1. Introducción
Hablar de vulnerabilidades hoy en América Latina y el Caribe exige hablar de las raíces y causas profundas de los riesgos que implican diversos grados de exposición y sensibilidades ante amenazas (Blaikie et al. 1994; Berkes y Folke 1998; Oliver-Smith y Hoffman 2002), y por lo tanto, de las desigualdades y crisis estructurales más allá de lo regional o local. En América Latina y el Caribe, pero también en el resto del mundo, aumenta la conciencia de que confrontamos como humanidad no solamente un agregado de crisis económica, política, ecológica y social, sino una profunda crisis civilizatoria. En palabras del destacado sociólogo venezolano Edgardo Lander, se trata de “la crisis terminal del patrón civilizatorio prometeico de la modernidad colonial […] que está destruyendo las condiciones que hacen posible la producción y reproducción de la vida en el planeta Tierra” (Lander y Rodríguez 2019, 4). Es la crisis de un modelo de vida “antropocéntrico, patriarcal, colonial, clasista, racista y cuyos patrones hegemónicos de conocimiento, su ciencia y su tecnología, lejos de ofrecer respuestas de salida a esta crisis civilizatoria, contribuyen a profundizarla” (Lander y Rodríguez 2019, 14).
Este dossier parte del reconocimiento de que las formas dominantes de la gestión de desastres por medio de políticas públicas y programas de asistencia humanitaria se inscriben en lógicas que replican, en lugar de subsanar, este patrón civilizatorio subyacente a la crisis planetaria. Si bien hay avances relevantes con respecto a la conceptualización de la vulnerabilidad social, la adaptación o la resiliencia, desde una perspectiva decolonial1 constatamos que la construcción hegemónica de conocimientos académicos sobre la reducción de riesgos exante y reconstrucciones expost repiten el patrón de poder moderno con sus énfasis en la reactivación de la producción y los flujos comerciales orientados a la acumulación. Las condiciones para la reproducción social y ecológica son ámbitos marginados, aunque fundamentales en contextos de desastres, tal como argumentaremos en las siguientes páginas.
Aportes desde la economía política evidencian múltiples entramados de intereses corporativos y políticos que buscan provocar shocks antropogénicos (como guerras, crisis económicas, rebeliones, entre otras) o convertir shocks naturales (por ejemplo, catástrofes) en verdaderos desastres, con el fin de desmantelar las estructuras públicas existentes al tiempo que crean ingentes oportunidades para la expansión de mercados bajo tales circunstancias (Klein 2007, 4-6). Según la autora, este “capitalismo de desastres” tiene sus raíces históricas, por un lado, en los experimentos psicológicos y de tortura implementados por los servicios de inteligencia estadounidense durante la guerra fría2; por otro, en los programas económicos y en las políticas profundamente antidemocráticas del economista neoliberal Milton Friedman y los llamados Chicago Boys en América Latina, en particular en Chile, y luego en el Consenso de Washington (Williamson 1993) y las agencias multilaterales asesoradas durante las décadas de 1980 y 1990 por el propio Friedman.
El capitalismo de desastres se superpone a las conocidas configuraciones territoriales que ha generado el extractivismo de materias prima desde tiempos coloniales y que, recientemente, toma la forma del “neoextractivismo” en América Latina (Svampa 2015; North y Grinspun 2016). En esta región, su imbricación con los tejidos socioterritoriales ha sido profunda y ha consolidado un estado desigual. Los programas de ajuste del Fondo Monetario Internacional (FMI) fueron claves para su profundización en nuestra región durante la segunda mitad del siglo XX, acentuando aún más su subordinación extractiva ante la economía global. En la década pasada, la ola de gobiernos “progresistas” en Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador y Uruguay despertaron esperanzas de superación de este modelo. Aunque promovieron un aumento significativo de los recursos asignados a políticas sociales y, en varios casos, importantes políticas de redistribución de la riqueza, sin duda dichos gobiernos contribuyeron también al “consenso de los commodities” (Svampa 2015) en América Latina, con todos sus “efectos de derrame” (Gudynas 2015) en los ámbitos democráticos, judiciales, sociales, ecológicos y políticos.
Los extractivismos y sus múltiples violencias asociadas se desbordan en numerosas explotaciones intensivas de petróleo, minería, agroindustriales, acuícolas o silvícolas (Bebbington y Bury 2013; Orihuela y Thorp 2012), junto a las cuales interactúan dinámicas concomitantes de extracción de conocimientos. Este régimen de explotación continúa promoviendo el desarrollo económico por encima de las necesidades humanas y de la naturaleza, mientras que abona también su parte a la acentuación de vulnerabilidades socioambientales en determinados ecosistemas3 y territorios. En efecto, las dinámicas del capitalismo global y su economía-mundo se configuran como un verdadero acelerador de la frecuencia e intensidad de fenómenos como huracanes, inundaciones, sequías o terremotos (esto último, en particular, debido a la fracturación hidráulica o fracking), y crean condiciones de vida precarias que exponen a poblaciones a mayores riesgos de sufrir las consecuencias devastadoras de dichos eventos. Tal como advierte el Informe Global del Riesgo: “Los desastres se construyen socialmente dentro del desarrollo. El desarrollo no puede protegerse de sí mismo y, hasta que se transforme el desarrollo, el riesgo de desastres seguirá aumentando” (UNISDR 2015, xv). En este capitalismo de “desastres”, las aproximaciones tecnocráticas neutralizan lo político y los espacios de debate ciudadano; las políticas públicas en este terreno se reducen al cálculo y aplicación racional de protocolos, de ingeniería positivista, de medidas para promover el desarrollo económico de las zonas afectadas, que a su vez configuran las condiciones de desastres posteriores.
