DOSSIER de investigación
Knowledge as cause and tool
for resistance against large scale mining: heuristic cases in Ecuador
Dra. Cristina Espinosa. Profesora asistente del Instituto de Ciencias Sociales Ambientales y
Geografía de la Universidad de Friburgo (Alemania).
(cristina.espinosa@envgov.uni-freiburg.de) (https://orcid.org/0000-0002-4479-4071)
Recibido: 15/05/2020– Revisado: 22/07/2020
Aceptado: 14/10/2020
– Publicado: 01/01/2021
Cómo citar este artículo:
Espinosa, Cristina. 2021. “Conocimiento como
causa y medio de resistencia a la minería de gran escala: casos heurísticos del
Ecuador”. Íconos.
Revista de Ciencias Sociales 69: 53-75. https://doi.org/10.17141/iconos.69.2021.4481
En
este artículo se argumenta cómo la producción de conocimiento se ha convertido
en una práctica central en los procesos de resistencia y oposición a proyectos
mineros de gran escala. Se parte de la observación de que, más allá de la
resistencia, los conflictos socioambientales que emergen en torno de la
extracción de minerales abarcan la producción y circulación de conocimiento.
Mediante tal conocimiento, los actores que se oponen a dichos proyectos buscan
influir en las decisiones políticas correspondientes a la gobernanza de
recursos naturales, territorios y personas. No todo tipo de conocimiento es
calificado como legítimo ni está distribuido equitativamente en estas luchas.
¿Por qué existen estas asimetrías epistémicas y cómo se relacionan con procesos
de lucha más amplios en contra de la dominación, desposesión y control?; estas
preguntas se explican por medio de aportes teóricos de la sociología del
conocimiento, el pensamiento decolonial latinoamericano y la corriente
feminista de los estudios de ciencia, tecnología y sociedad. A partir de estas
dinámicas epistémicas, relativamente innovadoras, se analizan tres casos
heurísticos en Ecuador: Intag, Azuay y Cordillera del Cóndor. Con dichos casos
se demuestra que la producción de conocimiento (contestatario) es una forma
importante de agencia para rebatir los efectos socioambientales que acarrea la
apertura de nuevas áreas para la extracción de minerales a gran escala.
Abstract
This article argues that production of
knowledge has become a key practice in processes of resistance and opposition
to large scale mining projects. The point of departure is the observation that
that- beyond mere resistance- socio-environmental conflicts regarding the
extraction of minerals, include the production and circulation of knowledge.
Opponents to large scale mining projects use knowledge in their efforts to
influence political decisions regarding natural resources, territories and
people. Not every kind of knowledge is recognized as equally legitimate or is
evenly distributed among participants in the course of these struggles.
Questions can be posed about the roots of these epistemic asymmetries and about
how they relate to wider conflicts regarding domination, dispossession and
control. These questions are illuminated using the theoretical contributions
provided by approaches such as the sociology of knowledge, Latin American
de-colonial thought, and feminist contributions to the study of science,
technology and society. Taking these relatively novel epistemic approaches as a
point of departure, three heuristic cases in Ecuador are analyzed: Intag, Azuay
and Cordillera del Condor. These cases show that the production of contestatory
knowledge is an important resource in efforts to counteract the
socio-environmental impact of the opening of new areas no large scale mining.
Keywords: agency; socio-environmental conflicts; knowledge;
Ecuador; large scale mining; epistemic practices.
Como respuesta al aumento global de la demanda de
minerales junto con la disponibilidad de nuevas tecnologías, el cambio del
siglo trajo consigo la expansión de la minería a gran escala a territorios que,
además de riquezas minerales, tienen gran importancia ecológica y cultural.
Simultáneamente, la extracción minera a gran escala se consolidó como una
estrategia de desarrollo sostenible en países con este tipo de recursos,
particularmente en el Sur global. América Latina recibió la mayor inversión en
este boom.
Sin embargo, el flujo de capital hacia nuevas áreas
de extracción minera en la región ha generado resistencia comunitaria,
conflictos violentos y amplias movilizaciones (Bebbington
2012; Hogenboom 2012; Walter y Urkidi 2016; Latorre, Farrell y Martínez-Alier
2015). Aunque no unánime ni uniformemente, comunidades locales se
resisten a la minería a gran escala porque perciben que esta acarrea impactos
socioambientales y riesgos. Excluidas comúnmente de la toma de decisión, buscan
influir la gobernanza de las industrias extractivas por medio de protestas,
marchas, iniciativas de cabildeo y participación en diálogos iniciados por
autoridades gubernamentales (Gustafson y Guzmán Solano 2016;
Moore y Velásquez 2012). Otra estategia, que ha recibido menos atención académica,
es la diseminación y producción de conocimiento contestatario.
Si bien tienen
aspectos materiales, los conflictos socioambientales están marcados por la
distribución desigual de conocimiento legítimo con implicaciones en términos de
poder. Así, los impactos socioambientales de la minería a gran escala son temas
que las personas comunes no puede determinar autoritariamente (Conde 2014). Las autoridades
gubernamentales y las empresas mineras ignoran frecuentemente las denuncias de
las comunidades locales y de sus aliados sobre los riesgos que la minería a
gran escala representa para el agua, el aire, la tierra o las entidades y los
sitios de importancia cultural y biológica. Mientras tanto, se les confía a
expertos científicos y técnicos la determinación oficial de riesgos y peligros
de las actividades extractivas.
Las comunidades locales y sus aliados rechazan las
evaluaciones tecnocientíficas oficiales y cuestionan las trayectorias
tecnológicas desarrolladas por los expertos de las industrias extractivas y los
gobiernos. Al mismo tiempo, incorporan conocimientos técnico-científicos en su
resistencia por medio de alianzas rurales-urbanas y
locales-nacionales-internacionales. De esta forma, construyen y diseminan
nuevas combinaciones de conocimiento. Estas dinámicas son de interés académico
y práctico, ya que ilustran formas importantes de agencia.
