1. Introducción
Con el ocaso del régimen autoritario, la construcción de un nuevo orden político para la república desde los principios de la representación y la participación democrática fue, sin lugar a dudas, el principal desafío que la historia legó a la ciudadanía paraguaya en la última década del siglo XX. Esto no solo por la magnitud del reto de explorar un terreno desbrozado tan solo por la breve experiencia de la primavera democrática de 1946, sino por el hecho de que la propia modernización económica y la resolución de graves problemas sociales se revelaban ligadas intrínsecamente con este horizonte.
La transición a la democracia en Paraguay fue una etapa de aggiornamento o actualización de las fuerzas políticas dominantes, entendidas desde la reorganización del partido de Gobierno y las Fuerzas Armadas, así como la consolidación de las élites empresariales como verdaderas conductoras de la economía del país. El proceso político y económico se condensó en un modelo de desarrollo en el cual las élites de poder adaptaron sus perspectivas y operacionalizaron sus intereses en función de un discurso de cambio, tanto en Paraguay como en América Latina.
El Gral. Andrés Rodríguez1 en todo momento se vio apoyado por dos sectores, ambos partes de la élite paraguaya de aquel entonces: los militares y el empresarial. Este último respondía a la clase dominante –desde la teoría de la estratificación social– y se hallaba conformado por fracciones de la oligarquía terrateniente, financiera y comercial, condensadas en un pacto hegemónico que data de 1967. La élite empresarial intermedió profusamente en la gestión no solo del nuevo Gobierno sino también en el diseño de sus políticas, especialmente habida cuenta de la apuesta del sucesor de Stroessner por el neoliberalismo económico, y que el régimen autoritario era cuestionado, en especial en aspectos como el cambio libre, la debilidad en el control del contrabando, la austeridad y racionalización del gasto público, la evicción del alza de impuestos y el otorgamiento de créditos para la actividad productiva (Arredondo 1992).
El presente artículo apunta así a ofrecer elementos para una interpretación del papel de las élites empresariales en la caída del régimen autoritario y en la reformulación de la institucionalidad de la república. Estableciendo un corte temporal delimitado entre las evidencias de las primeras fisuras en el trinomio Partido-Gobierno-Fuerzas Armadas en 1987 y la promulgación de la Constitución Nacional de 1992. Este estudio intenta establecer vínculos entre el proceso de democratización y sus resultados institucionales analizando las prácticas políticas de las élites en cuestión.
2. Marco teórico-metodológico
La bibliografía internacional da cuenta de diferentes procesos de transición de los regímenes autoritarios hacia unos establecidos desde los mecanismos específicos dispuestos por la llamada “democracia liberal” (MacPherson 1994) o, si se quiere, en la “democracia sin apellidos” (Sartori 1993), todos como resultado del impulso de fuerzas sociales amplias y diversas, ajustadas ciertamente a las particulares circunstancias de cada proceso.
Más allá de los enfoques particulares, es ciertamente claro que entre 1974 y 1989 se desarrolló una auténtica “ola de democratización”, la tercera según Huntington (1994). Tales transiciones fueron en muchos casos abordadas y presentadas como resultado del consenso y la acción unificada de las élites (Higley y Burton 1989; Higley y Gunther 1992). Históricamente dichos procesos tuvieron su inicio con la caída del salazarismo en Portugal y se cerraron como ciclo con el apartamiento del poder –referéndum de por medio– del Gral. Augusto Pinochet en Chile, en 1990.
De estos procesos de democratización, dice la historia, emergieron sistemas políticos clasificables a su vez a partir de variados matices, en función del acento colocado sobre los elementos que conforman un régimen político democrático contemporáneo: democracias representativas, delegativas o participativas –con mayor o menor grado de consolidación– y que son resultado de las distintas experiencias políticas desarrolladas tras el cierre del ciclo democratización en 1990 (Linz 1990; O’Donnell 1994), tras un balance de un cuarto de siglo.
El desafío interpretativo es entender los procesos de cambios de régimen político en el marco de transformaciones institucionales que, operando éstas como expresión de las mutaciones económicas y políticas, se redefinen los marcos institucionales que en ocasiones acompañan procesos de crecimiento económico permitiendo su expansión, fortalecimiento de las estructuras sociales apuntalando su cohesión, así como de los sistemas políticos generando su democratización, por lo que los países organizados como Estados nación (o Estados nacionales) se desarrollan, mientras que en otras ocasiones la redefinición de aquellos marcos abre paso a tensiones y conflictos que terminan por dañar las condiciones del desarrollo y entonces los Estados nacionales fracasan en sus metas de desarrollo para asegurar su estabilidad política y el bienestar económico-social de la población (Acemoglu y Robinson 2008).
Si se parte del hecho que, en el caso paraguayo, la transición fue ambigua y que antes que atender las necesidades de la población, se centró en redefinir nuevos árbitros para continuar con las reglas de juego legadas por el autoritarismo (Ortiz Sandoval 2014), es claro que el cometido de los actores directamente implicados en el cierre del ciclo autoritario solo simuló apuntalar la defensa de derechos, oportunidades y el establecimiento de la institucionalidad democrática.