Frente a este panorama, el presente dossier se enfoca en los procesos de recuperación posdesastre encabezados por las propias comunidades afectadas para garantizar la reproducción de la vida desde un enfoque crítico y reflexivo que busca reflexionar sobre las estrategias centradas en capitalizar económicamente estos acontecimientos (Gunewardena y Schuller 2008). Los artículos que aquí se presentan buscan comprender tanto los aspectos estructurales y situacionales que contribuyen a las vulnerabilidades socioambientales ante los desastres, así como las aproximaciones y respuestas ofrecidas por gobiernos, organizaciones y academia. De esta manera, se busca aportar a este creciente campo de estudio desde las ciencias sociales que incluyen los análisis de la (in)justicia ambiental (Carruthers 2008), las desigualdades socioambientales (Göbel et al. 2014), el impacto geoclimático, la vulnerabilidad social (Birkmann 2013; Blaikie et al. 1994; O’Brien y Wolf 2010) o la resiliencia y su crítica4 (Bracke 2016).
El concepto de desastres lentos (Knowles 2014), también conocidos como desastres a cámara lenta (Ultramari y Rezende 2007) o desastres postergados (Cutter et al. 2008), por ejemplo, resalta como un aporte significativo desde esta literatura en tanto desplaza el imaginario común de riesgos y desastres como eventos circunstanciales, limitados en tiempo y espacio, para comprender estos acontecimientos en relación con procesos sociopolíticos, ecológicos o territoriales (D’Ercole et al. 2009) más amplios. Aproximaciones como estas pueden ayudar a comprender el carácter paradójico –y a menudo contradictorio– de ciertas políticas o medidas tecnológicas, extractivas o energéticas en pos del desarrollo. Las mismas supuestamente buscan superar las exclusiones, marginalidades y vulnerabilidades existentes, si bien con frecuencia resultan en despojo (Penz et al. 2011), explotación, trauma individual y colectivo, contribuyendo a crear condiciones de mayor vulnerabilidad y pobreza en las áreas objeto de intervención.
A partir del enfoque de desarrollo humano (Sen 1999; Nussbaum 2011; Alkire 2010), se comenzó a reparar en el hecho de que los desastres no impactan de la misma manera en toda la población y que, por lo tanto, sus consecuencias también tienen que ver con las condiciones socioeconómicas anteriores a la catástrofe. Hablamos del viraje desde la gestión de desastres vertical y centrada en la tecnología hacia otras concepciones más atentas a las desigualdades socioambientales, entre las que resalta el enfoque de la vulnerabilidad. Este enfoque parte del reconocimiento de esta condición como una construcción con un fuerte componente social y político asociado a las desigualdades que recrean los desastres. Según Lavell y Franco (1996), la vulnerabilidad se desglosa en tres dimensiones: la físico-material (vivienda e infraestructura, medios de vida); la socio-organizativa (participación y organización social de la comunidad); y la que tiene que ver con la motivación-actitud individual y colectiva (concepción de las comunidades sobre sí y su vínculo con el medio ambiente). La combinatoria histórica y situada de estos elementos hace que los grupos más pobres y otros colectivos generalmente discriminados ( Enarson y Meyreles 2004) resulten en las primeras víctimas, de manera que, lejos de ser incidentes o peligros coyunturales asociados con una naturaleza indomable, revelan la dinámica que permea los territorios y la vida de quienes los habitan.
El concepto de la vulnerabilidad –aunque según diferentes descripciones y enfoques tiene una larga historia en nuestra región– ofrece sin duda notables elementos teóricos y analíticos para mejorar las llamadas “gestión de riesgos” y “gestión de desastres” en un acuciante contexto de cambios climáticos y proliferación de desastres. No obstante, es necesario reconocer también que los discursos sobre la resiliencia (Béné et al. 2014) han logrado imponerse por medio de la cooperación internacional, las ONG y las políticas desarrollistas de los Estados. En este marco, resulta urgente continuar las intensas y fructíferas discusiones sobre la vulnerabilidad que han surgido tanto en espacios académicos como en los de gestión y manejo de desastres. El objetivo es construir enfoques que ayuden a entender y actuar sobre las condiciones de vulnerabilidad estructural (en su carácter amplio, a menudo antropogénico, histórico y de larga duración); las capacidades de los diversos actores en territorios que sufren riesgos y desastres; la manera en que estos interactúan o deberían interactuar con las instituciones; y el sentido, propósito y formas de la ayuda humanitaria o de los programas de desarrollo.
A continuación, nuestra introducción al dossier “Comunidad, vulnerabilidad y reproducción en condiciones de desastres” indaga sobre el enfoque de la vulnerabilidad al tiempo que apunta algunos elementos para una aproximación parcialmente animada por la perspectiva de la reproducción y el sostenimiento de la vida, desarrollada desde visiones críticas a los modelos de desarrollo y los estudios de género. Dicha perspectiva pone en el centro la “crisis reproductiva” que suscita los desastres en territorios, construidos mediante interacciones sociales y condiciones de vulnerabilidad estructural, y alumbra las estrategias de las personas y colectividades afectadas. Además de poner en juego elementos como el cuidado de las personas y el ambiente, la alimentación, la salud o el acompañamiento, habitualmente relegados en los análisis dirigidos al examen de la reconstrucción de infraestructuras, el aporte radica en entender las iniciativas y reacomodos que se abren con la crisis, así como el papel que pueden jugar las colectividades a la hora de repensar y rehacer el común reproductivo en el territorio tras el desastre.
El texto está organizado del siguiente modo: en primer lugar, se revisa el cambio que implica el enfoque sobre vulnerabilidad y resiliencia, recogiendo también algunas críticas. Se expone, en este marco de comprensión, las contribuciones que proporciona la mirada sobre la reproducción y el sostenimiento de la vida –vinculadas con los estudios de género–, desde la que se ha enfatizado el lugar y aporte de las mujeres en estos eventos. Finalmente, se hacen algunas observaciones conclusivas antes de presentar brevemente los textos del dossier.
2. Desastres, vulnerabilidad y resiliencia
Los estudios y práctica sobre desastres, vulnerabilidad y resiliencia presentan dos dimensiones entretejidas. La primera es la académica, hoy dominada por las disciplinas técnicas y exactas, incluyendo estudios económicos y legales. En un segundo plano han quedado los avances desde las ciencias sociales que lamentablemente cuentan con limitada atención desde las políticas públicas o los financiamientos internacionales para la investigación, reduciendo así sus posibles impactos. No obstante, se cuenta con valiosos aportes desde y sobre la región latinoamericana y caribeña que han contribuido a establecer diferenciaciones conceptuales indispensables entre “riesgo”, “amenaza”, “prevención” o “vulnerabilidad”, así como aportes sobre las implicaciones sociales y culturales subyacentes a los desastres. Entre estas se destaca el llamado enfoque “forense” (Oliver-Smith et al. 2016) formulado desde la antropología, la geología y la geografía en su intento de entrelazar investigación académica con una política pública más efectiva, que incluye algunas dimensiones estructurales más profundas de la política y economía.
