1. Introducción: ¿por qué importan los controles democráticos?
La idea de que los gobernantes no sujetos a controles externos se vuelven más tarde o más temprano tiránicos, aún en el caso de los mejor intencionados, es unas de las ideas cruciales que James Hamilton legó al pensamiento político moderno en los famosos Artículos federalistas (Hamilton et al. 1987, artículo X [1788]). El mismo raciocinio podría ser aplicado, sin mayores modificaciones, a todos aquellos que ocupan cargos de poder público con capacidad de tomar decisiones de observancia obligatoria. La intuición política básica que subyace esa idea es simple y radical a la vez: solo el poder es capaz de contener al poder. Así, el desafío en el contexto político de creación de la primera y más antigua Constitución del mundo, la de los Estados Unidos de Nortemérica, según diagnosticaron los federalistas, sería encontrar el antídoto al fantasma de la tiranía, así como los mecanismos que pudieran darle expresión institucional a esa intuición. La respuesta pasó a la historia con el nombre de checks and balances o, en la traducción que se volvió convencional en español, frenos y contrapesos. Una buena Constitución debería establecer los frenos y contrapesos institucionales que permitan combatir la ambición con la ambición, dotando de incentivos, atribuciones y recursos equilibrados a los actores responsables por ejercer tales controles. Nuevamente el mismo mecanismo de frenos y contrapesos sería aplicable al ejercicio de la función pública en su conjunto y no solo a los cargos de representación popular en los poderes ejecutivo y legislativo.
Curiosamente la idea de frenos y contrapesos permaneció en buena medida confinada al ámbito de la división constitucional de poderes, pero su espíritu atraviesa el debate contemporáneo sobre los controles democráticos (public accountability) en América Latina y el Caribe. Diversos factores globales y regionales han contribuido para otorgarles centralidad en diferentes agendas políticas y en la producción académica: el fin de la Guerra Fría y de sus afectos restrictivos sobre la crítica e innovación democráticas (Plotke 1997; Gurza Lavalle e Isunza Vera 2015); la tercera ola de expansión de la democracia y la consecuente preocupación con la diversidad y calidad de las democracias (O’Donnell 1994; Morlino 2009); la segunda generación de reformas del Estado para mejorar la calidad de los servicios públicos, impulsadas por las agencias multilaterales y atentas al papel de los usuarios como agentes de control (Joshi 2008; Coelho 2011); o el giro a la izquierda de los años 2000, la multiplicación de experiencias de devolución de poder a las localidades, las innovaciones democráticas centradas en la participación ciudadana, etc. (Grindle 1999; Avritzer 2002). El elenco de factores podría ser mayor, pero los cuatro conjuntos mencionados delimitan bien el escenario en el que los controles democráticos han adquirido centralidad política y académica.
Aunque la preocupación de fondo es común, existen diferencias cruciales con el momento fundacional de la democracia vivido por los federalistas. Hasta hoy, como hace más de 200 años, se sigue indagando cómo reducir los riesgos del poder centralizado a disposición de los gobiernos y sus burocracias y cómo garantizar que ese poder sea utilizado en beneficio de la ciudadanía. Sin embargo, las respuestas contemporáneas ya no descansan únicamente en la división de poderes y en el control de las minorías por las mayorías, aunque ciertamente los suponen, sino en la multiplicación de agencias estatales (políticas y administrativas) y actores sociales de control que inciden sobre ámbitos específicos de actuación (como son los derechos humanos, la política internacional, el medio ambiente, entre otros) y operación del gobierno (producción de bienes y provisión de servicios). Son los controles democráticos administrativos y sociales de las políticas que remiten a la acción continua de los gobiernos. La multiplicación y diversidad de controles democráticos no electorales y su relación con las formas tradicionales de control aún aguarda diagnósticos de conjunto.
Un ejemplo influyente de estas innovaciones es la difusión a nivel internacional del presupuesto participativo tras su lanzamiento en Porto Alegre a medianos de la década de 1980 (Porto de Oliveira 2017). Siguieron otros programas de transparencia y controles sociales: el Índice de Presupuesto Abierto (elaborado por la Alianza Internacional para el Presupuesto), el informe Revenue Watch (publicado por el Instituto para una Sociedad Abierta), la Alianza para el Gobierno Abierto, etc. Algunas innovaciones hacen hincapié en la gobernanza de recursos naturales debido a una preocupación creciente por la maldición de la abundancia y se diseñaron controles para atender las fallas de implementación en políticas de desarrollo así como los déficits democráticos causados por la falta de rendición de cuentas en el sector extractivo (Gaventa y McGee 2013). Tal es el caso de la Iniciativa de Transparencia en las Industrias Extractivas (EITI, por sus siglas en inglés) impulsada por el entonces Primer Ministro británico Tony Blair en la Cumbre de la Tierra de Johannesburgo en 2002, que interesa hoy a 48 países candidatos y recibe el apoyo financiero de unas 60 organizaciones en el mundo.
A pesar de la notable innovación ocurrida en diferentes países latinoamericanos después de las transiciones democráticas (Santos 2003; Goldfrank 2011) y de la extensa y rica producción académica regional sobre este tema, los diagnósticos integrados de las transformaciones ocurridas en la región son aún muy incipientes. Por ejemplo, asumiendo que la reciente multiplicación de grandes escándalos de corrupción echara una luz nueva en los cambios institucionales y los controles no electorales en América Latina, cabría preguntar: ¿son aquellos escándalos una señal de más corrupción? ¿O dan muestra de una mayor capacidad de control de los actores sociales sobre el Estado? ¿Reflejan el desarrollo de las capacidades de agencias de control? ¿Una mayor transparencia de la función pública?, ¿o una combinación de ambos? Y si tal es el caso, ¿qué combinación?