En los debates sobre la gobernanza ambiental, se enfatiza
recurrentemente en la complejidad, incertidumbre y los retos de discernir los
efectos de intervenciones realizadas (Rodela y
Gerger Swartling 2019, 83). En referencia a estas características, se
argumenta que las perspectivas e intereses de distintos actores deben
considerarse, ya que contribuyen al manejo eficiente y exitoso de los retos
socioecológicos contemporáneos (Rodela y Gerger
Swartling 2019, 83), y el contexto de la gobernanza de industrias
extractivas no es la excepción (Mitchell y Leach
2019). Así, se solicita la colaboración de hombres y mujeres de ciencia,
a quienes les han asignado un rol privilegiado en la resolución de problemas
ambientales y de sustentabilidad, para asegurarse de que la ciencia refleje
adecuadamente contextos, necesidades y perspectivas de los múltiples grupos que
constituyen una sociedad (Rodela y Gerger
Swartling 2019, 83).
Participación, transdisciplinariedad, aprendizaje y coproducción son
ejemplos de términos que encapsulan estas ideas. No obstante, en la
implementación concreta de estas nociones y de las investigaciones que las
acompañan, frecuentemente no se toma en cuenta que la producción de
conocimiento y su circulación en las sociedades están cargadas de poder y no
son políticamente inertes. No se reconocen las asimetrías existentes entre
expertos y otros actores ni las dificultades de recuperar las voces e integrar
los intereses legítimos de actores tradicionalmente marginados. Por ejemplo, en
su Estudio de Impacto Ambiental (EIA) para un proyecto minero de cobre y oro en
Panamá, Mitchell y Leach (2019, 93-94)
apuntan que el intercambio de conocimiento entre expertos y comunidades locales
fue unidireccional e instrumental. Las comunidades fueron reclutadas y
entrenadas para brindar asistencia al equipo de expertos de la compañía minera
en sus trabajos de campo. Como resultado, los miembros de las comunidades
participaron en el proceso de EIA con escepticismo, esperando que el proyecto
minero avance sin importar los resultados de las investigaciones.
Comprometida con la visibilización de las perspectivas de los pobres, marginalizados
y vulnerables (Robbins 2012), la ecología política ha considerado ampliamente
los entramados entre conocimiento y poder. La mayoría de las investigaciones de
conflictos socioambientales en torno a la extracción de recursos naturales
pertenece a este campo de estudio. Desde los años 90, en la
ecología política se ha investigado la apropiación de conocimiento indígena y
local por parte de diversos actores y medios, incluyendo autoridades coloniales
(Bryant 1996; Peluso 1995; Robbins 2012),
ONG ambientales (Bryant 1996), y
narrativas institucionales tanto estatales como internacionales (Fairhead y Leach 1995; Sletto 2008). En estos
estudios, el conocimiento local e indígena se conceptualiza comúnmente como
práctico, colectivo y fuertemente anclado en espacios (Nygren 1999, 268). Dinámicas de conocimiento más complejas no se
abordaban en esta literatura.
Más recientemente, investigaciones de la ecología política con un
enfoque en minería han documentado el funcionamiento de la ciencia corporativa (Kirsch 2014; Velásquez 2012; Sánchez Vázquez 2019;
Sánchez Vázquez y Reyes Conza 2017; Leifsen, Sánchez Vázquez y Reyes 2017; Li
2015; Himley 2014). En las prácticas cognitivas de dicha modalidad
científica se excluye a comunidades locales de la elaboración de estudios sobre
los riesgos, impactos y monitoreo de las actividades de extracción mineral.
También se obstaculiza el acceso de las comunidades a información independiente
para poder comparar y contrastar reportes oficiales. Las compañías mineras
producen y utilizan estratégicamente documentos tecnocientíficos que son
controlados y supervisados por autoridades gubernamentales. Esto contribuye al
apoyo y legitimación de la extracción minera al crear una “realidad única”
sobre los impactos socioambientales del proyecto, frecuentemente por medio de
la manufacturación de “incertidumbres científicas”. Por ejemplo, se elaboran
estudios técnicos en los que se determina que las fuentes de agua tienen grados
de contaminación previa al inicio de la extracción minera. Así, las comunidades
enfrentan dificultades cuando alegan que la calidad del agua ha sido alterada
por actividades mineras (Kirsch 2014, 130; Li
2015).
Mientras que las prácticas corporativas de conocimiento están bien
documentadas en la literatura sobre minería (Kirsch
2014; Li 2015; Himley 2014), no sucede así con los trabajos acerca de
los tipos de conocimiento movilizados por activistas y sus efectos (Velásquez 2017, 157). Este tema es central en
la investigación de Conde (2014) sobre la extracción de uranio en Namibia y
Níger, donde describe cómo organizaciones de base cooperan con científicos y
coproducen conocimiento en procesos de Activismo Movilizando Ciencia para
influenciar las acciones de empresas mineras transnacionales.
En América Latina, apenas se han empezado a estudiar dinámicas similares
(Leifsen,
Sánchez Vázquez y Reyes 2017; Sánchez Vázquez y Reyes Conza 2017; Sánchez
Vázquez 2019, Moore y Velásquez 2013). Al igual que otras investigaciones de la ecología política (Robbins 2012), estos
estudios de caso en profundidad toman prestado de los campos de la antropología
y la etnografía para revelar complejas realidades sociopolíticas entrelazadas
con interacciones y transformaciones ambientales. Esta profundidad meticulosa
es simultáneamente una fortaleza y una debilidad, ya que permite la comprensión
detallada de casos, pero no fomenta suficientemente la síntesis y la
teorización (Walker 2007; Blaikie 2008).