En este enfoque, la vulnerabilidad es definida como “propensión intrínseca o predisposición a sufrir daño o perjuicio no solamente material” (Oliver-Smith et al. 2016, 47), mientras que la resiliencia se refiere a las habilidades y capacidades de los actores para amortiguar el impacto de un daño o perjuicio. Dichas habilidades pueden contribuir a aumentar o superar las condiciones adversas ante la amenaza y la exposición, así como ante las situaciones de crisis (exposición, pérdidas, estrés multidimensional, entre otros) que se desencadenan tras el impacto (Oliver-Smith et al. 2016, 47). Según los autores de este enfoque, la vulnerabilidad se remite a una explicación más detallada de cómo y por qué existen condiciones de exposición y fragilidad en primera instancia, así como al modo en que cambian con el tiempo.
Por otro lado, y gracias a los trabajos realizados durante las últimas décadas desde las ciencias sociales (por ejemplo, Lavell y Franco 1996; Maskrey 1989 y 1993; Lavell y Maskrey 2014; García Acosta 1996), ha quedado superado el lugar común de los desastres “naturales” como hechos catastróficos debidos únicamente a fenómenos naturales en los cuales supuestamente la acción humana no tendría responsabilidad ni consecuencia, o la misma sería muy limitada. En realidad, también los desastres no antropogénicos tienen una condición profundamente humana, ya que un impacto externo se convierte en un verdadero desastre únicamente cuando existen ciertas condiciones sociales, políticas, económicas y culturales que hacen que un determinado territorio se configure como un contexto que desatiende riesgos y no genera condiciones de prevención.
Las ciencias sociales, en general, buscan elaborar conocimientos desde múltiples abordajes disciplinarios e interdisciplinarios sobre las causas, dinámicas, efectos y posibles acciones de prevención o mitigación a futuro que coloquen en el centro a las personas. Es claro que, por tratarse de fenómenos sociales, los conocimientos académicos no tienen validez generalizable y con frecuencia necesitan recurrir a conocimientos locales y populares sobre riesgos, amenazas y previsión que pueden ser altamente relevantes para adoptar medidas de protección, como lo demuestran algunos artículos en este dossier. Estamos ante un ámbito de conocimiento que debe necesariamente conjugar la teoría y producción académica con las experiencias y saberes locales para poder avanzar hacia respuestas que mejoren las condiciones de vida de las poblaciones afectadas o en riesgo.
Una segunda dimensión en la reflexión crítica en torno a los estudios sobre desastres, vulnerabilidad y resiliencia atañe a las políticas públicas y la institucionalidad en estas emergencias. No obstante las diferentes configuraciones institucionales, durante muchas décadas prevaleció en América Latina la doctrina de la “seguridad” frente a las amenazas y los riesgos naturales (Lavell y Maskrey 2014), la cual se ha actualizado en las últimas dos décadas bajo la doctrina del “nexo seguridad-desarrollo” (Duffield 2001; Duffield y Reid 2009). Bajo esta perspectiva, las respuestas a situaciones de desastres se organizan como parte de las estrategias de defensa nacional o regional, y por lo tanto, desde el protagonismo de las Fuerzas Armadas. Este enfoque nos parece no solamente reduccionista y miope, sino que además tiende a profundizar las vulnerabilidades estructurales al recurrir a las jerarquías verticales (ignorando los conocimientos locales) y al monopolio de violencia, por ejemplo, por medio de la desmesurada aplicación del “estado de emergencia” (Calhoun 2010). Afortunadamente, otras elaboraciones académicas y prácticas sobre el riesgo han ganado terreno bajo la influencia de estudios más críticos desde las ciencias sociales, y en particular desde América Latina, a partir de la década de 1960. Las respuestas institucionales desplegadas en el terreno, sin embargo, no siempre incorporan las recomendaciones que se realizan desde la academia o los organismos internacionales (Hannigan 2012; Rebotier 2012; Bouisset et al. 2018).
También en América Latina sigue vigente una “representación fetichista” de los desastres que típicamente expulsa del análisis los eventos y actores involucrados, según los autores de la “investigación forense de desastres” (Oliver-Smith et al. 2016), miembros fundadores de la Red de Estudios Sociales en Prevención de Desastres. Bajo esta mirada, los desastres y los sujetos afectados se ven despojados de “sus propias historias, [...] origen étnico, género, clase social y cultura para convertirse en víctimas homogeneizadas de desastres asociados con fenómenos externos que están fuera del quehacer humano” (Oliver-Smith et al. 2016, 7). A esta concepción contribuyeron las ciencias naturales y las ideas de base tecnológica que fortalecieron la creencia de que más conocimientos científicos y tecnológicos conducirían a reducir el riesgo mediante soluciones ingenieriles. Este enfoque se ha caracterizado por la primacía de la actuación del “ser humano sobre la naturaleza” (Oliver-Smith et al. 2016, 33), apuesta cuyos límites quedan en evidencia si se tiene en cuenta el cambio climático global, el auge del extractivismo y la crisis civilizatoria en general. En la actualidad, asistimos adicionalmente a la emergencia de un enfoque biopolítico que, desde los Estados y la cooperación, busca modificar los estilos y modos de vida, incluyendo la reproducción cotidiana, desde la perspectiva de la adaptación y resiliencia (Foucault 2008; Grove 2014; Lawrence y Wiebe 2018).