Como artículo inicial y presentación de este dossier en: “Controles democráticos y cambio institucional en América Latina”, se revisan los principales enfoques que se han abocado al estudio de los controles democráticos en América Latina y se aborda la importancia de desarrollar lecturas articuladas para pensar en regímenes de controles democráticos, es decir, más allá de experiencias específicas de control político, social o administrativo. En la siguiente sección, se examina la interdependencia entre estas tres dimensiones de la rendición de cuentas, a partir de una tipología basada en la presencia/ausencia de coerción y de la participación directa/indirecta de actores no-estatales en los procesos de control. Más adelante, se revisan los principales retos planteados por el cambio institucional ocurrido en la región al respecto, a la luz de esta tipología. Luego se entabla un diálogo con los autores que contribuyeron a avanzar en las respuestas a las preguntas planteadas en esta introducción. Finalmente se proponen algunas reflexiones sobre los temas pendientes de la agenda de investigación sobre los controles democráticos en América Latina.
2. La interdependencia de los mecanismos de control
Los controles democráticos dependen de diversos factores exógenos a los agentes e instituciones, pero aquí interesa en particular resaltar la interdependencia de esos actores e instituciones para fines del efectivo ejercicio del control. Esta sección trata sobre las relaciones entre los tres tipos de controles democráticos: políticos, sociales y administrativos. Se propone una tipología simple basada en los criterios de participación y coerción en tanto recurso analítico para aprehenderlos como un fenómeno multi-dimensional.
Se asume la expresión “control democrático” como un término razonablemente equivalente a “public accountability”, que no recibió traducción literal en América Latina. Aunque accountability se traduce a menudo por “rendición de cuentas”, esta expresión no contempla el significado más amplio de “public accountability”, que remite también a responsabilidad y control. El concepto de control democrático es un concepto que describe un proceso mediante el cual A es a la vez responsable y tiene que rendir cuentas a B, en tanto A está comprometido a informar de sus acciones y decisiones, a justificarlas, y es sujeto a sanciones o penalidades (Schedler 1999). Sin embargo, diferentemente de Schedler, no asumimos que el concepto es radial ni que basta la presencia de alguno de los elementos (información/justificación, responsabilización y sanción) para la verificación del control democrático.
La investigación sobre este tema en la región se inició con el trabajo pionero de Guillermo O’Donnell sobre los persistentes déficits institucionales tras la transición democrática (O’Donnell 1994; 1996; 1999). Desde luego, tres tradiciones académicas se han interesado por este fenómeno multi-dimensional. Por un lado, la ciencia política analiza los controles democráticos en tanto mecanismos de poder que operan al nivel infraestatal (horizontal accountability)1 y entre el Estado y la sociedad, sea por medio de las elecciones (vertical accountability) o de la organización de la sociedad civil (social accountability)2 (Schedler et al. 1999; Peruzzotti y Smulovitz 2006a; Mainwaring y Welna 2003). Por otro lado, la sociología política los analiza en tanto modalidades de participación de los actores no-estatales en el proceso político y “mecanismos de control democrático no electoral”, en donde el componente democrático remite en primera instancia a la dimensión societal (Isunza Vera y Olvera 2006bç; Isunza Vera y Gurza Lavalle 2010 y 2012; Hernández y Arciniegas 2011; Isunza Vera y Gurza Lavalle 2012). Una tercera línea de investigación consiste en el análisis de políticas públicas y de los sistemas y procedimientos administrativos (administrative accountability).3 En América Latina, esta última se enfoca particularmente en las políticas anticorrupción y de transparencia que se identificaron como determinantes de la gobernanza democrática (Taylor 2008; Power y Taylor 2011; Riddell 2013; Calland y Bentley 2013; Carlitz 2013; Porto de Oliveira 2017; Fontaine et al. 2019).
La creciente circulación de actores e ideas entre lo público y lo privado, que traen consigo la organización de la sociedad civil y la intromisión de las redes sociales en lo político, vuelve cada vez más indefinida la relación entre los derechos de los actores no-estatales y las obligaciones de los actores estatales. La mera noción de control social padece de un estiramiento conceptual y una polisemia que se deben a la diversidad de actores involucrados y a la complejidad de las instituciones formales e informales que regulan sus interacciones. La noción también remite a muchos aspectos de la acción pública, entre los cuales la institucionalización de nuevos instrumentos de políticas públicas (como el presupuesto participativo, los consejos gestores de políticas o las auditorías), la protección de los derechos fundamentales (como la libertad de prensa) y la emergencia de nuevos temas en el debate (como el estatuto legal de los lanzadores de alerta y la protección de datos personales), entre otros.
Con un afán heurístico, proponemos una tipología basada en la participación directa o indirecta de los actores no-estatales y el grado de coerción que ellos ejercen sobre los actores estatales (tabla 1). “Coerción” alude conceptualmente a la capacidad de producir decisiones de observancia obligatoria gracias a una combinación de mecanismos legítimos en el marco del respeto a los derechos fundamentales, pero no necesariamente ni apenas formales o legales. La coerción respalda y asegura la observancia obligatoria de las decisiones y por ello ha sido reconocida como un componente esencial de las relaciones de control democrático (Fox 2008). “No-estatales” remite intencionalmente a un universo de actores más amplio y con menor carga teórica presupuesta que aquel delimitado por la categoría más usual “sociedad civil”. Se trata de individuos y actores colectivos vinculados con grupos sociales de diversos intereses que entran en juego como agentes de control. Cuando estos actores son incluidos en los procesos de decisión directamente con estatus institucional o indirectamente, mediante los mecanismos de la presión social y opinión pública, se desempeñan como agentes de control. Aunque el despliegue del control democrático vertical más allá de las elecciones se ha vuelto común –por lo menos desde que Peruzzotti y Smulovitz (2006a) revisaron la contribución de O’Donnell–, específicamente la relación entre participación y control recibió impulso en el campo de estudios de las innovaciones democráticas (Isunza Vera y Gurza Lavalle 2010) y de la segunda generación de reformas de Estado (Joshi 2008). Esta tipología ilumina la complementariedad entre los mecanismos de control democrático, una complementariedad compleja que no abarca de por sí la usual metáfora espacial (vertical versus horizontal) ni la contraposición de electoral y no-electoral (Mainwaring 2003, 20), pues estas últimas pasan por alto la combinación de las dimensiones políticas, administrativas y sociales.