En un intento de sobrepasar esta limitación, en la siguiente sección se esbozan
puntos teóricos de la sociología del conocimiento, la corriente feminista de
los estudios de ciencia y sociedad, y del pensamiento decolonial
latinoamericano que permiten teorizar el proceso interconectado mediante el
cual se generan conocimientos en las sociedades junto con el ejercicio de
presión por cambios sociales.
La tradición de la sociología
del conocimiento refleja proposiciones foucaultianas sobre el discurso, el
poder y el conocimiento. Más allá de análisis lingüísticos o de comunicación,
Foucault ([1961] 1988, 59) conceptualizó
al discurso como un conjunto consistente, aunque no completamente homogéneo, de
ideas y temas recurrentes, reproducido por medio de diferentes prácticas, que
limita y constituye lo enunciable, pensable y realizable. Esta definición se
conecta con una forma peculiar de entender el poder, no como la característica
o destreza de un individuo, estado o grupo con intereses particulares, sino
como un complejo ensamblaje de micropoderes que permean todos los aspectos de
la vida. Así, el poder se entiende simultáneamente como opresivo y productivo;
como ejercido y no poseído per se (Fischer 2003, 40). El poder se puede ejercer
por medio de prácticas de significación y resignificación que hacen que ciertas
identidades, prácticas y conocimientos, previamente impensables, sean
concebibles.
Foucault también estableció un
vínculo entre discurso y conocimiento, argumentando que el conocimiento sobre
la realidad no es el reflejo de una verdad objetiva porque la verdad en sí
misma es una construcción discursiva. Por tanto, los discursos son
esencialmente “regímenes de poder/conocimiento”. En esta línea, Aparicio y
Blaser (2008) sostienen que los discursos
dominantes establecen las condiciones epistémicas y sociales necesarias para
que cualquier tipo de acción se considere como una proclamación de verdad. Estos
discursos también categorizan conocedores y no conocedores. Por ejemplo, el
discurso hegemónico de la ciencia como conocimiento superior ha conllevado la
especialización científica de los temas ambientales, otorgando a expertos y
científicos un rol central en la definición de problemas ambientales y en la
generación de conocimiento para resolver los mismos (Wesselink et al. 2013, 2). A la par, se han creado categorías
subordinadas de gente común, locales, indígenas, etc. (Dove 2006, 195-196). En estas jerarquías, el conocimiento
adquirido por medio de formas tradicionales de interacción con la naturaleza
tiende a ser devaluado. La división entre científicos/expertos y organizaciones
de base –cuyo conocimiento resulta de experiencias y no necesariamente de
educación formal– también refleja divisiones y jerarquizaciones entre trabajo
intelectual y físico, ciudad y campo, hombres y mujeres (Agarwal 1992, 136).
Aparicio y Blaser (2008)
apuntan que lo que yace fuera de los límites del poder/conocimiento no desaparece
simplemente. Los actores excluidos y silenciados cuestionan y negocian
asimetrías epistémicas, moldeando las políticas del conocimiento al desafiar
discursos hegemónicos y producir conocimiento contestatario. En estas
dinámicas, “poseer conocimiento” no implica únicamente informar, también
implica legitimar la autoridad epistémica de actores concretos que les permite
ser interlocutores con la potencialidad de afectar los resultados de procesos
políticos (Wesselink et al. 2013). Ya sea como productores de conocimiento o
como usuarios del mismo, aquellos actores que desafían y negocian asimetrías
epistémicas operan en la intersección de varios sistemas de conocimiento y
generan formas de saber híbridas.
Si se asume que la relación
entre agencia y estructura es constitutiva, los actores sociales se pueden
concebir como portadores y ejecutores de prácticas epistémicas, entendiendo las
mismas como los enunciados rutinarios a nivel de proclamaciones de verdad y las
prácticas que estos enunciados tienden a producir. En este artículo, las
prácticas epistémicas contestatarias denotan actividades de generación de
conocimiento que ocurren como parte de los procesos de resistencia y desafío a
las actividades extractivas. Estas prácticas moldean subjetividades críticas
(Chesters 2012) y emergen en espacios interconectados que permiten el
desarrollo y aprendizaje de múltiples destrezas analíticas y estratégicas.
La corriente feminista de
estudios de ciencia y tecnología y el pensamiento decolonial latinoamericano ofrecen
una serie de preceptos relacionados con el vínculo entre la producción de
conocimiento científico y justicia socioambiental. Abogando por la pluralidad
del conocimiento, estas tradiciones teóricas han ayudado a cuestionar la
hegemonía de la ciencia occidental. Han ofrecido argumentos convincentes sobre
cómo la ciencia, predominantemente calificada de neutral, objetiva y libre de
juicios de valor, al igual que otros sistemas de conocimiento, no se puede
disociar de las sociedades en donde se produce. Haraway (1988) habla de “conocimiento situado” para resaltar que todo
conocimiento emerge de una posición social. Mignolo (2011) hace eco de este punto cuando insta a que se inicie la
producción de conocimiento en el día a día, “pensando desde donde se está
parada” y experimentando con lo que Anzaldúa (1987)
llama “pensamiento fronterizo”, una práctica que se rehúsa a asimilar
categorías dominantes de pensamiento, pero también se rehúsa a “irse” (Harding 2016, 1078).
‘Pensar desde donde se está
parada” y experimentar con el “pensamiento fronterizo” suscita “saberes otros” arraigados
explícitamente en valores e intereses.