A escala internacional, los marcos de la política han transitado desde la International Decade for Natural Disaster Reduction (IDNDR), pasando por el Marco de Hyogo para la Acción (2005-2015) y el Marco de Sendai de las Naciones Unidas para la reducción del riesgo al desastre (2015-2030). Aunque estos ofrecieron relevantes aportes para incluir aspectos sociales, la perspectiva técnica y tecnificadora todavía sigue dominando; en ella se destacan las discusiones presupuestarias y el despliegue de procedimientos estandarizados a seguir bajo el paraguas de la seguridad, guía para las políticas públicas y las medidas adoptadas. Como queda claro, estos enfoques no presentan respuestas frente a la crisis civilizatoria, la cual apunta a las causas profundas que se hallan tras el aumento de los desastres antropogénicos.
A pesar de todo, el Marco de Sendai entiende que el “riesgo” es un producto acumulado de distintos factores que entrelazan las amenazas naturales con condiciones generales de exposición, vulnerabilidad y resiliencia. Uno de sus elementos centrales para explicar el riesgo y el desastre remite a la propiedad y a otras características de la estructura social, ecológica y económica de las comunidades expuestas. Entre ellas se destaca, a nuestro modo de ver, el carácter predatorio, androcéntrico y patriarcal, por cuanto acentúa o reduce los antecedentes y consecuencias de pérdidas y daños. En un nivel abstracto y conceptual, vulnerabilidad, resiliencia, exposición a amenazas y sostenibilidad están inseparablemente conectadas y se condicionan mutuamente también en forma de negación, ya que donde hay vulnerabilidad y falta de resiliencia, la reproducción a futuro queda amenazada. La literatura especializada advierte que sería erróneo pensar la vulnerabilidad simplemente como el anverso de la resiliencia; ambos fenómenos pueden existir al mismo tiempo, tanto en el plano individual como en el colectivo. Una persona puede contar con capacidades particulares que acrecientan la resiliencia (por ejemplo, buena formación técnica o una trama familiar densa), al tiempo que está expuesta a condiciones particularmente adversas (contaminación ambiental, por ejemplo). Es más, hay formas de resiliencia (un empleo estable en la minería o en plantaciones de soja) que pueden acentuar las vulnerabilidades a largo plazo, como ocurre cuando las respuestas de las poblaciones se apoyan en economías de corte extractivo que desatienden sus impactos ecológicos, sociales y jurídicos, por lo tanto, económicos y políticos (Gudynas 2015).
Cada desastre presenta una oportunidad para construir una sociedad menos vulnerable, más resiliente y sostenible (Jha et al. 2010). El Banco Mundial intenta hacerse eco de esta perspectiva en su lema para la recuperación posdesastre, Building Back Better (BBB). Cabe subrayar que los desastres guardan una íntima relación con el desarrollo y esto, sin duda, va mucho más allá de las respuestas en términos de asistencia humanitaria (Cuny 1983), entrelazándose más bien, con un análisis de la pobreza en términos interseccionales, es decir, considerando los distintos ejes articulados (género, raza, etnicidad, edad, clase) que intervienen en ella (Collins y Bilge 2016). En otras palabras, la apuesta política e intelectual debería ser: conectar de manera integral, tanto en el estudio como en la política pública, los distintos esfuerzos dirigidos a la recuperación, la reconstrucción y la prevención, reconociendo el carácter profundamente desigual de nuestras sociedades.
Aunque el análisis de la vulnerabilidad contribuye, sin duda, a entender mejor la distribución de pérdidas y ganancias socioambientales y económicas, su efecto puede ser desmovilizador en tanto acentúa la categorización de “víctimas” y damnificados (Blaikie et al. 1994). Estas son frecuentemente representadas en necesidad de soluciones rápidas, cuyos efectos pueden ser perjudiciales cuando no responden a las condiciones sociales, culturales y políticas del territorio; este es el caso de lo ocurrido en el litoral ecuatoriano después del terremoto del 16 de abril de 2016, en la medida en que las respuestas inmediatas no dejaron lugar a una reconsideración del desarrollo económico a escala territorial (Waldmueller et al. 2019; Waldmüller et al. 2019; Bravo 2018).
Todo ello explica en parte el auge del enfoque de la resiliencia, que resulta más atractivo para la cooperación al desarrollo, las agencias internacionales y la política pública. El término remite a la física, a la capacidad maleable de un material para volver a su posición de origen tras un impacto físico5. Lo cierto es que, tal y como advierten algunos autores, en el contexto de riesgos naturales y desastres no hay nunca una vuelta a lo anterior debido a la huella psicosocial desencadenada en el corto, medio y largo plazos. Es más, tampoco resulta deseable una vuelta al estado previo en la medida en que convenimos que fueron las insuficientes condiciones preexistentes las que ocasionaron el impacto del desastre o agravaron sus efectos. Por lo tanto, invitamos a interrogar la resiliencia como proceso problemático y, a ratos, discordante, de constante adaptación y transformación (Béné et al. 2014) a nuevas condiciones generales, tanto en el plano individual como en el colectivo, y como la capacidad de guiar las respuestas a partir del conocimiento y de la experiencia de los actores en el territorio. En último término, este enfoque pretende, como se ha dicho, modificar los comportamientos humanos en lugar de subsanar los mecanismos estructurales de la invisibilización, desigualdad y marginalización.
Otra perspectiva relacionada con los desastres conecta el par vulnerabilidad y resiliencia con informalidad, noción altamente ambigua y elusiva, pero siempre conceptualizada en relación con el desarrollo y los procesos de formalización (Boanada-Fuchs y Boanada-Fuchs 2018). Desde la microsociología, por ejemplo, se exploran las dimensiones propias de la informalidad en un intento de visibilizar lo frecuentemente invisibilizado. Así mismo se evidencia cómo los Estados muchas veces pueden buscar esta visibilización como manera de formalizar determinadas actividades económicas con fines tributarios. En este esfuerzo, con frecuencia se omite su importante contribución al momento de amortiguar y transformar la exposición y aumentar las capacidades adaptativas y el fortalecimiento del capital social (Nakagawa y Shaw 2004).