En correspondencia con este respecto, la bibliografía sobre América Latina permite observar que, si una circunstancia se reveló como conflictiva y digna de un abordaje particular, es el estudio de los modos y formas por los cuales los diversos procesos de transición hacia la democracia recompusieron sus sistemas de partidos tras el cierre de sus ciclos autoritarios. A propósito, el estudio de las experiencias en la región se torna particularmente importante como herramienta para la adecuada comprensión del caso paraguayo.
De hecho, en una visión comparativa, si algo podría considerarse como la “especificidad paraguaya”, tan cara a cierto chauvinismo académico, no es sino la instrumentación de un partido político para los fines del autoritarismo militar. A diferencia de las demás experiencias latinoamericanas, solo en Paraguay el régimen autoritario se valió de un agente político tradicional para intentar legitimar su acción (Ortiz Sandoval 2006).
Desde un ángulo con más precisión local, la bibliografía paraguaya señala que los sectores sociales tanto obreros como campesinos jugaron un papel central en la lucha por la conquista de mayores espacios de participación. Sin embargo, tras la caída del régimen, la población rural sufrió una reducción significativa respecto de la población total, con una ocupación laboral en el sector de la agricultura de marcada tendencia decreciente (Martini 2002; Morínigo 2002). En el área urbana, en cambio, aumentaron los índices de empleo informal, consecuencia asimismo de la proliferación de las microempresas y pequeñas empresas. Estas circunstancias, trasladadas al ámbito de los indicadores sociales, revelan también problemas agudos en materia de pobreza y desigualdad al punto que, bajo el Gobierno de la primera transición, se registraba que el 10% del grupo de ingresos más elevados ganaba casi 30 veces más que el 10% más pobre.
En cuanto al concepto de “élites” y sus implicancias en el proceso de democratización, se plantea una formulación basada en Wright Mills que recupera parte de la tradición marxista según la cual las clases dominantes operan sobre la base de una dirección organizada de la dominación de clase, así como de la tradición weberiana y funcionalista según la cual la organización de la dominación no se ejerce de cualquier modo sino que requiere un aparato especializado del ejercicio de la dominación en el que los componentes intelectual e institucional cumplen un papel de división del trabajo de dominación en la clase dominante (Wright Mills 2013 [1956]).
En síntesis, el abordaje se basó fundamentalmente –pero no exclusivamente– en la operacionalización de categorías para el análisis e interpretación de dimensiones y aspectos inferidos a partir de un enfoque cualitativo, así como una aproximación cuantitativa descriptiva sobre procesos de mediano y largo plazo, desembocando ambas perspectivas en un enfoque mixto. Las categorías operacionalizadas segmentaron diversas unidades analíticas de la investigación y dieron cuenta de dimensiones político-institucional, social y económica.
Así, la primera categoría trata de la influencia de los sectores y sus visiones respecto a las modificaciones acaecidas en el Estado, específicamente el papel del empresariado como actor y mentor de la economía, así como el escenario en el que se desplegó y cuya unidad de análisis se concentra en la relación entre empresariado y Estado.
Para dicha categoría, se plantea un enfoque cualitativo puesto que los aspectos a considerarse se ajustan a esta orientación metodológica habida cuenta de técnicas como el análisis del discurso a partir de fuentes bibliográficas, además de la revisión de estudios políticos y sociales que viabilizaron la identificación de las visiones dinámicas sobre aquella relación.
La segunda categoría trata de la dominación de clase que fuera aludida de manera teórica por diferentes autores a propósito de la estratificación social en el sistema económico vigente y, ulteriormente, en el marco del fenómeno de la transición democrática en la cual el conflicto subyacente entre los principales actores de la economía hacen un escenario arquetípico para un ejercicio interpretativo.
La unidad de análisis, por lo tanto, fueron los tres actores centrales del proceso político en cuestión: el Estado, el empresariado y la clase trabajadora, así como la vinculación que los enlazara en circunstancias como la promulgación de leyes laborales con las consecuentes garantías y restricciones establecidas en las mismas. Del igual modo, el involucramiento de cada actor es crucial, sus respectivos procesos de consolidación como fuerzas sociales, las movilizaciones y huelgas efectuadas así como el nivel de acatamiento de las mismas.
La tercera categoría clave fue el adentramiento y recepción de la reforma económica, esto en vista que, en efecto, la transición política inscribió de manera inherente efectos mayormente en lo social y económico.
Para abordar la categoría, se empleó un enfoque cuantitativo, atendiendo que, para la estimación de los efectos de los procesos socioeconómicos, se requiere analizar información agregada. Concomitantemente se recurrió a técnicas como el análisis de estudios e informes de gestión que dan cuenta de la estructura socioeconómica del país durante el período.
3. La estructura social paraguaya en la incipiente era democrática
Desde un enfoque macro en lo político, social y económico, el derrocamiento del régimen fue parte de los procesos de transición hacia sistemas políticos de apertura al ejercicio de derechos ciudadanos y de liberalización mercantil que tuvieron lugar entre 1974 y 1989. Estos procesos se constituyeron en fenómenos a escala global asumiendo un patrón similar: el papel activo de la clase media en la definición de los pactos políticos. Si bien para la generalidad de los casos de estudio, en América Latina es posible extrapolar esta conclusión (Cepeda 1990), lo específico del caso paraguayo es que los sectores medios se revelaban incapaces de acción política autónoma, en función a su inextricable asociación con el Estado oligárquico –y a su burocracia– desde el tradicional vínculo clientelista. Más allá de la emergencia de eventuales fisuras en el pacto de dominación autoritaria, el proceso paraguayo inevitablemente supuso otros carriles bastante diferentes a los de otros sistemas políticos en América Latina (Abente Brun 1993).