Empleamos y adecuamos la metáfora espacial de O’Donnell en la cual “vertical” remite a la relación de principal-agente, donde el principal es la ciudadanía y el agente el gobierno, en contraposición con “horizontal”, que remite a la relación infraestatal entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Esta metáfora se aplica también a los controles sociales (verticales) y administrativos (horizontales). Aunque la correspondencia entre “vertical” y la relación ciudadanía/sociedad y Estado, por un lado, y “horizontal” y la diferenciación funcional/división de poderes del Estado, por el otro, ofrezca un panorama intuitivo de las posibilidades del control democrático, la metáfora espacial no permite reconocer la diversidad de las formas de control social y, por ello, requiere adecuaciones. En cambio descartamos la distinción entre controles “intra” (sic) y “extra” estatales (Mainwaring 2003), pues consideramos que ésta fue superada con la distinción entre controles políticos (horizontal/vertical accountability) y sociales (social accountability).
En nuestra tipología, las dimensiones políticas, sociales y administrativas se articulan en un solo proceso de controles democráticos (public accountability). Ello da cuenta de la dinámica institucional de este proceso, en particular por medio de la transformación de los controles políticos y administrativos generados por la institucionalización de los controles sociales. Las categorías verticales/horizontales equivalen a coercitivas/no-coercitivas y las categorías participación directa/indirecta caracterizan el rol de los actores no-estatales en relación con los actores estatales. Los mecanismos verticales electorales son a la vez los más incluyentes y los más coercitivos: la obediencia a las decisiones derivadas de las elecciones es condición sine qua non de la democracia. Al opuesto, los mecanismos horizontales administrativos involucran a actores no-estatales de manera muy tangencial y son los menos coercitivos: contralorías y veedurías emiten recomendaciones y raramente cuentan con presencia permanente de actores no-estatales. Los mecanismos horizontales políticos son poco incluyentes, mas teóricamente son coercitivos y su configuración obedece a la división de poderes en el marco de un orden constitucional. Por último, los mecanismos verticales no electorales son incluyentes pero no coercitivos: la movilización social, las campañas y el trabajo de apoyo (advocacy), por ejemplo, pueden expresar inconformidades de amplios sectores sociales, pero la capacidad de generar un control efectivo es contingente.
Tabla 1. Tipología de los controles democráticos
Coerción hacia actores estatales | |||
---|---|---|---|
+ | - | ||
Inclusión de actores no-estatales |
+ | Verticales electorales | Verticales no electorales |
- | Horizontales políticos | Horizontales administrativos |
Fuente: adaptación de Fontaine et al. 2016.
Los controles democráticos combinan de diversas maneras los principios liberales, republicanos y democráticos de la filosofía política anglosajona y europea del siglo XVIII, que amparan el control del poder político en la democracia moderna (O’Donnell 1999; Ríos Ramírez et al. 2014). Por su dimensión liberal, expresan la desconfianza de los individuos hacia el Estado y abogan por una separación estricta entre lo público y lo privado. Por su dimensión republicana, destacan la necesidad de un equilibrio institucional en la esfera pública para contrarrestar la concentración de poder por el ejecutivo, que caracterizaba las monarquías del Antiguo Régimen. Por su dimensión democrática, abogan por el ejercicio activo de la ciudadanía mediante la participación y el poder constitucional.
Por definición, estos mecanismos aluden tanto a la integridad moral como a la legalidad y a la legitimidad, a los derechos y obligaciones de la ciudadanía y del Estado. En esta relación, la ciudadanía es el principal y el Estado el agente. De ahí deriva su naturaleza dual: obligación del Estado de rendir cuentas a la sociedad (ciudadanía a título individual u organizados en asociaciones) y derecho de esta última a pedirle cuentas (Schedler 1999). Por un lado, es responsabilidad de los actores estatales garantizar la transparencia mediante la información y la justificación conforme a los principios de publicidad y rendición de cuentas. Ello incrementa la calidad del debate público basado en la razón y en las reglas heredadas del proyecto de la Ilustración de supervisar y limitar el poder. Por otro lado, el empoderamiento de los actores no-estatales consiste en dar a los individuos el poder y la capacidad de volver efectiva la responsabilidad de los actores políticos y administrativos. Ello atañe a los castigos y premios de los comportamientos de funcionarios públicos electos y no electos, los cuales pueden ser activados directamente (mediante elecciones) o indirectamente (por medio de agencias estatales).
3. La institucionalización de los controles verticales no electorales
El diagnóstico de la democracia delegativa fue formulado en respuesta a los déficits de controles políticos verticales y horizontales. Sin embargo, la definición de la democracia fue ampliada en función del carácter multidimensional de los controles democráticos, conforme estos se iban institucionalizando. Esta sección analiza los retos que plantea este proceso en América Latina. Se presentan algunos cambios relevantes ocurridos en la región luego de las transiciones democráticas, destacando la importancia de la innovación democrática para ampliar las capacidades ciudadanas y el alcance del control social en las políticas anticorrupción y de transparencia.