Finalmente, cabe resaltar que las reflexiones sobre la informalidad desde la mirada a la vulnerabilidad y la resiliencia en contextos de desastre necesariamente debe incluir los trabajos del cuidado y la atención a las personas, así como diversas actividades y apoyos que construyen y reproducen los tejidos familiares y comunitarios en el contexto posdesastre. Estos trabajos no remunerados y precarizados son prominentes en la región y se acentúan en períodos de crisis. A pesar de su generalización, con frecuencia son llevados a cabo por indígenas y afrodescendientes, particularmente mujeres. Aquí se incluirían, por ejemplo, las tareas del cuidado de ancianos y niños, la atención a los animales de la calle, la limpieza y acondicionamiento de espacios públicos, las labores de escucha, memoria y reconstrucción de lo vivido con personas afectadas, entre muchas otras. Manuel Tironi (2018) ha descrito estas labores como “activismo íntimo” o también como creación y recreación de “paisajes afectivos” (incluyendo su mapeo). Como se verá en el próximo apartado, estas tareas resultan relevantes cuando se toman en cuenta las dimensiones y/o construcciones de género al considerar la capacidad para adaptarse, pero también para transformar los entornos reproductivos que garantizan el sostenimiento.
3. Aportes desde los estudios de género y la perspectiva de la reproducción
Si los modelos de desarrollo y las políticas públicas han sido ámbitos donde la inclusión de la perspectiva de género ha llevado un proceso de varias décadas, su incorporación en los estudios sociales de desastres ha sido aún más lenta; hoy existen vacíos notables, particularmente en América Latina y el Caribe. Más allá del papel que las tareas informales puedan jugar en los desastres, los estudios de género desde la interseccionalidad han avanzado en un enfoque general acerca de las crisis de reproducción que implican estos eventos; la reproducción emerge en ellos como un vector central. El lugar diferencial que ocupan hombres y mujeres en las crisis ha proporcionado importantes pistas en esta dirección. Si bien estos estudios se han centrado en el lugar desigual de las mujeres, lo cierto es que, al situar la reproducción en el centro, invitan a una perspectiva más amplia acerca de las necesidades e iniciativas de distintos sectores de la población (niñas y niños, personas mayores, desplazadas, migrantes, entre otros). Así pues, en esta introducción resaltamos estos aportes como una entrada clave desde la que se puede alumbrar una mirada más amplia sobre las desigualdades.
Tradicionalmente las mujeres han recibido el tratamiento de “víctimas” pasivas en los desastres, siendo un grupo especial a proteger. Esta concepción de “las mujeres y los niños primero” refuerza el estereotipo de género de la debilidad femenina y la fortaleza masculina sin cuestionar de dónde proviene esta concepción. Si a esto se agrega que el terreno de los desastres ha estado cooptado por áreas altamente masculinizadas como las ingenierías técnicas y militares, tenemos como resultado la invisibilidad de las mujeres en tanto sujetas activas en sus familias y comunidades, con necesidades específicas y portadoras de saberes y habilidades concretas, generalmente asociadas con su papel social de cuidadoras, pero no exclusivamente. Los varones, en muchos casos, han liderado los programas tanto desde el ámbito técnico como en su condición de interlocutores con las administraciones. Sin embargo, diversas experiencias demuestran la necesidad de la incorporación de mujeres en los equipos de trabajo y la promoción de su participación social en las comunidades. Tal es el caso de lo observado, por ejemplo, en Pakistán luego de las inundaciones de 1992, donde algunas mujeres ni siquiera se acercaban a recibir comida durante la emergencia si era proporcionada por manos masculinas (Ahmed 1994). Por el contrario, la experiencia de Ce Mujer después del huracán Georgia en República Dominicana, promovió la creación de nuevos grupos de mujeres organizadas que surgieron durante la respuesta (Meyreles 2000).
A partir de la década de 1990, los estudios de género y desastres han tenido un importante desarrollo, superior al que se observa en relación con el examen de otros ejes de desigualdad, como el étnico o el vinculado con la edad o la migración. En particular, se destacan las contribuciones anglosajonas y del sur y sudeste asiático, siendo bastante más escasos los aportes latinoamericanos. Estos estudios nos muestran que las mujeres mueren hasta un 70% más que los hombres como consecuencia del fuerte impacto en un desastre, mientras que su esperanza de vida se reduce en el mediano plazo (Neumayer y Plümper 2007; Oxfam Internacional 2005). Así mismo, son más propensas a padecer hambre en una sequía por asegurar el alimento de las personas que tienen a su cargo (De Sousa 1995). Algunos estudios demuestran, además, que sufren violencia y ataques sexuales en las etapas de recuperación y reconstrucción (Alburo-Cañete 2014; Bradshaw y Fordham 2013; Clemens et al. 1999; Cotarelo 2015) y que, en la mayoría de los casos, la cuantificación económica de las pérdidas no tiene en cuenta las herramientas de trabajo de las mujeres, particularmente de las más pobres, que mediante tareas informarles garantizan su subsistencia y la de su familia antes del desastre (Bradshaw 2004).
Si a esta situación se agrega que en las etapas posteriores al evento aumenta el trabajo no remunerado, doméstico y de cuidados, que dificulta a las mujeres reincorporarse al trabajo productivo (Arenas Ferriz 2001), se concluye que los desastres, la mayoría de las veces, aumentan la brecha de ingresos entre hombres y mujeres y vuelven más pobres a estas últimas. Desde el enfoque de la vulnerabilidad, las mujeres suelen ser más vulnerables, y esto es producto de la construcción social previa que las coloca en condiciones de desigualdad en sociedades patriarcales. Las desigualdades estructurales de género se advierten, por ejemplo, cuando se considera la titularidad en la propiedad de la tierra y el modo en que ésta es una llave para recibir ayudas durante el período de reconstrucción. Todo ello aumenta si se combina con otros factores como la raza, la etnia, la edad o la orientación sexual (Enarson y Meyreles 2004). Así pues, el género, en tanto categoría relacional, permite entender cómo las desigualdades, en sus vertientes socioeconómicas, se entretejen con imaginarios y prácticas culturales contribuyendo al examen de las vulnerabilidades que se producen y reproducen ante los desastres.
