El programa indigenista andino 1951-1973: las mujeres en los ensambles del desarrollo
Quito y Lima: FLACSO Ecuador / Instituto de Estudios Peruanos, 2017, 336 págs.
Este libro presenta un estudio comparativo del programa de la Misión Andina en Bolivia, Ecuador, Perú y Chile. Existen escasos estudios que analizan el rol de las políticas de la Misión de Naciones Unidas en los países andinos, los pocos que existen, producidos durante las décadas de 1960 o 1970 constituyen estudios de caso descriptivos de tendencia crítica y comparativa. Los trabajos de Mercedes Prieto, Carolina Páez, María Lourdes Zabala Canedo y María Emma Mannarelli trascienden el enfoque casuístico y nacionalista, y comparan el impacto de políticas que se llevaron a cabo durante la segunda mitad del siglo XX, revelando el rol que tuvieron estos programas en reconfigurar el discurso y las prácticas sobre etnicidad y género.
Uno de los argumentos centrales es que estos programas no se impusieron mecánicamente –desde arriba y desde afuera– sobre las poblaciones indígenas. Las autoras critican la perspectiva difusionista del Estado que ve la estatización como un proceso que va desde el centro hacia los márgenes. Ellas, utilizando el término de la “doble delegación”, arguyen que pobladores locales, funcionarios y receptores del programa fueron centrales en el diseño y la implementación del mismo. Afirman, por lo tanto, que las políticas de la Misión Andina se implementaron también desde abajo, “desde los gobernados” (Prieto, 264). En ese sentido, las autoras aseveran que, aunque el eje central del programa constituía la integración de las poblaciones indígenas, la definición de lo que significaba integración fue más bien porosa y sujeta a constante redefinición.
Más que un veredicto final, las autoras exponen los elementos positivos y negativos que tuvo el programa. Para empezar, ellas rescatan que el discurso que defendía la integración de las poblaciones indígenas a mediados del siglo XX se constituía como antítesis de las teorías racistas que se dieron desde finales del siglo XIX. Se partía del principio de que era importante garantizar la igualdad de derechos, el reconocimiento de las necesidades sociales y económicas, y la legitimidad de las aspiraciones culturales. Como Marannelli (175) afirma, la integración no solo pasaba por incluir a los sectores marginalizados de la sociedad sino también por “apelar a que las clases dirigentes abran las puertas de la nación a todos sus conciudadanos”. Señalan asimismo que los miembros de la Misión Andina venían cargados de imaginarios idealistas respecto a lo andino. Por ejemplo, la expansión de la Misión Andina a los cuatro países obedeció a una serie de factores, entre ellos, al hecho de reconstruir los límites del Imperio Inca. A su vez, algunos de los programas incluyeron y reforzaron ciertas prácticas de trabajo y reciprocidad andina como la minka o el ayni.
A pesar de estas pinceladas que demostraban el carácter idealista de los personeros, los programas tenían un fuerte contenido conservador y civilizador. Zabala Canedo anuncia, por ejemplo, que en Bolivia se entendió como un programa de rehabilitación del indio, exponiendo el contenido civilizatorio y racista del mismo. Como acertadamente señalan las autoras, la mirada civilizadora de lo que implicaba la integración para los miembros de la Misión Andina fue ciega ante los propios anhelos y proyectos de integración que provenían desde los indígenas. Uno de los ejemplos más evidentes es el que propone Zabala Canedo, quien sostiene que en Bolivia había una larga tradición en las comunidades indígenas de consolidar la educación para sí mismas. El programa ignoró estos esfuerzos.
No es sorprendente, por lo tanto, que el común denominador de cada una de las experiencias fuera que los indígenas se mostrasen resistentes y desconfiados. Los misioneros explicaban esas reacciones arguyendo que los indígenas eran “naturalmente recelosos” debido a su biología y su alimentación. Los estudios de caso demuestran que los proyectos desarrollados impusieron nociones racializadas y jerárquicas de lo que significaba lo bueno, lindo, limpio, útil, ordenado y, sobre esa base, implementaron programas inservibles para las poblaciones indígenas. La construcción de casas con amplias ventanas usadas por los destinatarios como establos son una muestra del abismo que había entre cooperantes y cooperados y el insulso gasto de escasos recursos que ello supuso.
Uno de los argumentos críticos del estudio que fue demostrado elocuentemente en cada caso es el rol que jugó el programa reasignando roles de género. Esto implicó constreñir a las mujeres a la función de reproductoras, madres y educadoras, es decir, reducirlas al espacio del hogar, desplazándolas del rol económico y productivo que tradicionalmente tenían dentro de la comunidad. Además, las autoras apuntan que el empeño civilizador cargado de moral cristiana de muchos de los personeros quedaba pasmado ante la poca o ninguna validez que los indígenas otorgaban a valores como los celos o la virginidad.