A modo de inventario, cabe indicar que los actores sociales clave en la formación paraguaya de la época, es decir, los sectores de la sociedad identificados como impulsores de las dinámicas del proceso político, así como también de los ciclos de producción, distribución e intercambio en la esfera económica que sustenta las tendencias del proceso de democratización, no fueron sino el sector campesino minifundista en paulatino retroceso, la clase media burocratizada y políticamente endeble, los trabajadores asalariados con dinámicas de auto-organización gremial en gestación (González 2013) y el empresariado, en todo lo amplio y heterogéneo de su acepción, conformado por una burguesía industrial debilitada, el sector terrateniente y el sector de comercio y servicios, (entre estos últimos, el sector financiero fue uno que adquirió peso), es decir, los principales actores de la clase económicamente dominante.
El avance de la sojización del sector agrícola paraguayo representó –asimismo y de la mano del propio proceso de expansión de las fronteras agrícolas bajo el régimen– una mano tendida hacia la migración de agricultores brasileños en el este del país (Fogel 2005). La ausencia del Estado y la falta total de acompañamiento técnico al proceso productivo de las pequeñas fincas familiares minifundistas por parte del Instituto del Bienestar Rural (IBR) supuso que la expansión de la soja representara la expansión de un modelo de explotación agrícola ligado con la extranjerización (Glauser 2009), con mínima capacidad en la absorción de la mano de obra rural y con alto impacto sobre los equilibrios socioambientales (Palau 2012).
Gráfico 1. Producción de soja y algodón en relación con el PIB
Fuente: Borda 2013.
Uno de los efectos de este proceso de expansión de la agricultura empresarial y la producción agropecuaria intensiva fue la nueva modalidad de concentración de la tierra. El latifundio improductivo colindante con la finca familiar campesina dio paso, gradualmente, a la coexistencia de dos modelos de agricultura empresarial en el uso de la tierra: la ganadera, de progresivo impulso empresarial e inserto en el mercado externo de commodities, y la sojera bajo la modalidad farmer (productor agrícola de tipo empresarial) cuyas notas características fueron puntualizadas anteriormente. El avance de este modelo se puede apreciar en la relación entre la cantidad de fincas y la ocupación en superficie (cuadro 1).
Cuadro 1. Concentración de la tenencia de la tierra, 1991
Rango de hectáreas | Número de fincas | Superficie en hectáreas |
---|---|---|
Hasta 50 | 285.265 | 2.307.678 |
51 y más | 15.258 | 9.121.072 |
Fuente: Abente Brun 2010.
En resumen, la brecha social en franca ampliación puede ser comprendida como expresión del modelo económico del stronismo y de su propia crisis, en tanto que la fragmentación social retroalimentaba la decadencia de la modernización conservadora de la estructura agraria en una sociedad que no había logrado su desarrollo urbano-industrial, así como tampoco contaba con una burguesía capaz de plantear y de impulsar proyectos de desarrollo nacional (Abente Brun 1993).
Durante el período de transición, y con una población de 4,2 millones de habitantes, la situación social se definió desde un explosivo cóctel de bajas tasas de crecimiento arrastradas desde el fin de las obras en Itaipú (Arredondo 1992), reflejadas en el bajo rendimiento en la producción agropecuaria, en la contracción del intercambio comercial y en un deterioro del nivel de vida de todos los sectores de la sociedad (Schvartzman 2011), aunado a una decreciente participación del sector secundario en el Producto Interno Bruto (PIB) y a una creciente transformación en la estructura de la propiedad agraria (Borda 2013).
Gráfico 2. Tendencia del PIB de Paraguay
Fuente: Carosini 2010 y SENATUR s/f.
En ese orden, desde inicios de la década de 1990 y con las reformas orientadas al mercado del Gobierno de Andrés Rodríguez, se delineó un proyecto económico centrado decididamente en la producción agropecuaria, apuntando a la adecuación de la economía a estándares globales de competitividad, consolidando así un perfil agroexportador desde la perspectiva de las ventajas comparativas (Borda 1994). Todo esto sin atender, más allá de ciertos esfuerzos desagregados, la progresiva descomposición del tejido social y de sus redes de solidaridad, apuntalando una estructura social marcadamente desigual establecida por el proyecto diseñado por las élites empresariales en función de la prevalencia y expansión de los privilegios obtenidos durante el stronismo.
3.1. Situación del empresariado paraguayo y la reforma económica
Si bien el Estado contaba con un importante conglomerado de empresas con las que intervenía efectivamente en las relaciones económicas, el poder empresarial real en sus vínculos con el Estado paraguayo se expresaba en aquellas compañías que operaban en una economía sumergida y que eran las acreedoras preferentes de las opulentas licitaciones en obras públicas.
En una primera instancia se situó el empresariado agropecuario, que en la transición se fue forjando hacia el modelo del farmer sojero y a la fusión de éste con la rama ganadera. Este sector dependía tanto del Estado como del capital extranjero y su perfil se asociaba con el potencial desarrollo económico de la región conosureña (Fogel 2005).
En otra esfera empresarial se dio la de los proveedores ordinarios del Estado, entre ellos empresas de diferentes industrias distinguidas como de tipo familiar y de sociedad anónima (Faletto 1965), pero que mantuvieron un vínculo de amistad condicional con el régimen.