Cuando se pasa a un enfoque de capacidades y resiliencia, además de las críticas ya expresadas, no necesariamente se incluye el género, por lo tanto, las acciones que se proponen pueden volver a excluir a las mujeres y otros colectivos. Margaret Alston (2014) advierte que, de esta manera, se pueden desaprovechar conocimientos y prácticas locales vinculadas con el medio ambiente si no se tiene en cuenta a una parte de la población. A pesar de las diferencias sociales y culturales en este terreno, en la mayoría de los casos, las mujeres suelen quedar fuera de los espacios de decisión y, por ende, sus opiniones no se toman en cuenta. En el contexto de un desastre, su participación y la de otros colectivos, generalmente olvidados, podría ser clave a la hora de gestionar los riesgos bajo otras premisas.
Algunos trabajos sobre Haití y otras experiencias como Katrina en Estados Unidos o Mitch en Honduras revelan que, si bien estos hechos desestructuran los hogares, activan simultáneamente el protagonismo femenino, así como el de otros actores civiles (Dahlberg et al. 2016). La capacidad organizativa de las mujeres y su papel en la comunidad cuando se trata de afrontar necesidades, nuevamente vinculadas al cuidado, en ocasiones desestabilizan el orden de género previo movilizando nuevas energías y resistencias relacionadas con derechos sobre la tierra, a la salud, al duelo y al afrontamiento del trauma o a la participación en la reconstrucción y la vida social en general (Horton 2016). Al respecto, Andersen et al. (2019) analizan, en la comunidad de Dichato en Chile, la transformación de los procesos organizativos urbanos luego del tsunami de 2010 y resaltan la importancia de las redes comunitarias lideradas por mujeres como soporte social que dinamiza las relaciones de cuidado (especialmente relacionadas con la alimentación). Tal y como señalan algunas autoras, la destrucción física de infraestructuras con frecuencia implica una alteración de las relaciones cotidianas en el hogar y el entorno directo, promoviendo una articulación entre el espacio privado y el comunitario (Magaña y Silva-Nadales 2010). El pulso de estas iniciativas respecto a los Estados y, en casos como el haitiano, las ONG, han dado lugar a una importante literatura crítica acerca de la regeneración de nuevas formas de dependencia (Gros 2011). Esto atañe tanto a la revictimización como a la violencia directa, el empobrecimiento o la supeditación a la ayuda (Haití Equality Collective 2010; MADRE 2012).
Así pues, algunas teóricas feministas de los desastres plantean que la crisis puede ser una oportunidad para construir comunidades con mayores condiciones de igualdad en los ámbitos público y privado (Bradshaw y Fordham 2013; Alston 2014). Las prácticas observadas por los gobiernos y por la cooperación internacional en la mayoría de los desastres recientes en la región distan mucho de integrar esta mirada, así como la perspectiva de género en los textos emanados de las conferencias mundiales y regionales para las Américas. En tal sentido, es necesario un diálogo más próximo y profundo entre los estudios sociales de los desastres y los estudios de género y feministas que aporte al cuestionamiento de las prácticas y políticas sobre el terreno. Lo mismo podría sugerirse acerca de las investigaciones sobre etnicidad, edad o migración, con las que necesariamente hay que pensar de forma articulada.
En una vertiente más teórica, pero con un notable potencial analítico para el estudio de los desastres, hemos aludido a la perspectiva de la reproducción. Dicha perspectiva, desarrollada desde los estudios de género, en especial desde la economía feminista6, desplaza la atención desde el mercado y todo lo que pivota en torno suyo (el trabajo asalariado, el ingreso monetario, las transacciones asociadas, el consumo, entre otros) hacia el terreno de la reproducción y los cuidados, habitualmente oculto para la económica clásica y los modelos de desarrollo en los que se apoya. En ella emerge un sinnúmero de actividades vinculadas no solo con el sostenimiento material y emocional de los cuerpos en el diario vivir (higiene, alimentación, albergue, descanso, cuidado, etc.), sino también a las condiciones del entorno social y natural que posibilitan (o dificultan) dicho sostenimiento, incluyendo las infraestructuras necesarias (agua, vivienda, espacio común y accesible, entre otros). La reproducción social se refiere así a “las tareas dirigidas al mantenimiento del sistema social, especialmente en el cuidado y la socialización de los niños, enfermos y ancianos, que incluye el cuidado corporal pero también la transmisión de patrones y normas de conducta aceptados y esperados” (Jelin 2014, 29). Se plasma en la crianza infantil en la familia nuclear o extensa, la atención a los mayores en el entorno rural o barrial, la circulación de niños en barrios populares, la contratación de asistencia personal, pero también en fenómenos tan aparentemente alejados como la provisión de alimentos cocinados a los migrantes en ruta que desarrollan colectivos de mujeres como Las Patronas en México.
Si el concepto de reproducción remite a las coordenadas que vinculan estas actividades con la economía y la organización social en su conjunto, el de los cuidados alude directamente a las tareas cotidianas de preservación. La noción de sostenimiento (o sostenibilidad) de la vida permite articular la restitución diaria de los seres humanos con lo ecoterritorial7 en un diálogo fructífero (Vega et al. 2018).
Conscientes de que la provisión relacionada con estas actividades no solamente ocurre (o no ocurre principalmente) en el mercado, estas reflexiones sacan a la luz el entramado que hace la vida cotidiana posible. Este entramado varía de unos contextos a otros, adquiriendo distintos significados y valores que son centrales para entender las estrategias de los actores y el modo en el que responden en condiciones de crisis, cuando la racionalidad maximizadora cede ante la lógica del sostenimiento. El desplazamiento epistemológico (y consecuentemente metodológico) sitúa en el centro todo aquello que excede, pero también se conecta con lo que posibilita la renta, por ejemplo, al momento de comprar alimentos, pagar deudas, adquirir insumos para la casa o ir al médico. La reproducción social es, según Nancy Fraser (2014, 64), una “condición de fondo” que permite la producción en el ámbito del mercado. El apoyo que proporciona la familia y la transmisión socioeconómica en el sistema educativo han sido el foco en los análisis sobre reproducción, reproducción corporal-afectiva y reproducción de capital educativo y de quienes (no) lo detentan (Kofman 2016); sin embargo, incluyen una pluralidad de ámbitos mucho más amplia. Estas reflexiones teóricas, desde la economía feminista y otras disciplinas afines, permiten dar cuenta de las tensiones que se producen al momento de garantizar las necesidades de sostenimiento en condiciones de crisis.