Si bien estos valores e
intereses pueden diferir de aquellos comprendidos en los marcos modernos
capitalistas, los otros saberes también
resultan de la adaptación selectiva de esos mismos marcos hegemónicos –cuyas
lógicas y prácticas se han socializado por procesos de “Colonialidad”– (Walsh 2012a,
59-61). Así, Santos (2019)
reconoce que el conocimiento científico hegemónico puede ser útil en luchas
sociales. Su potencial emancipatorio se obtiene cuando este se combina con
distintos sistemas de conocimiento en las “ecologías de los saberes”. Esto da
paso a diferentes formas de representar el mundo, tomando en cuenta que la
comprensión del mundo es más amplia que la comprensión occidental del mundo, y que cambios pueden ocurrir en formas no
contempladas por el eurocentrismo occidental (Santos 2019, 229). Tales epistemologías del Sur, según Santos (2019), dan prioridad al
conocimiento que emerge de la lucha y de la resistencia a múltiples formas de
dominación.
Para Aparicio y Blaser (2008)
los otros saberes han sido parte de patrones más amplios
de movilización en América Latina en contra del neoliberalismo. De manera
similar, Walsh (2012b) subraya que
intelectuales y movimientos indígenas andinos y afrodescendientes consideran
que las dimensiones epistémicas son cruciales en sus proyectos políticos, los
cuales buscan confrontar los vestigios del colonialismo, pero también
reconstruir radicalmente el conocimiento, el poder, el ser y la vida misma. De
la Cadena (2015) va más allá y sostiene que con el reconocimiento de aspectos cosmológicos,
históricamente subyugados, entidades terrestres, tirakuna, o seres a los que se puede acceder por medio de
ceremonias y que están materializados en elementos naturales como la Pachamama o Madre Tierra, han
reconfigurado la esfera política como ámbito exclusivamente humano (ver Latour
2012).
Para
demostrar el mérito de la perspectiva analítica aquí esbozada y con el fin de
estimular más discusiones teóricas e investigaciones empíricas, a continuación,
se presentan como casos heurísticos tres conflictos socioambientales
emblemáticos vinculados con la minería a gran escala en Ecuador (Blaikie 2010, 195). Ecuador se seleccionó
porque la minería a gran escala es un fenómeno relativamente nuevo y, por
tanto, es posible observar la configuración de una economía minera (Bebbington y Bury 2013, 21). El contexto
político de estos cambios es notable ya que la minería a gran escala fue
decisivamente impulsada por un gobierno progresista, que llegó al poder con el
apoyo de muchas de las organizaciones y movimientos sociales que precisamente
cuestionan la minería a gran escala. Estos actores colectivos lograron insertar
temas socioambientales en el debate público y en la toma de decisiones.
Adicionalmente, la resistencia y el cuestionamiento a la minería a gran escala
en Ecuador no la realizan actores subalternos clásicos, sino más bien
coaliciones multiétnicas y de varias clases sociales, que vinculan sectores
rurales y urbanos, y que manejan varios tipos de conocimiento (Moore y Velásquez 2012; Sánchez Vázquez 2019). Los componentes empíricos del artículo se desarrollaron por medio de
una revisión sistemática de publicaciones académicas y literatura gris (Dacombe 2017). En las siguientes secciones se
evalúan críticamente y se sintetizan los resultados de la investigación de
manera cualitativa-interpretativa.
Ecuador cuenta con una larga historia de minería
artesanal que se remonta a la Colonia principalmente concentrada en las
provincias del sur. Como parte del “Proyecto
de Desarrollo Minero y Control Ambiental” auspiciado por el Banco
Mundial, las primeras concesiones mineras de mediana y gran escala fueron
otorgadas en los años 90 luego de que inspecciones geológicas revelaran
depósitos de minerales que incluían oro, plata y cobre (Latorre, Farrell y Martínez-Alier 2015, 61). En las
últimas décadas, el presupuesto fiscal del Estado, que depende
significativamente de los ingresos petroleros, ha sido afectado por la
reducción en la producción de hidrocarburos que contribuyeron al boom petrolero
en los años 60 y 70 (Davidov 2013). Por eso, el gobierno
neoextractivista del presidente Correa, que ganó las elecciones del 2006 con el
apoyo de organizaciones y movimientos sociales (Espinosa
2015), promovió la expansión de la minería a gran escala en el sur del
país para asegurar nuevas fuentes de ingreso.
El gobierno dio
concesiones mineras de gran escala a varias compañías transnacionales, frecuentemente
dentro de áreas protegidas y territorios de comunidades locales e indígenas (Bebbington 2012; Moore y Velásquez 2012). Con
esto, cambió su posición inicialmente crítica frente a la minería de gran
escala y la respaldó públicamente (Van
Teijlingen 2016), proclamándola como facilitadora del buen vivir.[i] El sucesor de Correa, Lenín Moreno,
ha continuado catapultando la transformación del Ecuador a un país minero.
Dicha
transformación se ha apoyado en discursos que proclaman que la minería a gran
escala es más responsable, sustentable y por tanto preferible a la minería
artesanal –calificada
de ilegal y perjudicial para la salud humana y el medio ambiente–. En tales discursos, se enfatiza el
potencial de las nuevas tecnologías para manejar, contener y remediar los
impactos de las actividades extractivas a nivel industrial (Velásquez 2017, 163). Estas ideas, repetidas por las empresas mineras, la
prensa y las autoridades gubernamentales, se han convertido en el sentido
común, estructurando los debates públicos sobre el tema (Moore y Velásquez 2013, 123) y la gobernanza del sector.