Como paradigma de esta tipología cabe rescatar aquellas asociadas con las finanzas, las que se habrían enriquecido por medio de la estrategia de cambio preferencial con el cual el Estado establecía que las divisas generadas por la exportación fueran entregadas al Banco Central para su conversión en guaraníes al cambio oficial, que en 1985-1986 era de 320 guaraníes por dólar, ostensiblemente menor al tipo de cambio del mercado libre que era, entre esos años, de 605 y 750 guaraníes por dólar (Schvartzman 2011, 144-148).
Así también vale catalogar otras que conformaban una suerte de bloque contrahegemónico; se podría situar a las escasas empresas que apuntalaron su propio crecimiento como unidades de negocio alejadas del amparo del régimen, como el caso de franjas del empresariado industrial y de servicios, así como las cooperativas de producción de las colonias de inmigrantes.
No obstante, a la reconstrucción del pacto desde las nuevas reglas también existió un ruidoso descontento. El impacto negativo de la liberalización económica se resintió en sectores de la economía con menor proporción de rentabilidad, generando una fuerte oposición de sectores poco competitivos a la apertura comercial propulsada por el Gobierno de Rodríguez:
Las firmas paraguayas argumentaron que no estaban en condiciones de competir debido a la falta de suficientes créditos para modernizar sus plantas e incrementar la producción; también se hizo mención de la rigidez del sistema bancario, específicamente el alto nivel de las reservas requeridas por el Banco Central (Schvartzman 2011, 144-148).
En este marco, las empresas ganadoras, tras los cambios en la gestión de la economía en la transición, resultaron siendo las del sector primario, manteniendo –a diferencia de los demás sectores– un crecimiento sostenido. La transición las reveló como el sector más dinámico de la economía paraguaya y también como el de mayores vínculos con los mercados internacionales (Souchaud 2005; Ávalos Vera y Weisz Junior 2016; Lesmo Duarte et al. 2017).
3.2. Las reformas económicas
Los estudios sobre la economía en la transición a la democracia señalan dos índoles de reformas: una de primera y otra de segunda generación, que aducen a dos esferas de promulgación, es decir, por un lado a las establecidas en el plano institucional para la adaptación del país al mundo globalizado (Castro 2000), y por otro lado, a aquellas generadas en el marco de la institucionalización del Gobierno pero desde un enfoque más amplio (Benecke 2000), que no obstante derivaron en un influjo directo en la economía.
Es así que entre las primeras reformas se encuentran las emprendidas en la política macroeconómica, cuya fase original data de 1989, con el déficit fiscal, la inflación y el retraso en el pago de las deudas por parte del Estado como síntomas característicos de esta etapa. Así, aparece en el mismo año la supresión del sistema de cambios múltiples (o cambio preferencial), tras lo cual las divisas pasaron a tener un valor único en el mercado determinado por el libre juego de las fuerzas de la oferta y la demanda.
Gráfico 3. Tendencias de la inflación
Fuente: Carosini 2010 y SENATUR (s/f).
En 1991, se estableció la ley tributaria que modificó los mecanismos de recaudación, alterando la tasa de impuestos y aranceles para la exportación a un 10%. De igual manera, en el mismo año se promulgó la ley de inversiones. Ambas, sin embargo, no optimizaron el panorama deficitario que fue transformándose en una dificultad de atascamiento colosal (Borda 2009).
Para la liberalización mercantil, el desentendimiento del Estado en regir las tasas de interés y la abolición del crédito dirigido, anteriormente determinados por el Banco Central de Paraguay, contribuyeron sobremanera al cumplimiento de dicha meta, dado que el propio mercado se convertiría en el rector del precio del dinero.
Años más tarde, en la segunda transición, emanaron reformas en el sistema financiero, las cuales apoyarían el fortalecimiento de la seguridad en el marco regulatorio y sepultarían, de manera concatenada, a las empresas que no se adecuaran a ellas. El comercio exterior, por su parte, experimentó una apertura notoria con la inserción de Paraguay al Mercado Común del Sur (MERCOSUR) y la correspondiente suscripción al Tratado de Libre Comercio del mismo, lo cual fue la exigencia más desafiante para la industria paraguaya que desconocía la dinámica de exportación a la escala propuesta.
Gráfico 4. Tendencias de la inflación
Fuente: Carosini 2010 y SENATUR (s/f).
Entre las iniciativas legislativas impulsadas para la integración de Paraguay, aparecieron la ley de inversiones y exportaciones así como la ley de fomento de las exportaciones, las cuales, por una parte, exoneraban la tasa impositiva de los productos para la exportación y, por otra parte, no favorecían la inversión extranjera sino la consolidación de los grupos de hegemonía económica nacional, en desmedro de las industrias menores que quedaban relegadas ante la inauguración de coyunturas de competitividad.
Esta medida fue la que incidió marcadamente en el proceso de afianzamiento del modelo de concentración actual, puesto que Paraguay, como país agro-industrial, dispuso del aprovechamiento de estas rentas y potencializó la agroexportación que, a la larga, se tradujo en sinónimo de acumulación de tierra, del avance del modelo sojero y de la fijación del sistema mixto de producción señalada por Ortiz Sandoval (2014). El sector empresarial procedente del stronismo logró dirigirse a esta industria, con lo que, a la acumulación del capital, siguió el fortalecimiento de las élites económicas.