Llevada al análisis del desastre, la reproducción permite ver la complejidad de elementos que entran en juego cuando los mecanismos de aprovisionamiento, ya de por sí frágiles, se debilitan o directamente se desmoronan (los que faculta el mercado y los que, en algunos casos, suministra el Estado). Lo que cuenta entonces, sobre todo en primera instancia, es la capacidad de familias y grupos para el sostenimiento y su actualización en el desastre. Esto se advierte, por ejemplo, en los momentos inmediatamente posteriores al desastre, cuando los afectados ponen en común los alimentos disponibles, organizan carpas para pernoctar, habilitan cocinas comunitarias, gestionan el agua y la salud, limpian los espacios afectados, distribuyen las ayudas o reclaman apoyos a las administraciones. Tal y como revelan algunos estudios, es el común reproductivo el que cobra preeminencia y el que mueve la auto-organización de familias, dirigencias y comunidades (Vega et al. 2019). El desastre revela tanto la vulnerabilidad y la interdependencia como condiciones existenciales esenciales y necesarias8. Revela, así mismo, los límites de las formas de dependencia existentes, particularmente las que se refieren al salario.
Habitualmente la gestión posterior de la crisis apenas establece puntos de conexión con las capacidades reproductivas en juego. Es más, tal y como señalábamos, con frecuencia busca domeñarlas reestableciendo y reforzando las bases del desarrollo desigual. El reto, en este terreno, es entender cómo las estrategias de sostenimiento de familias y comunidades interactúan con las emprendidas por otras instancias (instituciones, agencias de desarrollo, entre otras) que operan de forma simultánea. Esto cortocircuita cualquier idealización en torno a lo comunitario y obliga a considerarlo siempre “en relación”, contemplando las sinergias y conflictos existentes.
A diferencia de otras perspectivas, la propuesta coloca en un lugar central la actuación de los sujetos en el territorio, estableciendo, no obstante, una distancia respecto de aquellas miradas sobre la resiliencia desde las que se enfatiza la adaptación, como plantea el grupo Resiliencia Social y Cambio Climático, del Banco Mundial, sin cuestionar las bases de la desigualdad (Bracke 2016). Tal y como advierten estas autoras, la resiliencia emerge como un dispositivo más de biopoder, trabajo sobre la fuerza viviente, que se populariza con el capitalismo neoliberal al devolver a los individuos, especialmente a las mujeres, la capacidad de recuperación en condiciones adversas inducidas.
4. Apuntes para el debate
En suma, el presente dossier busca, por medio de los artículos, reflexionar críticamente sobre los avances de los estudios sociales de los desastres, especialmente sobre algunas direcciones que se han desarrollado en los últimos años. El enfoque de la vulnerabilidad irrumpió desde la región latinoamericana y caribeña e incidió en los análisis y prácticas posteriores de programas y proyectos en gestión del riesgo. La mirada central sobre las diferentes condiciones socioeconómicas de los países afectados por un desastre, así como sobre los distintos sectores de la población, corporeizaron y situaron el desastre, mostraron la construcción social de la condición de vulnerabilidad. Sin embargo, en muchas ocasiones, el enfoque de la vulnerabilidad careció de una perspectiva de género e interseccional que enriqueciera el análisis.
El surgimiento del enfoque de resiliencia, con el que dialoga el de la vulnerabilidad, rápidamente pareció encontrar eco en los actores políticos encargados de la gestión del riesgo al tomar en consideración las capacidades individuales y colectivas de las personas. Este enfoque, sin embargo, puede adjudicar demasiada responsabilidad a la población afectada por un desastre, además de alentar cambios en los estilos de vida de manera vertical desde las instituciones. Sin desconocer los aportes y la imprescindible participación social que deben tener las comunidades en los procesos antes, durante y con posterioridad al evento, parece excesivo trabajar solamente desde este enfoque cuando la situación en la que se encuentra una población es multicausal y en ella intervienen factores políticos, sociales, históricos, culturales y de ejercicio del poder. Además, el enfoque de la resiliencia puede volver a reproducir las desigualdades de género si no se tiene en cuenta de qué manera se integrará esta dimensión al concepto de resiliencia.
Finalmente, las líneas de discusión sobre los cuidados y la reproducción de la vida se muestran críticas respecto de los discursos neoliberales, también presentes en el manejo de desastres, desde los que se replican recetas cuyo epicentro es la productividad de las personas y los territorios para el mercado. En una época de crisis civilizatoria, donde las formas de convivencia en el planeta requieren medidas urgentes, se vuelve imperioso pensar alternativas que sitúen en el centro la interdependencia de la vida en comunidad y con el ambiente. En este sentido, los cuidados, como una actividad necesaria, bien pueden expandirse no como un servicio prestado por las mujeres, sino como un camino para refundar las relaciones de poder y las causas de la desigualdad. Esperamos que los artículos que se presentan en este número sean un punto de partida para motivar el debate.
5. Presentación del dossier
Los cinco artículos de este dossier abordan la problemática de los desastres en la región desde algunas de las perspectivas y conceptualizaciones como las mencionadas. El primero de ellos, “Desde la amenaza natural al desastre: una construcción histórica del terremoto y tsunami de 1960 en Saavedra”, de los autores Cristián Inostroza-Matus, Francisco Molina-Camacho y Hugo Romero-Toledo, recoge un análisis histórico retrospectivo de los procesos políticos y económicos en el territorio de Saavedra, en Chile, a partir del evento que se conoce como el peor desastre de la era moderna de ese país. Aporta justamente la importancia de una reflexión de tipo histórico para entender la forma en la que se ocupa el territorio de La Araucanía usurpando tierras a los mapuche, acentuando la vulnerabilidad social que vive la población actual en esa región y el impacto diferencial que esto tiene en la experiencia de la catástrofe.