La legislación minera del Ecuador era ambigua e
incipiente hasta 1937 cuando se asignó al Estado derechos sobre los recursos
del subsuelo. La primera legislación específica sobre minería se adoptó en
1991; en esta se exigía EIA para toda actividad minera y se excluía de la
extracción a las áreas protegidas. Una nueva legislación se adoptó en el 2000
haciendo de la minería un sector desregulado y declarándola una prioridad
nacional (Roy et al. 2018). Tras amplias
protestas en contra de nuevas concesiones mineras, en el 2008 la Asamblea
Constituyente –encargada de elaborar la nueva Constitución del Ecuador– emitió
el llamado mandato minero. Moore y Velásquez
(2012, 112) resumen que este mandato paró provisionalmente la minería a
gran escala y redefinió los términos de las concesiones mineras, revirtiendo
más de 4000 concesiones de empresas mineras multinacionales al Estado. Además,
con el mandato minero se aumentó y fortaleció los controles sobre este tipo de
actividad y se retomó las demandas del movimiento antiminero de prohibir la
minería en las cabeceras de cuencas hídricas, proteger bosques y reconocer el
derecho a la consulta de comunidades afectadas. Sin embargo, el gobierno en
estrecha colaboración con la industria minera, elaboró en el 2009 una nueva
legislación que sustituyó el mandato antes mencionado y anuló las conquistas
del movimiento antiminero.
Como complemento, las políticas del gobierno correísta
se centraron en reinstaurar el control del Estado sobre sectores estratégicos
frente a capitales transnacionales, aumentando la participación estatal en
actividades extractivas y destinando ingresos públicos adicionales a programas
sociales e infraestructura (Hogenboom 2012,
141). En el 2010 se creó la entidad estatal Empresa Nacional Minera del Ecuador para colaborar con compañías
mineras internacionales. Además, se creó una extensiva administración pública.
Con su enfoque en la planificación racional, el monitoreo y la evaluación, esta
administración pública fomentó la integración de conocimientos tecnocientíficos
en el aparataje gubernamental y sedimentó un modelo modernista de gestión
basado en lógicas burocráticas y tecnocráticas (Himley 2014, 1071). Aunque el sucesor de
Correa ha reformado y disminuido el aparataje gubernamental ecuatoriano, las
características anteriores persisten.
La gobernanza del sector
minero encarna tal modelo modernista y sus lógicas por medio de un mosaico de
ministerios, agencias e institutos. El Plan
Nacional de Desarrollo del Sector Minero ofrece lineamientos generales
para la gobernanza del sector. El Ministerio de Energía y
Recursos Naturales no Renovables[ii] (MERNR) es responsable de la vigilancia, formulación, manejo y control
de las políticas públicas mineras; organiza procesos de licitación y auspicia
la “minería responsable” por medio del “uso eficiente de la ciencia y la
tecnología” (Ministerio de Energía s.f.).
El Instituto Nacional de Investigación Geológico, Minero y Metalúrgico supuestamente contribuye a la producción de dicho
conocimiento. Finalmente, la Agencia
de Regulación y Control Minero
se encarga de controlar y regular formalmente la minería.
La exploración y la extracción
minera requieren de un registro del Ministerio del Ambiente y un reporte de la
autoridad del agua, SENAGUA, respecto a sus potenciales efectos en acuíferos y
en el derecho al agua. Durante la vigencia de un contrato minero, el
concesionario debe emitir los EIA y estudios técnicos adicionales realizados
por consultoras (Sánchez Vázquez 2019, 63).
El gobierno, por medio de entidades como el Ministerio del Ambiente, puede
elaborar reportes de los EIA. Además, se anticipa que las universidades sean
socios claves en la implementación de proyectos técnico-científicos de
restauración y remediación de los daños ambientales causados por la minería a
gran escala (Moore y Velásquez 2012).
Evidentemente, el conocimiento
generado por expertos hace que los territorios y recursos naturales sean
legibles y aptos para la administración y control (Himley 2014, 1071). A pesar de estar
efectivamente excluidas de estos procesos, las comunidades afectadas por la
minería cada vez más utilizan conocimientos técnico-científicos y forjan
prácticas contraepistémicas para influir las decisiones oficiales que permiten
procesos de extracción minera a gran escala. Tres de estos casos se presentan a
continuación.
La articulación de críticas
placativas y de visiones de cambio socioecológico, junto con una resistencia
multifacética que integra el uso de conocimiento técnico-científico, hacen de
Intag un caso emblemático de oposición ante la minería a gran escala en
Ecuador. Depósitos importantes de cobre fueron localizados en este biodiverso
valle subtropical en el Chocó andino hace casi 30 años. Desde entonces,
comunidades agrarias rurales se han opuesto a las compañías japonesas,
canadienses y más recientemente ecuatoriano-chilenas que han intentado extraer
el cobre del proyecto minero Junín.
Intag, que comprende siete
parroquias y pertenece a los cantones de Cotacachi y Otavalo al norte del
Ecuador, ha sido marginada históricamente (Avcı y Fernández-Salvador 2016, 915). Su remota posición
geográfica y sus condiciones climáticas caracterizadas por pesadas y
prolongadas lluvias, dificultan el acceso a esta área (Walter et al. 2016, 445). La evidente debilidad del Estado
ecuatoriano a lo largo de la historia ha magnificado la marginalización
geográfica de Intag, lo que para sus pobladores ha significado la falta de
acceso a servicios e infraestructura básica (Avcı
y Fernández-Salvador 2016, 916; Walter et al. 2016, 445).