Con la transición democrática latinoamericana, durante la década de 1980 se crearon mecanismos básicos de control democrático electoral gracias a la organización de elecciones regulares y al amparo de los derechos fundamentales (control vertical electoral) (O’Donnell et al. 1986). No obstante, muchos países de la región evolucionaron hacia una “democracia delegativa”, un régimen en el cual quienquiera que gane una elección presidencial encarna la autoridad del Estado, con la única restricción planteada por las relaciones de poder y el límite constitucional a su período de gobierno (O’Donnell 1994, 59). Esta concepción del poder estatal violenta el principio de estricta separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial (control horizontal político inscrito en el marco constitucional), que caracteriza a la democracia desde Montesquieu. Ello se explicaría por el hecho que estos países acogieron los principios democráticos heredados de la antigua Grecia, mas no los principios liberales y republicanos de la Ilustración (O’Donnell 1999, 38). En todo caso, los sistemas institucionales reformados en las etapas de transición y consolidación democrática acogieron el principio –democrático– según el cual el poder, expresión del demos, ejerce el derecho a decidir; pero desatendieron el principio –liberal– de protección de los derechos individuales fundamentales o derechos civiles, y el principio –republicano– de la sujeción de la ley al interés público.
Además, los mecanismos de control horizontal político y administrativo se afectaron por el patronazgo, la intrusión (encroachment) del ejecutivo en agencias independientes, la corrupción y la opacidad. Los déficits de control horizontal estimularon las demandas de los actores no-estatales por nuevos procedimientos de mayor control social sobre el Estado. Desde luego los países de América Latina y el Caribe experimentaron cambios institucionales profundos para compensar la debilidad de los frenos y contrapesos políticos, por un lado, con la creación de agencias estatales independientes del ejecutivo y del legislativo (como son los ministerios públicos, las oficinas de auditoría nacional y las autoridades electorales), y por otro lado con el involucramiento de organizaciones y redes sociales en el ejercicio del poder político (Ríos Ramírez et al. 2014; Escandón Vega y Velásquez Bernal 2015). Se esperaba, de esta manera, compensar la debilidad de los mecanismos de control horizontal mediante el desarrollo de nuevas agencias y/o funciones de control horizontal y el impulso de mecanismos de control vertical no electoral (Hernández y Arciniegas 2011), gracias a los cuales los actores no-estatales ejercen presión sobre los estatales, los incitan a justificar e informar sobre sus decisiones, y hasta pueden denunciarlos o sancionarlos moralmente cuando actúan de manera errónea o ilegal (Peruzzotti y Smulovitz 2006b).
Así, los déficits de control político –horizontal y vertical– diagnosticados por O’Donnell podrían ser objeto de corrección mediante la incorporación de otras modalidades de control social –vertical no electoral–. Muchos casos de este tipo de control han sido estudiados en países donde la corrupción y la intromisión ilegítima (a veces ilegal) de agencias políticas denunciadas por movimientos sociales urbanos y protestas cívicas desembocaron en una crisis de gobernabilidad en los años 1990 y 2000. Estos mecanismos son el producto de una triple estrategia –judicial, mediática y social– de las organizaciones de la sociedad civil (Peruzzotti 2006). En el ámbito judicial, éstas activan las agencias de control con base en las demandas y solicitudes de la sociedad. En el ámbito mediático, hacen pública la acción de los servidores públicos y representantes electos con el fin de culpabilizar y eventualmente abrir procesos judiciales para sancionarlos. En el ámbito social, ellas se movilizan para sancionar las conductas ilegales mediante campañas de denuncia y boicoteo, aun cuando ello no conlleva a sanciones judiciales sino solo a costos de prestigio.
La efectividad de los controles sociales y administrativos en corregir los déficits de control político depende de dos tipos de agencias para prevenir y sancionar la extralimitación y la transgresión de los límites de autoridad formalmente definidos para servidores públicos y responsables políticos (O’Donnell 1999, 40). Las “agencias de equilibrio” (balance agencies) siguen encarnando la división entre los tres poderes clásicos –donde el judicial y el legislativo controlan y sancionan el ejecutivo–, pero sus deficiencias han llevado a la multiplicación de “agencias de monitoreo” (dedicated agencies) –como son las auditorías, las defensorías del pueblo, los consejos ciudadanos, etc.– que asumen una función de control democrático con diversos grados de coerción (O’Donnell 2003).
Estas últimas operan con modalidades distintas en los cuatro tipos de controles democráticos. Constituyen interfaces de una creciente complejidad, que actúan en la encrucijada de tres tipos de relaciones entre el Estado y la sociedad: los acuerdos explícitos sobre el control democrático entre dos sujetos, las posibles sanciones de los unos en contra de los otros y la articulación de diversas modalidades de control democrático (Gurza Lavalle e Isunza Vera 2010). Sin embargo, las agencias de monitoreo conforman una categoría heterogénea cuya articulación con los mecanismos de control horizontal varía en función del contexto institucional. Son hasta más ambiguas que las agencias de equilibrio, puesto que remiten simultáneamente a la semántica de la participación y de la responsabilidad.
Los controles verticales no electorales carecen de capacidad para imponer sanciones o conceder beneficios lo suficientemente significativos como para cambiar el curso de las decisiones de los actores estatales o de la acción pública. No obstante, constituyen la mayor innovación sociopolítica desde las transiciones democráticas en América Latina. Fueron comúnmente pensados como mecanismos informales, iniciativas de actores sociales que desembocan de modo contingente en la activación de mecanismos de control político horizontal estables y plenamente institucionalizados (Peruzzotti y Smulovitz 2006a; Castiglione y Warren 2006). Sin duda, las acciones exitosas suelen articular la triple estrategia mencionada anteriormente, pero ésta no es una receta y sus efectos son contingentes en relación con la selectividad de las instituciones de control horizontal político y administrativo.