Los desplazamientos por desastres socioambientales son una de las consecuencias cada vez más observadas en el mundo y en América Latina y el Caribe. El estudio de caso del segundo artículo, denominado “Habitando ‘no lugares’: subjetividad y capacidades familiares ante un desastre socionatural en Chile”, de los autores Luisa Rojas-Páez y José Sebastián Sandoval-Díaz, apunta la necesidad de tener en cuenta las percepciones subjetivas de la población implicada, tanto desde el punto de vista de la percepción de la vulnerabilidad social como del desarrollo de las capacidades para afrontar el desplazamiento. Mediante un estudio cualitativo, se observan las tácticas familiares desplegadas en la vida cotidiana alterada por el desplazamiento, mismas que van desde la resignación y ocultamiento hasta respuestas tan contrapuestas como el individualismo y la solidaridad.
El tercer artículo, “Reubicación y procesos de territorialización en la Ciudad Rural Sustentable Nuevo Juan del Grijalva”, de Martha Arévalo-Peña, aporta una mirada desde México a las soluciones propuestas por los gobiernos nacional y estatal para la reubicación de la población entre 2011 y 2016 en el municipio de Ostuacán, estado de Chiapas, mediante un programa denominado Ciudad Rural Sustentable. Luego de una importante inundación y movimiento sísmico que provocó además deslaves de un cerro, se lleva adelante una estrategia de desarrollo regional que busca concentrar a la población en una zona más acotada para dar mayor seguridad y mejorar sus condiciones de vida. La experiencia muestra que las políticas implementadas, lejos de resultar efectivas, acrecentaron la pobreza, ya que no se contemplaron los modos de producción campesina. Las soluciones habitacionales no cumplieron con las expectativas de la población y no se promovió un proceso de participación que considerara las necesidades e intereses de los habitantes de Grijalva que sufrieron la desterritorialización.
El cuarto artículo también da cuenta de las políticas públicas desplegadas por el Estado en poblaciones afectadas por inundaciones, pero esta vez el estudio se ubica en tres comunidades de la provincia de Esmeraldas, Ecuador. “Afrodescendientes e indígenas vulnerables al cambio climático: desacuerdos frente a medidas preventivas estatales ecuatorianas”, de los autores Victoria Salinas, William Cevallos y Karen Levy, muestra la multicausalidad de factores que inciden en el aumento de la vulnerabilidad de la población. El estudio destaca que las acciones emprendidas no han cumplido los objetivos para la población afroesmeraldeña y chachi, sino que, por el contrario, responden a lógicas que desconocen las tradiciones culturales, sociales y económicas de la población e introduce claros sesgos autoritarios.
Finalmente, el último artículo “Procesos de recuperación posdesastre en contextos biopolíticos neoliberales: los casos de Chile 2010 y Brasil 2011”, de los autores Juan Saavedra y Víctor Marchezini, presenta un estudio comparativo de dos eventos de recuperación en dos países del Cono Sur: Chile y Brasil. Los procesos estudiados responden al escenario posterior al terremoto-tsunami del 27 de febrero de 2010 en el centro sur de Chile y a las inundaciones y deslizamientos en la región serrana de Río de Janeiro, el 12 de enero de 2011. Desde un enfoque acerca de la biopolítica del desastre, se proponen tres entradas analíticas: los efectos a largo plazo, las condiciones de inseguridad y las actuaciones de los profesionales. El estudio concluye que la intervención de corte neoliberal limita las actuaciones y las decisiones que se toman en la etapa de recuperación. Coincide además en la urgente necesidad de estudiar los desastres como procesos históricos y sociales desde una perspectiva crítica.
Notas
1 Según Walsh (2009), “decolonial” –a diferencia de “descolonial”– expresa un proceso multidimensional y plural de construcción mutua.
2 Estos programas se dirigieron a fraguar de nuevo la conciencia de individuos, literalmente desvaneciendo su memoria para hacerlos más susceptibles de manipulación (Klein 2007, 30-50).
3 La región andina tropical, por ejemplo, tiene en la actualidad altas tasas de riesgo asociadas a sequías y lluvias relacionadas con el cambio climático que ponen en grave riesgo las condiciones para la provisión de alimentos en los próximos años (GRID-Arendal 2016).
4 Ver, por ejemplo, Barrios (2016) para una crítica antropológica con respecto a la ambigüedad de la “comunidad” vista como homogénea y responsable para su bienestar, por un lado, y las escalas estructurales donde se ubican las causas raíz de la vulnerabilidad socialmente producida, por el otro.
5 Desde los estudios de la psicología, existen autores que entienden que puede haber un potencial transformador en el concepto de resiliencia, tal como afirma Ana María Rodríguez Piaggio (2009, 301): “Se entiende como un concepto dinámico en el que la persona a la vez que se sobrepone a la adversidad puede construir sobre ella, implica un juicio crítico de la realidad y también accionar para transformarla”.
6 Destacamos aquí los aportes de Dalla Costa (2009); Federici (2013); Mies (2019); Vogel (2013); Bhattacharya (2017). La economía feminista actualiza estas reflexiones, desarrollado el concepto sostenibilidad de la vida y analizado la tensión capital-vida (Picchio 1999; Carrasco 2001; Pérez Orozco 2012; León 2012). Desde América Latina, varias autoras retoman el concepto, entre ellas, Quiroga y Gago (2014); Cielo y Vega (2015) y Gutiérrez (2017).
7 La preeminencia de “lo ecoterritorial” resulta de un cruce de demandas relativas a la defensa ambiental con aquellas referentes a la defensa del territorio en su matriz indígeno-comunitaria. Así, Svampa (2012) alude al “giro ecoterritorial” en las luchas actuales y, recientemente, a la presencia del ecofeminismo en ellas.
8 En esta perspectiva, la vulnerabilidad no se refiere tanto a la incapacidad de personas y hogares “de aprovechar las oportunidades, disponibles en distintos ámbitos socioeconómicos, para mejorar su situación de bienestar o impedir su deterioro” (Kaztman 2000, 13), como a la condición ontológica de los sujetos en tanto seres en relación y necesitados de otros. Dicha condición primaria choca necesariamente con las directrices capitalistas en la medida en que el bienestar se dirime en un entorno de creciente mercantilización (Pérez Orozco 2012). La denominada “contradicción capital-vida” apuntaría a este problema fundamental para el sostenimiento socioambiental.