En lo que respecta a las reformas de segunda generación,2 se hallan el cambio en el equilibrio de poderes, pasando de un sobredimensionamiento de las atribuciones del Ejecutivo hacia la progresiva atribución de recursos constitucionales que permitieron al Poder Legislativo intervenir en competencias usualmente propias de los demás poderes del Estado. Del mismo modo, se fundaron dos instituciones de cardinal importancia para la rendición de cuentas en la gestión de los asuntos públicos: la Contraloría General de la República y la Auditoría General del Poder Ejecutivo.
En concomitancia, se implantaron instancias destinadas a la regularización de los mercados, como es el caso del Ministerio de Justicia y Trabajo, en aquel entonces con fuertes limitaciones para el control del mercado laboral. La Comisión Nacional de Telecomunicaciones (CONATEL) fue otra de las entidades que se encargó de las intervenciones en el mercado de las telecomunicaciones.
4. La sociedad organizada y los mecanismos de representatividad
La caída de Stroessner supuso una rápida rearticulación del movimiento sindical independiente y el fin del pacto del Gobierno con las dirigencias. No solo aparecieron nuevas centrales sindicales, sino que la tradicional Central Paraguaya de Trabajadores (CPT), cooptada por el régimen, quedó relegada a una posición de absoluta marginalidad y desprestigio ante la sociedad y las bases sindicales. Las numerosas huelgas a inicios de la década de 1990 fueron encabezadas, invariablemente, por la Central Nacional de Trabajadores (CNT) y la Central Unitaria de Trabajadores (CUT) que, durante el Gobierno de Rodríguez, se disputaron la dirección de las luchas de los trabajadores no solo por mejoras laborales, sino por incidir en el rediseño de la institucionalidad de la república.
Cuadro 2. Huelgas organizadas en modalidad de paro
Año |
Paros | ||||
---|---|---|---|---|---|
Industria | Servicios | Sector privado | Sector público | Total | |
1986 | 2 | 5 | 2 | 5 | 7 |
1987 | 3 | 2 | 4 | 1 | 5 |
1988 | 0 | 6 | 1 | 5 | 6 |
1989 | 26 | 18 | 34 | 10 | 44 |
1990 | 24 | 20 | 30 | 14 | 44 |
1991 | 27 | 35 | 39 | 23 | 62 |
Fuente: Céspedes 2009.
Este auge social se dio también con la masificación de la afiliación de la fuerza laboral a sindicatos de base. En ese orden, es significativa la evolución de las cifras de sindicalización entre 1989 y 1992, tanto en términos relativos como absolutos. Es así que, al momento del golpe de Estado de 1989, el 3% de la población económicamente activa (PEA) solamente se hallaba sindicalizada y, esto, en 215 organizaciones con un total absoluto de 20 500 afiliados; mientras que para el año siguiente la tasa de sindicalización ya alcanzaba el 10% de la PEA en 409 organizaciones para un total de 75 000 afiliados. Durante el año de la Convención Nacional Constituyente (1992), por su parte, los sindicatos eran ya 492 y los afiliados unos 105 000 (Quevedo 2009).
En suma, si de alguna manera se pudiera definir las relaciones entre mundo del trabajo y mundo de la empresa durante la transición, sería desde la inestabilidad y la tensión. Los conflictos en ebullición no contribuyeron a generar las condiciones para el establecimiento de un pacto social amplio, necesario para el Gobierno, con miras a estabilizar el proceso de liberalización política y rediseño institucional.
4.1. Actores políticos partidarios: incidencia e intereses
La participación de los partidos políticos en el proceso de apertura democrática, a efectos de las presentes líneas, será comprendida como la masificación de la experiencia comicial de la ciudadanía, reflejada en aspectos tales como la reducción de los índices de abstencionismo directo (no sufragio) o indirecto (sufragio blanco o nulo) y la intensidad del debate político durante el período electoral (Franco Cuervo y Flores 2009; Ibarra Delgadillo 2006).
En esa perspectiva, es claro que los índices de participación electoral en comicios generales se mantuvieron relativamente bajos con un padrón aún poco confiable. De acuerdo con los datos del Observatorio Electoral Latinoamericano (OEL s/f), participó en las elecciones generales del 1 de mayo de 1989 apenas el 56,88% de los inscritos, siendo la proporción de votos válidos el 55,73% de los sufragios. El exiguo porcentaje se desnuda contrastándolo con las elecciones generales de 1998, en donde, pese a una crisis institucional y política de la república, participó en las elecciones el 73,54% de los inscriptos.
Las demás elecciones del período, tanto municipales como Constituyente de 1991, revelan la misma tendencia: el último acto comicial mencionado solo arrastró una participación del 51,7%, con 743 586 votantes, sobre un padrón de 1 438 543 electores (PyGlobal 2003).
Haciendo una revisión histórica, es claro que el retiro de las Fuerzas Armadas del ámbito político fue una conquista posterior a la primera transición y que, temporalmente, se puede retrotraer recién a las postrimerías del episodio del 22 y 23 de abril de 1996. Esto es consecuente con la progresión de la participación electoral, potenciada recién con las elecciones generales de 1998. Hasta estas circunstancias, de hecho, el propio partido oficialista (Asociación Nacional Republicana (ANR) o Partido Colorado), más que un mecanismo de intermediación entre el Estado y la sociedad, era una instancia de articulación de las élites con los militares (Brítez y Morínigo 1993).