Esa debilidad inherente a los controles verticales no electorales tiende a ser compensada por su institucionalización, como lo ilustran los cinco artículos del presente dossier de Íconos. Revista de Ciencias Sociales, que presentaremos más adelante. Las principales innovaciones democráticas en la región introdujeron cambios sustanciales al institucionalizar el papel de los actores sociales en ejercicio de diferentes funciones de control (Gurza Lavalle e Isunza Vera 2010, 19). El lenguaje político de los actores utilizó la gramática de la participación y, por ello, la innovación democrática fue implementada en la región como un proceso que conllevó a la adopción de instrumentos de regulación sobre participación, transparencia y control social en diversos países (Hevia 2006). Estas innovaciones adquirieron rasgos institucionales y multiplicaron los mecanismos –como son las consultas previas, los consejos gestores, los consejos comunales y comunas, las conferencias nacionales, los presupuestos participativos, las veedurías y auditorías sociales– mediante los cuales, con mayor o menor alcance, se monitorean y evalúan las políticas públicas y se negocian la agenda del gobierno y las prioridades del gasto en la acción pública (Mayka 2019; Chavez y Goldfrank 2004; Avritzer 2002; Freigedo Peláez 2017). También mantienen relaciones variables de cooperación y conflicto con el marco institucional mayor en el cual fueron insertas (Zaremberg y Muñoz 2013).
Las instituciones participativas introdujeron por lo menos tres cambios mayores en relación con el papel difuso e informal de los controles verticales no electorales. Primero, reconocieron un conjunto de actores como agentes legítimos del control de la función pública y asociaron esta legitimidad a ciertos atributos sustanciales: una amplia experiencia en el trabajo con determinados grupos sociales y sobre problemas específicos, una disposición de conocimiento específico especializado y una cercanía con grupos sistemáticamente marginalizados (social o culturalmente). Segundo, los dotaron de recursos institucionales estables para ejercer ese control en ámbitos específicos de políticas públicas, aumentando la capacidad de coerción sobre las autoridades controladas. Tercero, al otorgar un estatuto institucional a esos actores y a las funciones de control por ellos ejercidas, la expansión de las instituciones participativas cambió la relación entre los controles verticales no electorales y los horizontales políticos y administrativos, pues permitió activar los segundos para fortalecer las funciones de control social legalmente respaldadas (Isunza Vera y Gurza Lavalle 2012).
En última instancia, en los contextos en los que la institucionalización registró mayor alcance, como en el caso de Brasil en comparación a otros países de la región e incluso del sur global (Isunza Vera y Gurza Lavalle 2018a), la influencia de las agencias de monitoreo en los controles verticales no electorales se amplió notablemente a los controles horizontales administrativos, fortaleciéndolos con la inclusión social y el empoderamiento de los actores no-estatales. Por otro lado, el ejercicio de las funciones de control con esas características corresponde, bien vistas las cosas, a funciones de representación realizadas por actores no-estatales (sociales) sin afiliación política partidaria. Cuando unos actores sociales adquieren el estatus de representantes, los nuevos mecanismos de control suscitan una cuestión en el centro del debate sobre la democracia: el control de los controladores o quién controla a aquellos actores que ejercen el control en nombre de la sociedad para corregir los déficits de control de los mecanismos verticales electorales y horizontales (Gurza Lavalle e Isunza Vera 2010, 35; Almeida 2011).
Junto con la incidencia de los mecanismos verticales no electorales en el control de políticas públicas, un segundo ámbito en el que quizás estos mecanismos han contribuido más al mejoramiento de los controles políticos es en el ámbito de la transparencia y la lucha anticorrupción. Tras el esfuerzo pionero de Transparencia International desde 1994 de proveer una medida adecuada de la corrupción entre diferentes países, la identificación de la corrupción como uno de los principales obstáculos al desarrollo y a la democracia conllevó a dar una mayor importancia a la transparencia en la gobernanza. La transparencia es una condición necesaria pero insuficiente de un control democrático efectivo, aunque el mecanismo causal entre la transparencia, los controles democráticos y los resultados de la lucha anticorrupción es complejo y sigue siendo un tema controvertido (Hood y Heald 2006; Fox 2007; Ríos Cázares y Shirk 2007; Mabillard y Zumofen 2016). Sin embargo, las políticas de transparencia remiten a estilos de gobierno y situaciones muy diversas, que van desde la publicación voluntaria de información a la obligación impuesta por instrumentos del derecho internacional (Haufler 2010). La difusión de las leyes de acceso a la información a escala mundial (Michener 2011) ha contribuido también al estiramiento conceptual de la transparencia, en particular cuando se trate de analizar el alcance de aquellas políticas (Bowles et al. 2013).
Sea lo que fuere, la eficacia de la lucha anticorrupción depende más de los controles horizontales políticos y administrativos que de los controles verticales no electorales. A lo mejor estos últimos pueden actuar como detonantes de procesos penales (por ejemplo mediante los lanzadores de alertas, la movilización colectiva y la difusión de información por los medios de comunicación tradicionales y las redes sociales). Pero la condición sine qua non de su eficiencia es que funcionen los mecanismos de control horizontal, como lo ilustra de manera dramática la crisis de gobernabilidad de los años 2010 y siguientes en Venezuela (Fontaine y Medrano Caviedes 2015; Fontaine et al. 2019). Donde el ejecutivo reprime la sociedad civil, es poco probable que ésta despliegue estrategias eficaces de control no electoral. Al inverso, la autonomía de las agencias de equilibrio puede poner en jaque los controles verticales electorales e instrumentalizar los controles no electorales, como lo ilustra el caso brasileño con la politización de la lucha anticorrupción en la operación “lava jato” (Dallagnol 2017; Taylor 2018).