Colonos
mestizos y afroecuatorianos se establecieron en Intag en busca de autonomía y
acceso a tierra y constituyen la mayor parte de la población inteña (Kuecker 2007, 98;
Avcı y Fernández-Salvador 2016, 915). Las dificultades y marginalización
han forjado una distintiva identidad colona marcada por la determinación de
preservar su forma de vida agraria (Kuecker 2007, 100). Kuecker observa que, al
mismo tiempo, esta identidad no es homogénea ya que también hay colonos que
buscan ganancias rápidas y están dispuestos a vender sus tierras o a talar
árboles para vender madera (2007, 100). La primera identidad ha sido compatible
con iniciativas de educación popular alineadas con la teología de la liberación
y proyectos de base de desarrollo alternativo y ecologismo popular; la segunda
identidad ha resonado con la minería a gran escala.
Cuando
geólogos e ingenieros estatales y de las compañías mineras llegaron a la zona en 1990, miembros de
la comunidad empezaron a investigar sobre los efectos de la minería en otras
partes del mundo. Alarmados por sus hallazgos, crearon la organización de base
Defensa y Conservación Ecológica de Intag (DECOIN) (Avcı y Fernández-Salvador 2016, 915). DECOIN se alió con otras
organizaciones ambientales ecuatorianas e internacionales. Acción Ecológica,
operando en Quito, fue una aliada clave dada su amplia experiencia en dar apoyo
a comunidades opuestas a desarrollos nocivos. Ambas organizaciones crearon
talleres de educación popular analizando los vínculos entre minería, salud del
medioambiente e impactos sociales (Buchanan
2013, 22). Esto hizo que una gran parte de la población local que tendía
a simpatizar con el proyecto Junín por promesas de plazas de trabajo,
infraestructura y provisión de servicios básicos, reconsidere su posición
(Kuecker 2007, 101).
En
1997, la DECOIN encontró el EIA de la mina de cobre como parte de sus
investigaciones. Si bien Bishi Metals había presentado este estudio a las
autoridades gubernamentales, la empresa no había socializado esta información
con las comunidades locales (Kuecker 2007, 101). El EIA contenía información
técnico-científica de la extensiva deforestación, desertificación,
contaminación por metales pesados, pérdida de biodiversidad, riesgos de salud,
desplazamiento humano y afectación a la Reserva Ecológica Cotacachi-Cayapas (Kuecker 2007, 102; Avcı y Fernández-Salvador 2016,
915). Kuecker reporta que el acceso al EIA afiló el sentimiento
antiminero entre los inteños y los aunó en la defensa
de su territorio. Este documento fue también clave para diseñar estrategias legales en contra de poderosos
actores como el Banco Mundial.
Es
evidente que en Intag la lucha frente a la minería a gran escala ha sido
también una lucha por el acceso y la socialización de conocimiento sobre los
impactos de la minería industrial. Miembros de la comunidad han logrado acceder
a varias fuentes de información en las cuales, además del EIA, se incluyen
reportes de ONG internacionales, del Banco Mundial, documentos técnicos de
agencias gubernamentales y ministerios, e información de primera mano de
ingenieros y expertos de responsabilidad corporativa contratados por las compañías (Buchanan 2013,
21-22). Centralmente, los activistas de Intag han adquirido conocimiento
experiencial con sus visitas a minas en Chile y Perú, y con las visitas a Intag
de activistas de aquellas mismas comunidades impactadas por la minería para
reportar sus vivencias.
El
conocimiento recogido ha servido para la elaboración de reportes con ONG
aliadas (es decir, Acción Ecológica) y ha impulsado la cooperación con redes e
instituciones académicas. Este conocimiento ha sido socializado a través de
diversos canales como el medio comunitario Periódico Intag y los
talleres de diversa índole. Al apropiarse de este conocimiento, las comunidades
han logrado implementar alternativas de desarrollo con proyectos
agroecológicos, de conservación, de turismo e hidroeléctricas a pequeña escala (Buchanan
2013, 22).
Fd La combinación de varias
tácticas –que además incluyen procesos legales y la movilización del apoyo de
gobiernos locales y ONG de derechos humanos nacionales (CEDHU) e
internacionales (Amnesty International) (Moore y
Velásquez 2012, 115)– contuvo el inicio de la minería a gran escala y
llevó a la salida de la compañía japonesa Bishi Metals en 1997 y la compañía
canadiense Ascendant Copper en 2006 (Walter et al. 2016, 445).
Sin
embargo, los impactos socioambientales de la exploración minera afectan a Intag
desde hace tiempo. Las divisiones sociales y la polarización de la comunidad
son obvias y esto genera un clima favorable para los planes del gobierno de
reactivar el proyecto Junín, ahora llamado Llarimagua, para lo que en el 2018
firmó un acuerdo con la compañía minera chilena Codelco.
Así, las comunidades de Intag enfrentan eminentes retos para resistir a la
minería y sostener sus proyectos de desarrollo alternativo (Avcı y Fernández-Salvador 2016, 917).
Las
concesiones mineras a gran escala también han desatado conflictos
socioambientales en la provincia de Azuay, en la sierra central del Ecuador. En
1991 COGEMA identificó yacimientos de oro, plata y cobre en esta área. Newmont
Mining y TVZ Gold se aliaron con COGEMA (Latorre
2014). Newmont manejó las operaciones hasta 1999, cuando la compañía canadiense IAMGOLD adquirió las concesiones
de COGEMA, conjuntamente denominadas como Quimsacocha[iii] y luego Loma Larga (Latorre 2014). En el 2012, INV Metals adquirió
el proyecto Loma Larga. Estas concesiones contienen un estimado de 2,1 millones
de onzas de oro (Moore y Velásquez 2013, 124).
Se encuentran en las cabeceras de los ríos Irquis y Tarqui, río arriba de las
comunidades productoras de lácteos de Tarqui y Victoria del Portete, dentro del
cantón Cuenca (Moore y Velásquez 2013, 124).
Las aproximadamente 12 000 hectáreas asignadas para extracción minera se
superponen con páramos protegidos
–un humedal sensible encargado de la captura y regulación hídrica–.