En efecto, si la oposición no logró quebrar la continuidad del Partido Colorado en el período, más allá de su demostrada incapacidad para articular sus acciones y sus programas, se debió al error estratégico de intentar competir con el oficialismo en el terreno de las prácticas clientelares (Ortiz Sandoval 2007).
En última instancia, la crisis de representación y la escasa participación electoral sellaron la continuidad de un modelo excluyente de relación entre Estado y ciudadanía, y de la prolongación de las relaciones de patronazgo y dominación para una élite empresarial versátil para acomodarse a los cambios.
5. El papel protagónico de las élites empresariales en la apertura democrática
Durante el período del régimen autoritario, si bien se había caracterizado por una fuerte presencia del Estado en las relaciones económicas por la vía de las obras públicas y dentro de la tendencia de gobiernos inspirados por el paradigma cepalino neokeynesiano (Soler 2007), no podría considerarse como uno particularmente dirigista en lo que al vínculo con los actores económicos se refiere. En términos comparativos, el intervencionismo de los regímenes de Juan Velasco Alvarado en Perú o del populismo de ADECO (Acción Democrática) en Venezuela, quedaría lejos de las tímidas medidas de programación económica gubernamental impulsadas bajo el Gobierno del Gral. Alfredo Stroessner (Enríquez Gamón 1985).
Para ilustrar estas afirmaciones, es pertinente una referencia a la caracterización que ofrece Masi (2012, 21) respecto a las relaciones entre empresariado y régimen autoritario:
El régimen autoritario había creado una élite político-empresarial rentista que no se manejaba precisamente con las reglas del mercado sino por cánones informales derivados de los favores y facilidades arbitrados por el propio régimen.
Las cúpulas de los gremios empresariales, pertenecientes al segmento de la economía formal, eran firmemente controladas por el régimen autoritario y sus demandas eran atendidas en forma individual o separada por gremios, para evitar todo tipo de presión organizada. En todo caso, los gremios de importadores y ganaderos eran fuertes aliados al régimen y no pretendían molestar al mismo con acciones colectivas ni organizadas. No era el caso de los industriales, pero eventualmente la dictadura también echaba mano a recursos para ejercer un control estricto sobre este gremio. Por lo tanto, los gremios empresariales formales carecían de independencia frente al Gobierno y no tenían oportunidad alguna de influir en las decisiones de política comercial o de desarrollo.
Si de alguna manera se pudiera caracterizar este manejo de los recursos públicos bajo Stroessner, sería la de una gestión de rasgos “sultanistas”, entendidos a su vez dentro del tipo ideal weberiano del patrimonialismo (Telesca 2015), donde las fronteras entre lo público y lo privado quedaron difuminadas a favor de un uso discrecional del poder tendiente a favorecer la acumulación dentro de los círculos de soporte del régimen autoritario.
El factor clave para entender la descomposición del bloque de apoyo al stronismo en el empresariado no es otro que la propia incertidumbre. El progresivo deterioro de las condiciones macroeconómicas –resultado del final del ciclo de obras de construcción de la represa hidroeléctrica Itaipú– y el debilitamiento general del pacto que sustentaba el régimen, fácilmente identificable en el recrudecimiento de la represión desde mediados de la década de 1980, no suponía un entorno apropiado para las inversiones (Borda 2013). Pero, de igual manera, el cierre del ciclo autoritario se vislumbraba como amenazador para un empresariado que se había acostumbrado al inmovilismo del autoritarismo stronista (Kostianovsky 1988; Caballero Vargas 1990).
Para hacer frente a esto y consciente del temor de amplios sectores de propietarios de medios de producción, el Gobierno emergente tras el golpe de febrero de 1989 combinó un permanente diálogo con una orientación hacia el libre comercio. El nuevo Gobierno apuntó a erigirse en plataforma común de los intereses de los sectores dominantes ante la nueva coyuntura económica y política. Para el efecto, articuló desde el primer momento las diversas franjas de propietarios de medios de producción para restituir la armonía perdida entre el Estado y las empresas.
Acotando, el primer Gobierno de la transición asumió como línea central el restablecimiento de las deterioradas relaciones con los sectores que consideraba la primera de las fuerzas de la sociedad paraguaya. El mundo empresarial, organizado en sus diversas patronales, fue el interlocutor preferente en el diseño de las políticas públicas, comenzando por la económica: verificando las hipótesis interpretativas de Acemoglu y Robinson (2006; 2008), puede afirmarse que la primera transición estuvo, en la práctica, delineada a imagen y semejanza de sus sectores más dinámicos.
5.1. Las afinidades cruzadas entre partidos políticos y el empresariado
Desde mediados de la década de 1980, la élite empresarial comenzó a explorar mecanismos de articulación con actores de la llamada “oposición irregular”: el Movimiento Popular para el Cambio –de los hermanos Saguier– en el Partido Liberal Radical Auténtico y el propio Partido Revolucionario Febrerista, en tanto interlocutores preferentes para el diálogo entre empresarios y actores políticos de oposición (Kostianovsky 1988).