Por último, la difusión de las políticas anticorrupción a nivel regional y más allá no hubiera sido posible sin el empoderamiento de los actores no-estatales por la multiplicación de programas internacionales financiados por organismos bilaterales y multilaterales. Siguiendo la teoría del búmeran (Keck y Sikkink 2000), las comunidades locales, los sindicatos, las organizaciones no gubernamentales (ONG) y demás organizaciones de la sociedad civil utilizan los foros internacionales como una caja de resonancia de sus demandas, para ejercer presión sobre las autoridades locales y conseguir reformar la regulación en sus países respectivos. Desde la Alianza por el Gobierno Abierto (AGA) lanzada por el entonces Primer Ministro del Reino Unido, Tony Blair en 2000 (Bowles et al. 2013) hasta la EITI lanzada en 2002 con el patrocinio del Banco Mundial (Haufler 2010), aquellos programas han ofrecido nuevas oportunidades a la ciudadanía de abogar por instituciones y políticas más responsables y transparentes. No obstante, la paradoja de los mecanismos de control vertical no electoral, en tanto fueron conceptualizados para ofrecer soluciones sociales a problemas políticos, es que solo tienen la oportunidad de desplegarse donde existe simultáneamente una capacidad duradera de movilización de los actores no-estatales, un respeto notorio de los derechos fundamentales como son la libertad de prensa y de opinión (condición necesaria mas no suficiente de la eficacia de los controles verticales electorales) y donde se garantiza la autonomía de las agencias de control (de la cual depende la eficacia de los controles horizontales).
4. Los controles democráticos en acción: un diálogo con los autores
El objetivo del presente dossier es dar cuenta de la transformación de los sistemas y procesos de controles democráticos en las últimas tres décadas, enfatizando en los mecanismos no electorales y en el cambio institucional. Se aspira a contribuir a la discusión con una mayor articulación interdisciplinaria y analítica entre estudios longitudinales y comparaciones entre países, áreas de políticas públicas y niveles administrativos y modalidades de controles verticales no electorales. Por ello, los artículos seleccionados hacen hincapié en tres aspectos de especial relevancia y actualidad para muchos países de América Latina. En primer lugar, indagan la creación e innovación institucional mediante la aparición y desaparición de nuevos poderes, la variación en la autonomía burocrática y el rol de las ONG y redes de políticas en la acción pública. En segundo lugar, se interesan por los mecanismos de control democrático que incentivan la participación ciudadana y la innovación democrática en la gobernanza multinivel y la rendición de cuentas en áreas de políticas específicas, como son las políticas extractivas. En tercer lugar, dedican una atención especial a la transparencia y a la lucha anticorrupción mediante iniciativas nacionales de reforma del Estado.
Los primeros dos artículos del dossier confirman que el rol del poder ejecutivo –en particular aquel de la presidencia de la república– sigue determinante para el alcance y la efectividad de los controles democráticos verticales y horizontales. Muestran en específico que el diseño de las políticas públicas es el principal marcador de la voluntad del gobierno de rendir cuentas y que la autonomía de las agencias de equilibrio es, en gran parte, contingente a esta voluntad.
En “Soberanía de los recursos naturales y rendición de cuentas. El caso de la política hidrocarburífera boliviana, 2006-2018”, César Augusto Camacho-Soliz identifica el mecanismo causal por el cual el nacionalismo extractivo produce un déficit de controles democráticos en Bolivia. El diseño de las políticas extractivas, en particular la política de gas durante la administración de Evo Morales, desconoció inicialmente las demandas sociales por una consulta previa e informada, lo cual conllevó a conflictos socioambientales entre el Gobierno y las comunidades locales (como en el caso del Territorio Indígena del Parque Nacional Isiboro Sécure –TIPNIS–). El autor muestra que el diseño centralista de la política de gas y el estilo coercitivo de implementación afectan la capacidad de control de los actores no-estatales. Primero, la falta de transparencia y de rendición de cuentas en el monto y el destino de las rentas mineras y del gas ponen en jaque la lucha anticorrupción. Segundo, la falta de autonomía de las agencias de monitoreo debilita el control horizontal político y administrativo. Tercero, el modo de gobernanza jerárquica del Gobierno contradice el discurso oficial pro participación ciudadana e impide la institucionalización de los mecanismos de control vertical no-electoral. Por último, estos déficits de control democrático anunciaron la decisión del presidente Morales de pasarse por alto la limitación constitucional de la reelección presidencial y presentarse por tercera vez al mandato supremo, lo cual debilita los mecanismos de control vertical electoral.