Desde el 2000,
comunidades productoras de lácteos y ambientalistas se oponen a la minería
principalmente por la potencial afectación al agua (Cisneros 2008, 11). Mientras que pequeños productores de banano y
cacao en Tenguel, Guayas (la
provincial aledaña de Azuay) utilizaron estudios científicos para demonstrar
que la minería artesanal estaba contaminando los ríos utilizados para regar sus
cultivos (Moore y Velásquez 2013, 133),
río arriba la oposición frente al proyecto Quimsacocha comenzó
después de que IAMGOLD publicara su EIA. En parte en cumplimiento con la ley, y
en parte como una estrategia de responsabilidad corporativa, IAMGOLD organizó
una reunión con representantes de las juntas de agua en la cual expertos
describieron los valiosos yacimientos minerales bajo la cuenca comunitaria (Velásquez 2017, 157). Esta reunión motivó una
mayor organización de las juntas de agua para movilizar a los campesinos de
Victoria del Portete y Tarqui. De manera crucial, en el 2007, miembros de las
juntas de agua iniciaron una investigación legal para demostrar que las
concesiones de IAMGOLD no habían sido otorgadas conforme a la Constitución de
1998 y a tratados internacionales como el Convenio 169 de la Organización
Internacional del Trabajo (Moore y Velázquez 2013, 129-130).
La movilización de experticia
por parte de la oposición a IAMGOLD contribuyó a la creación de un área de
conservación de 3200 hectáreas. Esta reacción que parecía responder
directamente a las preocupaciones de la comunidad, excluyó del área protegida a
importantes tributarios del Irquis y Tarqui que suministran a Victoria del
Portete y Tarqui con agua para riego y consumo humano, pero que coinciden con
depósitos auríferos; se protegió las fuentes de agua que sirven a Cuenca y
Baños (Moore y Velázquez 2013, 130). Esta decisión reforzó
asimetrías entre el campo y la ciudad y permitió que tanto IAMGOLD como el
gobierno se presenten
públicamente como conservacionistas, reforzando la idea de que la minería a
gran escala es compatible con la protección del medioambiente (Moore y
Velázquez 2013, 132).
Insatisfechos con tal desarrollo, la oposición a la concesión minera de
IAMGOLD continuó y se enfocó en rechazar la ley de aguas propuesta en el 2009
porque permitía la extracción minera en cuencas comunitarias. Campesinos de
Tarqui y Victoria del Portete pusieron en escena rituales públicos para venerar
a las lagunas de Kimsacocha en
los que proclamaron que estos humedales eran materializaciones de la Pachamama
(Madre Tierra) e invocaron a los derechos de la naturaleza, reconocidos en la
Constitución del 2008, argumentando que humanos y no humanos están
interconectados y que las cuencas hídricas comunitarias se deberían declarar como
zonas libres de minería (Velásquez 2017, 157).
La referencia a la cosmología andina, como una práctica epistémica, les
permitió forjar alianzas con el movimiento indígena y la configuración de un
movimiento más amplio en “defensa de la vida”. Este orquestó cuatro años de
movilizaciones y protestas en contra de distintas versiones de la ley de aguas.
La legislación aprobada por la
Asamblea Nacional en el 2014 incluyó demandas del “movimiento en defensa de la
vida”. Por ejemplo, reconoció los derechos colectivos de las comunidades de
participar en el uso, manejo y conservación de agua que fluye por sus
territorios. No obstante, también permitió que la autoridad nacional del agua otorgue derechos de agua para proyectos
mineros cuando estos se declaren prioritarios en el Plan Nacional para el Buen
Vivir. Kimsacocha es uno de estos proyectos (Velásquez 2017, 165).
Por otro lado, los rituales
públicos de veneración a la Pachamama en Kimsacocha y su cobertura favorable
por parte de la prensa diseminaron la visión de que esta cuenca no es
únicamente una cuestión rural dado su potencial para hacer frente al cambio
climático y proveer de agua a Cuenca (Velásquez
2017, 164). Así se logró establecer cooperaciones con gobiernos y
universidades –la de Cuenca y la de Azuay– para elaborar estudios de
los impactos de la minería a gran escala que sirven para contrastar los EIA y
reportes oficiales.
Tales dinámicas contraepistémicas le permitieron al
movimiento antiminero enfrentarse al gobierno y a la industria con su lobby
por medio de procesos participativos autoconvocados. En septiembre del 2011,
las comunidades de Tarqui y Victoria del Portete celebraron una consulta
comunitaria en la que la mayoría de la población se pronunció en contra del
proyecto Loma Larga (Latorre 2014).
Otra consulta comunitaria con resultados similares se celebró en Pacto en el
2015. El conocimiento sobre este tipo de proceso viajó desde Tambogrande, Perú,
donde se implementó la primera consulta de este tipo. Las consultas
comunitarias autoconvocadas prefiguran la implementación del derecho al consentimiento
previo, libre e informado internacionalmente reconocido. Pese a no ser
legalmente vinculantes, estos procesos tienen gran poder simbólico y por tanto
los utilizan comunidades afectadas por la minería en diferentes países de
América Latina (Gustafson y Guzmán Solano 2016;
Walter y Urkidi 2016).
La primera consulta comunitaria de carácter vinculante
en el Ecuador se implementó en Girón en el 2014 (Masapanta
2019). El gobierno y la concesionaria INV Metal buscaron contrarrestar
inmediatamente el abrumador rechazo a Loma Larga expresado con más del 90 % de
los votos. Sus intentos fracasaron porque las autoridades legales pertinentes
ratificaron la legitimidad de este proceso y la validez de sus resultados,
abriendo la puerta a que tales consultas se planifiquen en el nivel provincial,
en Azuay y en Cotacachi.