En ese sentido, y de manera análoga a la lógica de las redes clientelares, el vínculo de la burguesía –en sus diversas fracciones– con los partidos políticos pasó del Partido Colorado como interlocutor preferente hacia la oposición irregular como actor diferencial y ampliado. Y esto incluso antes de la liberalización política de 1989 (Caballero Vargas 1990).
Los cambios en las opciones políticas y lo competitivo de las elecciones, generaron pronto otro fenómeno: el de financiación empresarial de las campañas electorales, una nueva práctica de la élite empresarial para sostener su condición dominante. Y dentro de este proceso, se dio una diversificación del apoyo financiero entre varias propuestas políticas en búsqueda de ventajas específicas. En consecuencia, el perfil de las relaciones políticas comenzó pronto a teñirse de pragmatismo y a prescindir de vínculos con tradiciones, ideologías e incluso programas políticos para la conformación de acuerdos y representaciones.
Más allá de la novedad de esta diversificación, es claro que un importante sector del empresariado y de sus élites apoyó de manera directa el cambio de rumbo de la cúpula del Partido Colorado tras la asunción de Rodríguez. En términos muy generales, se podría decir que las fracciones de las élites empresariales más permeadas por la influencia del Partido Colorado estaban –durante el período en cuestión– vinculadas con la ganadería y las finanzas (Wasmosy 2006).
En contrapartida, los sectores comercial y de servicios, así como el del naciente “agrobusiness”, se moverían de una forma mucho más ambigua en sus vínculos con los actores del sistema político; la Alianza Encuentro Nacional atraería pronto la atención de estos sectores, por su discurso modernizante e institucionalista. Los sectores del empresariado más críticos del stronismo al final de la década de 1980 también irían acercándose a esta nueva alternativa, atraídos por el carisma de Guillermo Caballero Vargas y por el perfil innovador de su imagen y enfoque político.
En ese orden, bien puede decirse que la mediación entre partidos políticos y empresas estuvo invariablemente asociada con la realización de los intereses específicos de ambas partes, como en un auténtico matrimonio por conveniencia.
5.2. Representatividad y posicionamiento del empresariado nacional
El papel del empresariado podría ser interpretado como el de una auténtica fuerza motriz, es decir, el factor empresarial como palanca para el desarrollo nacional tuvo su peso en la primera transición, desde una perspectiva amplia y sistémica. Este carácter pondría, pues, al empresariado a la cabeza de las fuerzas que impulsaron la transición, siendo entonces materia prioritaria la atención a sus reclamos.
Estos elementos dan cuenta de lo específico del estado de ánimo del empresariado a finales de la década de 1980 y comienzos de la de 1990: con un pacto con el poder en crisis y en proceso de reconstrucción, en el medio de un estancamiento económico sin precedentes, con unos duros conflictos sociales estallando y sin la perspectiva de controlarlos por los medios habituales, el recurso al discurso triunfalista de los propios intereses, ante la también emergente opinión pública, se presentaba como el instrumento privilegiado para promover la concreción de sus proyectos de clase en un entorno signado por la incertidumbre y las redefiniciones.
La concreción de esos intereses específicos se dio por la vía de la oposición al radicalismo de los trabajadores organizados. El período 1989-1992, entonces, podría caracterizarse desde un desencuentro sistemático entre trabajadores y propietarios de empresa, caracterizado por los posicionamientos rígidamente liberales de estos últimos y por su resistencia a cualquier forma de acuerdo que implicara la modificación del statu quo. A las reivindicaciones altisonantes de los recién liberados sindicatos, entonces, se contraponían los intransigentes planteamientos de una patronal contraria a la rebeldía del movimiento obrero y temerosa de su ascenso.
Una de las más significativas de estas posturas, por lo radical del posicionamiento, fue la liberalización de los salarios, con la supresión del salario mínimo legal (SML). Esta postura fue notoria no tanto por su contenido, pues forma parte de la agenda típica de las reformas neoliberales, sino por el hecho que, en ausencia de mecanismos reales de coerción que garantizaran el carácter básico de esta remuneración, el SML empezó operar solamente como indicador y como declaración de principios (Céspedes 1989).
Si bien la no incorporación de esta medida de flexibilización al paquete de reformas económicas impulsadas por el Gobierno supuso, en cierta manera, una disonancia entre los gremios empresariales y el Ejecutivo, el impulso dado a otras medidas –parte de los reclamos de la patronal– como las privatizaciones, la liberación de la tasa de cambios, de la tasa de interés y la apertura comercial, reforzaron la idea de una fundada sintonía entre ambas esferas, más allá de puntuales disonancias (Céspedes 2009).
En suma, por iniciativa del empresariado en todas sus franjas, con excepción quizá de ciertos sectores industriales poco competitivos que fueron refractarios a las medidas de apertura, la transición se caracterizó por un “suave neoliberalismo” que alcanzaría su mayor empuje bajo el Gobierno de Juan Carlos Wasmosy (Carter en Céspedes 2009). Y ello, siempre bajo la impronta característica de la élite empresarial, impulsora y artífice de las reformas de la primera transición.
6. Conclusiones
Durante las primeras fases del proceso de transición, entendido éste como el cambio de las reglas de Gobierno del Estado hacia una apertura a la participación de varios actores en el ejercicio del poder público y la liberalización económica, se dio la primacía de una lógica conservadora de la estructura económica y un diseño institucional de participación limitada (Fogel 2005; Abente Brun 2010; Ortiz Sandoval 2014) en la búsqueda de cambio de la lógica autoritaria en el reordenamiento institucional de la república (1987-1992).