En “Innovación institucional para la rendición de cuentas: el Sistema Nacional Anticorrupción en México”, Alejandro Monsivais-Carrillo explica que el Sistema Nacional Anticorrupción (SNA) constituye una innovación prometedora en materia de lucha anticorrupción, pero depende de la voluntad del ejecutivo. Este sistema fue diseñado por el Gobierno de Enrique Peña Nieto en 2015, con base en un acuerdo (el Pacto por México) entre los principales partidos del gobierno (PRI) y de la oposición (PAN y PRD), a los cuales se sumó luego el Partido Verde. Concluyó un proceso de reformas estructurales iniciado en la administración de Vicente Fox y dejado a medias por el Gobierno de Felipe Calderón, que incluía la apertura del sector energético al mercado y una política de transparencia intersectorial. El autor describe con detalle cómo la pugna de poder entre el ejecutivo y el legislativo detuvo el proceso por cerca de tres años, antes de tener un desenlace positivo para la ciudadanía. Los logros del SNA aún quedan por ser evaluados a la luz de los retos planteados por una corrupción sistémica que afecta el Estado a todos los niveles. Sin embargo, el artículo muestra con claridad que la eficiencia de los controles políticos horizontales, de los controles verticales no electorales y de los controles horizontales administrativos sigue dependiendo de la política del gobierno y de su capacidad de reformar el aparato estatal. Además, explica que la probidad del jefe del ejecutivo tiene un efecto demostrativo clave para la legitimidad de la política anticorrupción y la confianza de los actores no-estatales en su efectividad. En este sentido, la implicación del presidente Peña Nieto en el escándalo de corrupción de la “casa blanca” y el conocimiento de graves violaciones de los derechos humanos cometidas por el Ejército durante su administración tuvieron efectos contraproducentes sobre su política y contribuyeron sin lugar a duda al cambio ideológico que surgió con la elección del presidente Andrés Manuel López Obrador en 2018. En este contexto, la institucionalización de los controles democráticos sigue incierta y los avances en materia de lucha anticorrupción pueden detenerse o incluso revertirse a corto plazo si el discurso oficial del nuevo mandatario no se traduce en medidas concretas.
Los tres artículos siguientes arrojan luz nueva sobre el ejercicio de los controles políticos, sociales y administrativos a escala local. En este ámbito, las prácticas son contrastadas pero ilustran la teoría neoinstitucional según la cual las prácticas en materia de controles democráticos dependen de la resiliencia de las instituciones formales e informales.
En “Democratizando la revocatoria para alcaldes en Ecuador y Colombia: la gobernanza local en la encrucijada”, Luis Carlos Erazo y Lorena Chamorro muestran que la revocatoria del mandato para alcaldes es un mecanismo poco efectivo debido a su diseño institucional. En casos extremos como Perú, la revocatoria de mandato puede convertirse en un obstáculo para la gobernabilidad democrática, por constituir un factor de intimidación e inestabilidad institucional para los gobiernos locales. No obstante, tanto en Colombia como en Ecuador este tipo de control vertical electoral ha sido regulado para limitar formalmente el poder de la ciudadanía. En Colombia, la revocatoria de mandato del alcalde es sancionada por la Constitución Política de 1991 y la Ley 134 de 1994; en Ecuador, fue sancionada por la Constitución de 1998 pero no fue regulada sino hasta la reforma constitucional de 2008, con la consecutiva adopción del Código de la Democracia en 2009 y de la Ley Orgánica de Participación Ciudadana en 2010. De esta manera, más que un derecho ciudadano, este mecanismo se volvió un instrumento de control vertical electoral. Sin embargo, a pesar de numerosas ocurrencias (80 en Colombia y 138 en Ecuador hasta 2011), son pocas las iniciativas que llegaron a votación (37 en Colombia y 17 en Ecuador). Es más, ninguna ha desembocado en la revocatoria de un mandato de alcalde en Colombia y apenas seis iniciativas tuvieron un desenlace favorable para la ciudadanía en Ecuador. Estos resultados condujeron a una visible desafección por este tipo de controles debido al desasosiego y a la pérdida de confianza en su eficacia. La distinción asumida por el autor entre diseño institucional flexible y rígido hace eco a nuestra tipología de los controles democráticos basada en la capacidad de coerción y de participación de actores no-estatales. Cuando es más flexible, el mecanismo a la vez coercitivo y participativo pone en riesgo la viabilidad del gobierno local; cuando es más rígido, es a la vez poco coercitivo y poco participativo, lo cual le resta eficacia.
En “La transparencia como control democrático en los consejos ciudadanos: el caso del municipio de León, Guanajuato, 2009-2012”, José de Jesús Godínez Terrones estudia el caso de León (Guanajuato, México) para mostrar que la transparencia en los consejos ciudadanos municipales depende de la voluntad del alcalde, pese a la extensa regulación mexicana en materia de transparencia, control social y participación ciudadana. El autor elabora un índice de prácticas de transparencia compuesto por cuatro elementos de igual valor, incluyendo el acceso público a los reglamentos, a las sesiones y a las actas, así como la presencia de observadores invitados a las sesiones de cada consejo. De esta manera, la revisión de 373 actas publicadas por 29 consejos (consultivos o directivos) en el período 2009-2012 permite concluir en la opacidad del gobierno municipal, puesto que el índice de prácticas de transparencia es muy bajo (0,382). Llama particularmente la atención el nivel muy bajo del índice de prácticas de transparencia del consejo de consulta y participación ciudadana en materia de seguridad pública, dada la articulación entre la corrupción y las actividades ilícitas como el narco-terrorismo. El municipio justifica esta práctica por la naturaleza sensible de los asuntos tratados. Ahora bien, cuando la confidencialidad se vuelve opacidad, se convierte también en un desincentivo para la ciudadanía y un factor de desconfianza hacia gobiernos situados por redes.
