”, se mantienen estoicos. En contrapartida, las mujeres, de voz molesta, no pueden articular oraciones complejas en público. Se intimidan, bajan la cabeza y, finalmente, callan. Y si se atreven a quebrar el silencio, son invisibilizadas por los hombres. Ahí están los casos de Telémaco a su madre, la inteligente Penélope, a quien calla y le pide que vuelva a su habitación con el telar y la rueca. Homero, el autor de la Odisea, expone la manera en que los hombres, en su crecimiento, deben apoderarse del discurso y silenciar a las otras, no a los otros, porque el duelo de las inteligencias solamente se da entre hombres.
Dentro de la más importante tradición de los manifiestos, con una declaración política clara (la necesidad de escuchar a las mujeres y de que ellas ingresen a los espacios de deliberación y poder públicos), aparece el libro Mujeres y poder, de estilo sobrio y bien documentado, de Mary Beard. Una renombrada clasicista, profesora de la Universidad de Cambridge, Inglaterra, y reconocida, entre otros, con el premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales (2016) por “su sobresaliente contribución al estudio de la cultura, de la política y de la sociedad de la antigüedad grecolatina”, según se lee en el acta del jurado.
Como he dicho, en efecto los hombres y las mujeres tienen un lenguaje, pero la voz de los primeros es más fuerte –no necesariamente considerando el aspecto sonoro– en el ágora. Los decibeles masculinos opacan las palabras femeninas. Silenciar públicamente a las mujeres o no escucharlas ha sido un grave problema a lo largo de la historia.
En las fábricas, los talleres, las oficinas, las dependencias públicas, los congresos, se oye a las mujeres pero no se las escucha. Parecería ser que requieren un interlocutor masculino para que sus ideas y propuestas sean consideradas. Beard recoge una viñeta que recrea bien este punto: “Es una excelente propuesta, señorita Triggs. Quizás algunos de los hombres aquí presentes quiera hacerla” (18).
Es cierto, de manera gradual, las mujeres se han hecho escuchar pagando un alto precio: menosprecio, discriminación, misoginia, pero la “hilarante” fantasía de Aristófanes de que ellas se hicieran cargo del gobierno se ha ido desmontando. En distintas latitudes del mundo occidental ya hay legisladoras federales y estatales, gobernadoras, ministras y jefas de Estado y de gobierno. Pero en sociedades más tradicionales, en donde se funden el poder y lo sagrado, aún prevalece la separación de las tareas públicas de las privadas, y en las primeras las mujeres no participan. Tan acendrados están los comportamientos de los hombres en la vida pública que la primera ministra británica (1979-1990), Margaret Thatcher, reeducó su voz para hacerla menos aguda. Ocurre, pues, una masculinización de las mujeres en el poder (recuérdese la manera en que Esquilo se refería a Clitemnestra, esposa de Agamenón, quien era descrita como androboulon, que puede traducirse como alguien con pensamiento varonil), precisamente porque éste ha sido concebido desde una óptica masculina, reflejo de lo que Pierre Bourdieu1 abordó como la dominación masculina. Persiste un modelo cultural y mental para ejercer el poder: el del hombre.
Este modelo se traduce no solamente en las actitudes y modo de ejercer el poder sino en una convención para vestirse: traje sastre y pantalones. Al respecto, la autora dice:
Esta forma de vestir puede que sea indicativa del rechazo a convertirse en un maniquí, destino de muchas de las esposas de los políticos, pero también puede que sea una táctica –como la de bajar el timbre de la voz– para que las mujeres parezcan más viriles y así puedan encajar mejor en el papel del poder (59).
¿Qué hacer para colocar a las mujeres en los centros de poder? Hay dos perspectivas, argumenta Beard: la individual y la general. La primera es la sagacidad con la que las mujeres que han incursionado en puestos de decisión logran utilizar los símbolos que normalmente las despojan de poder, por ejemplo, los bolsos. Thatcher y el uso cotidiano de ese accesorio dieron lugar a un verbo político: “handbag”. Por supuesto, la acción individual por sí misma no transforma un orden establecido y, acaso, anquilosado. La perspectiva general remite a un cambio gradual de percepción sobre el papel de las mujeres en todos los espacios de la vida social: la familia, el trabajo, el gobierno, etcétera. El rol pasivo debe hacerse a un lado y considerarlas agentes protagónicas.
¿Por qué es importante el lenguaje? ¿Por qué resulta significativo darle nombre a las cosas? Porque lo que no se nombra no existe. Y lo que existe, en este caso, seres humanos complejos, deben poder expresarse con libertad. Atrás, muy atrás, debe quedar el silencio impuesto a Penélope.
Eduardo Torres Alonso
Universidad Nacional Autónoma de
México