Bajo el primer Gobierno poststronista, el conservadurismo económico asumió ribetes específicos –desde la aceptación de medidas de liberalización en el marco del llamado Consenso de Washington– materializados en la desregulación del tipo de cambio, la política de contención de salarios y el inicio del proceso de privatizaciones (Céspedes 2009; Abente Brun 2010; Masi 2014).
El diseño institucional excluyente tuvo la característica de una perspectiva de hacerlo funcionar en un contexto distinto y ya fundado en crecientes libertades civiles, se pasó del autoritarismo militar tradicional a la puesta en marcha de un modelo político desde la participación limitada de una ciudadanía fragmentada. Así, de la primacía del recurso de la fuerza represiva del Estado se pasó a la de mecanismos clientelares –y en menor medida, ideológicos– de desmovilización para el mantenimiento del statu quo, si bien estos últimos mecanismos estuvieron presentes en la estrategia de los sectores dominantes a lo largo de todo el ciclo autoritario.
La crisis económica de la década de 1980 llevó a minar el pacto entre el régimen autoritario y el sector empresarial, y a generar, por lo tanto, las condiciones para la disolución de la funcionalidad de la relación al interior de la trilogía Gobierno-Partido Colorado-Fuerzas Armadas (Masi 1989), así como al quiebre de la llamada “unidad granítica” del partido de Gobierno (Arditi 1991). A finales de la década de 1980, incluso las élites empresariales que florecieron al amparo de los negocios con el Estado empezaron a manifestar una creciente (e instrumental) adhesión a los mecanismos propios de la democracia representativa, de corte liberal, así como en el pasado habían apoyado una impronta autoritaria.
En suma, el vínculo entre élites empresariales y transición conservadora se basó en la desarticulación de movimientos sociales y organizaciones intermedias, y dejó al empresariado, descontento con el régimen, en la función de articulador y de fuerza motriz de la disidencia en la disputa con los menguados soportes del stronismo. En consecuencia, quedó plasmada la impronta de su proyecto en el perfil de la reconstrucción de la institucionalidad postautoritaria.
Ciertamente las élites empresariales se posicionaron de manera favorable ante estas reformas, apoyando decididamente la liberalización cambiaria como una medida modernizante que contribuiría a resituar a Paraguay en el mapa de la economía mundial (Borda 1993).
Como en otras experiencias en el Cono Sur en que las reformas implicaron procesos ambivalentes de la dirección, dado el carácter solapado de la participación de las élites (Heredia 2003) y dada la profunda articulación reticular de los sectores de poder económico a escala trasnacional que incidió en las redefiniciones institucionales (Salas-Porras 1992; Cárdenas 2016; Bull y Kasahara 2017), el empresariado apoyó e hizo parte de la conducción de las reformas, con la perspectiva de que ello supondría colaborar en la descompresión del déficit y avanzar hacia el equilibro macroeconómico. En contrapartida, los sectores sociales cuestionaron las privatizaciones como enajenaciones de activos de alto interés estratégico, proponiendo por su parte reestructuraciones a los efectos de hacerlas más operativas y eficientes.
La reaparición del sindicalismo, masivo y con perspectiva de clase, introdujo factores de difícil gobernabilidad para los empresarios en la gestión de sus unidades productivas. Poco quedaba de aquella sumisa y disciplinada fuerza trabajadora que había hecho posible el despegue económico de la década de 1970: las reivindicaciones obreras en materia de salarios y condiciones de trabajo pusieron en entredicho no solo la productividad de una economía desesperada por despegar, sino que puso contra las cuerdas a un Gobierno decididamente pro empresarial, obligándolo a retroceder en iniciativas caras a las élites empresariales, tales como la desaparición del SML (Céspedes 2009).
En esa perspectiva, las élites empresariales paraguayas efectivamente ensayaron a lo largo de toda la primera transición diversos mecanismos de acomodación y neutralización de los avances en derechos sociales del proceso de apertura política, en la medida en que estos situaban en el horizonte una democratización real del sistema político. Si bien la apertura democrática fue apuntalada por la élite como un cambio necesario –en vista de los límites del autoritarismo y de la desfavorable coyuntura internacional para su continuidad–, conllevó riesgosas implicancias para la realización de sus intereses específicos. Concretamente los mecanismos de participación ciudadana –electoral o no electoral– eran percibidos por las élites como poderosos factores generadores de desequilibrios e inestabilidades para la reproducción de sus propias condiciones de dominación.
En ese orden, este estudio no puede sino concluir con una caracterización conservadora de la primera transición: en una perspectiva de totalidad, el desenlace de la misma no fue –ni pudo ser– otro que el de controlar soluciones radicalmente democráticas a la crisis del stronismo, en un escenario que se prestaba para diferentes tipos de salidas. Sabemos que, con la adecuación del autoritarismo a las instituciones democráticas, el modelo económico-político conservador continuó su curso.
Notas
1 Alto mando militar y hombre leal al dictador Alfredo Stroessner, autor del golpe de Estado en 1989.
2 Este segmento también alberga a las reformas sociales, las impulsadas en el ámbito de la educación y de la salud pública, así como en otros, pero que no resultan indispensables o no aportan elementos substanciales para la comprensión de la unidad desarrollada.
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