Por último, en “Fiscalizando la autonomía. Estado, pueblos indígenas y rendición de cuentas”, Víctor Leonel Juan-Martínez explica que la complejidad de los controles democráticos introducida por la descentralización requiere una mayor articulación entre actores estatales y autoridades indígenas locales en la lucha anticorrupción. El autor propone una antropología de los controles democráticos locales que ilustra la importancia de integrar los mecanismos tradicionales de control al diseño institucional de los controles democráticos modernos. Caso contrario, la democratización y la descentralización persiguen objetivos contradictorios cuya consecución conlleva a la parálisis de las comunidades locales. En particular, la descentralización implementada en México desde la década de 1990 conllevó a la homogeneización de los mecanismos de control horizontales políticos y administrativos. Por otro lado, la excesiva burocratización de los trámites entorpece la capacidad de autogestión de las comunidades locales y produce efectos contraproducentes en materia de control vertical no electoral. Por ejemplo, la asignación de recursos rebasa la capacidad de gasto de estas comunidades por razones estructurales (como son la ubicación geográfica, el nivel de educación formal) y coyunturales (como son los criterios de asignación de recursos y los procedimientos operativos para solicitarlos). En estas condiciones se multiplican los actores intermediarios y los puntos críticos donde prospera la corrupción. El autor invita a adoptar una perspectiva intercultural y valorizar las organizaciones y modalidades de control social que han funcionado en el ámbito de los territorios indígenas, como son las asambleas generales, los consejos de ancianos, los consejos populares y demás consejos mayores de gobiernos comunales. Por último, se esboza una agenda de investigación para futuros estudios de la rendición de cuentas en medios rurales e indígenas, articulada alrededor de las tensiones o complementariedad entre unidades administrativas (comunidad, municipio, Estado y federación) de las instituciones y sistemas normativos de estas comunidades, y la pertinencia cultural de las instituciones estatales.
5. Conclusión: cambios institucionales y diagnósticos integrados
Luego de cuatro décadas de transición hacia la democracia en América Latina ¿cuán actual es el diagnóstico de la democracia delegativa? En primer lugar, hubo cambios institucionales relevantes. Por un lado, las funciones de control político horizontal fueron fortalecidas en algunos países, incrementando la autonomía funcional de las agencias de equilibrio, mientras que las de control administrativo horizontal adquirieron mayor proyección mediante la creación de diversas agencias de monitoreo. Por otro lado, la innovación democrática amplió los alcances del control social mediante la institucionalización de instancias de participación y representación no electoral, y la difusión de políticas de transparencia ha generado sinergias con las posibilidades abiertas por los otros cambios. De esta forma, el escenario de los controles democráticos y sus diversos mecanismos institucionales es sin duda más diverso y complejo que el escenario de la democracia delegativa observado y diagnosticado por Guillermo O’Donnell en la década de 1990.
No obstante, es prudente no asumir a priori que una mayor complejidad y diversidad conlleva a más y mejor control democrático. Por diversos motivos, el cambio institucional puede no generar los efectos esperados. Aún más, algunas de las contribuciones al dossier de Íconos. Revista de Ciencias Sociales evidencian que la efectividad de los controles democráticos todavía depende fuertemente de la presencia de un poder ejecutivo favorable, volviendo los déficits de institucionalización de esos controles una cuestión crucial. Así, la respuesta a la pregunta no puede ser deducida teóricamente, antes, requiere resultados de investigación capaces de elucidarla empíricamente. Aunque el aggiornamento de ese diagnóstico reclama un esfuerzo colectivo amplio y por ello escapa a los propósitos y condiciones del presente dossier, es posible advertir que el mismo mantiene su vitalidad, pues desafía a elaborar diagnósticos integrados o de conjunto que articulen los controles políticos, sociales y administrativos, verticales y horizontales, bajo nuevas circunstancias. Nuestra tipología es un paso en esa dirección, visto que permite iluminar la complementariedad de los mecanismos de control.
Una agenda de investigación para revisar la teoría de la democracia delegativa tendría que ocuparse también de ampliar la escala de observación y desarrollar herramientas analíticas para contemplar de modo integrado la interacción entre mecanismos de control. La idea de red de controles democráticos (web of accountability) –de desarrollo reciente en la literatura especializada en el combate a la corrupción– apunta en esa dirección. Las agencias de control vertical no electoral y horizontal administrativo adquieren significado distinto cuando son analizadas como puntos o nodos en una red de control democrático en la que facultades aparentemente limitadas o débiles pueden mostrarse relevantes como momentos de una dinámica mayor (Taylor y Buranelli 2007; Vello 2017). Un movimiento analítico algo similar se observa en la idea de regímenes de rendición de cuentas (accountability regimes), que centra la atención, por una parte, en la evolución histórica conjunta del sistema político y sus funciones de control vertical y de las demás instituciones encargadas de ejercer funciones de control democrático (Isunza Vera y Gurza Lavalle 2018b). Los regímenes de rendición de cuentas se caracterizarían por una co-evolución distintiva y por la especialización en ciertas modalidades de instituciones de control horizontal administrativo y vertical no electoral. Por último, diagnósticos integrados permitirían avanzar en la compresión de cuáles son la combinaciones virtuosas o viciosas (trade-offs) de diferentes mecanismos de control, de modo que sea posible determinar en qué circunstancias más control democrático es deseable y qué tipo de control.
Agradecimientos
Este artículo y el dossier que se presenta aquí es parte del proyecto “Public Accountability Project” coordinado por Guillaume Fontaine y financiado por el Fondo de Desarrollo Académico de FLACSO Ecuador por medio del proyecto IP976. Agradecemos al Profesor Iván Narváez de FLACSO Ecuador y a todas las personas que colaboraron de manera anónima en este dossier por la evaluación de los numerosos artículos recibidos.
Adrián Gurza Lavalle agradece el financiamiento del CEM (proceso 2013/07616-7) concedido por la Fundação de Amparo à Pesquisa do Estado de São Paulo (FAPESP). Las opiniones, hipótesis y conclusiones o recomendaciones aquí expresadas son responsabilidad de los autores y no reflejan necesariamente la visión de la FLACSO ni de la FAPESP.