Tal vez lo más revelador es que, para ser un programa desarrollista de las décadas de 1950 y 1960, éste se tratara de un proyecto basado en el cambio de comportamientos y hábitos de las propias poblaciones indígenas. Lo central del programa fue la castellanización, la higiene, el cuidado de niños y la creación de clubes de madres, de jóvenes, de vecinos, de deportes, entre otros, en lugar de proyectos enfocados en caminos, puentes o infraestructura. Si el diagnóstico era que el problema de la desintegración de las poblaciones indígenas pasaba por las dificultades de remontar una geografía accidentada, se habría esperado más inversión en carreteras en lugar de puericultura. Prieto demuestra que la excepción a esa regla fue el programa chileno que invirtió recursos en la construcción de caminos, pues relacionó la integración económica y social con la vinculación material de las poblaciones rurales.
Las autoras también revelan la parca intervención de la Misión Andina en problemas estructurales tales como el acceso a la tierra y la reforma agraria, un debate medular de América Latina en las décadas de 1950 y 1960. Así Prieto (26) señala: “La Misión no se opuso a la reforma agraria pero tampoco la promovió”. De hecho, los estudios de caso demuestran el intento de los miembros de la Misión Andina por enfatizar el carácter técnico del programa, desplazando el rol de lo político. Sin embargo, las autoras muestran que la sola presencia de los técnicos en el área rural fue desde ya políticamente desestabilizadora, pues alteraba las jerarquías locales rurales (especialmente en Ecuador y Perú) donde los terratenientes y las autoridades locales solían gozar de absoluto poder.
Aunque existen similitudes en el programa indigenista andino, Mercedes Prieto demuestra que hubo notables diferencias con el caso chileno. Para empezar, los miembros del programa se negaron a usar el calificativo de indígena para referirse a las poblaciones del norte de Chile. Los funcionarios evitaban hablar de diferencias étnicas y preferían utilizar la geografía (se hablaba de pueblos del interior); la función económica (se hablaba de pastores, campesinos); o la función en la sociedad (madres, jóvenes, escolares) para referirse a los pobladores de esta región. Los personeros reafirmaban el carácter mestizo de la población y desplazaron la identidad indígena al otro lado de la frontera, hacia Bolivia y Perú. Prieto señala que el programa de la Misión Andina tampoco encontró en Chile una tradición de intelectuales indigenistas blancos y mestizos que estuviera discutiendo “qué hacer con el indio”, la cual fue una pregunta muy común en el resto de los círculos intelectuales ecuatorianos, peruanos y bolivianos desde las primeras décadas del siglo XX.
Finalmente me parece importante rescatar la recepción y relación que Prieto y Páez encuentran entre la Misión Andina y los respectivos Estados nacionales. Ellas analizan en qué medida cada uno de los gobiernos acompañó, es decir, dotó de recursos económicos el trabajo de la Misión. Estos presupuestos constituyen, por supuesto, un indicador concreto de la voluntad política que había entre las élites locales de incluir a las poblaciones indígenas a la sociedad. En esta escala de valoración, las autoras demuestran que el caso más exitoso fue el ecuatoriano, donde el Estado proporcionó cuantiosos recursos (18 millones de dólares) versus los escasos montos (menos de un millón de dólares) de que provenían de la Organización Naciones Unidas (ONU) durante el período (1969-1973). Con un presupuesto también significativo está Perú en un segundo lugar. En el caso boliviano, el Estado donó recursos que apenas coincidían con los proporcionados por la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Esto es especialmente llamativo cuando sabemos que el programa en Bolivia tuvo lugar en el contexto de la revolución nacional, cuando se impulsaba la reforma agraria y en un momento en que el Gobierno del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) sostenía que el área rural era una de las prioridades de su gobierno. El caso boliviano evidencia, por lo tanto, la contradicción entre discurso y voluntad política. No sorprendentemente, Chile aparece en último lugar con prácticamente cero recursos destinados desde el Estado para impulsar los programas de la Misión Andina, lo que significa que en Chile esta Misión prácticamente operó con recursos propios.
Por los elementos anotados y por la exitosa combinación de estudios de caso con reflexión teórica, este libro constituye una lectura esencial para entender los programas de desarrollo y construcción estatal de la segunda mitad del siglo XX en América Latina.
Carmen Soliz Urrutia
Universidad de Carolina del Norte en
Charlotte (UNCC)