La
Cordillera del Cóndor es otro espacio emblemático en el que, como parte de los
conflictos socioambientales conectados con la minería a gran escala, se han
configurado prácticas contraepistémicas. Situada en las provincias de Zamora
Chinchipe y Morona Santiago al sureste ecuatoriano, esta cordillera es parte
del hot-spot de biodiversidad de los Andes tropicales (Chicaiza y Yanez 2013; Warnaars 2012, 92).
Junto con su rica flora y fauna protegida por el corredor de conservación
Abiseo-Cóndor-Kutuku (~13 millones de hectáreas), se hallan importantes
depósitos minerales y condiciones favorables para la agricultura (Cisneros 2008, 9).
El
pueblo shuar ha habitado tradicionalmente el área, en la cual se establecieron
colonos mestizos impulsados por programas estatales de reforma agraria y
colonización en 1964 (Warnaars 2012, 92).
Actualmente, estos últimos son la población dominante en cuanto a número y
poder sociopolítico. La población shuar es relativamente pequeña y ha dejado de lado sus prácticas
tradicionales de subsistencia, como caza y pesca, para atender a sus chacras,
tomar trabajos asalariados e incluso participar en la minería artesanal (Avcı y Fernández-Salvador 2016, 918). Una
parte del pueblo shuar continúa refiriéndose a este espacio como su territorio
ancestral, morada de Arutam.
En
el 2000, la compañía canadiense
Corriente Resources inició exploraciones en el área, identificando cuatro
depósitos de cobre y cobre-oro, incluyendo a Mirador. Estos depósitos
constituyen la faja del cobre ecuatoriana que, según la industria minera, es
una de las pocas áreas ricas en cobre que quedan en el planeta (Warnaars 2012, 89). En el 2010, Corrientes
Resources vendió sus acciones a un consorcio chino y se convirtió en Explorcobres S.A., EXSA. En el 2019, Mirador fue el primer proyecto de minería a
gran escala en entrar en la fase de extracción en Ecuador. Este rápido
desarrollo fue posible, entre otras cosas, porque la oposición a la minería a
gran escala en esta área ha sido fragmentada y débil (Avcı y Fernández-Salvador 2016). Tal vez la
organización más activa y persistente en este frente es la Comunidad Amazónica de Acción Social Cordillera del
Cóndor (CASCOMI).
CASCOMI fue creada en el 2013
por medio de alianzas regionales y locales entre campesinos, ecologistas y
comunidades shuar opuestas a Mirador. Inicialmente, esta organización buscaba
la compensación adecuada por las tierras adquiridas por la compañía minera (Avcı y Fernández-Salvador 2016, 918). Más
tarde, la preocupación por el deterioro ambiental, particularmente por la
contaminación de fuentes hídricas, resultante de la construcción de
infraestructura y de las fases de exploración minera, llevaron a CASCOMI a
colaborar con investigadores en iniciativas de monitoreo ambiental
participativo.
Antes de que dichas
iniciativas comiencen, algunos miembros de las comunidades del sector habían
sido contratados por Ecuacorrientes para el EIA como guías y choferes de los
técnicos encargados de elaborar reportes e inventarios faunísticos (Sánchez Vázquez y Reyes Conza 2017, 235, 238).
Si bien a este EIA se puede acceder en línea, los reportes periódicos de las
inspecciones del plan de manejo ambiental son inaccesibles. Dadas estas
dificultades, el Observatorio de Conflictos Socioambientales de la Universidad
Técnica Particular de Loja (Ecuador) y de la Universidad de Granada (España)
inició las iniciativas mencionadas anteriormente de monitoreo participativo con
bioindicadores de calidad ambiental. Miembros de la comunidad se refieren a
estas iniciativas como ciencia de resistencia y sus contrapartes académicas
sostienen que son medios para contrarrestar la ciencia corporativa (Sánchez
Vázquez 2019, 69). Tales esfuerzos complementan a investigaciones críticas
sobre Mirador, como las de Sacher sobre el impacto hidrológico del proyecto (Sacher et al. 2015; Sacher 2011) y las de la
ONG estadounidense E-Tech sobre distintos aspectos técnicos (ver, por ejemplo, E-Tech 2013).
Tres
iniciativas participativas con bioindicadores actualmente monitorean al
proyecto Mirador. La primera está en la parroquia de Pachicutza, situada fuera
de la zona de influencia del sitio minero. La segunda está en la comunidad
shuar de San Carlos de Numpaim, en la parroquia de Tundayme, donde sus
habitantes son críticos de la minería a gran escala aunque todavía no reciben
directamente los impactos del proyecto Mirador; aquí, una lideresa shuar
propuso complementar a los bioindicadores científicos con bioindicadores
ancestrales de calidad ambiental, pero tal posibilidad de generar conocimientos
híbridos todavía no cuenta con financiamiento (Sánchez Vázquez 2019, 72). La
tercera de estas iniciativas es en Tundayme, en el área de influencia directa
del proyecto Mirador, coordinada por CASCOMI y el Gobierno Autónomo
Descentralizado Parroquial (Sánchez Vázquez 2019, 71-72).
Sánchez
Vázquez (2019, 70) reporta que hasta ahora el éxito de estas iniciativas ha
sido moderado y desigual. Entre los varios factores que inciden en el éxito
mixto, se encuentran las dificultades de acompañar continuamente a las comunidades
en estos procesos principalmente por su alejamiento geográfico (Sánchez Vázquez
2019, 70-73). Además, una gran limitante de estos mecanismos de monitoreo ha
sido que los resultados de los mismo fueron rechazados por instancias oficiales
y jurídicas. En un proceso de quejas que buscaba precautelar el derecho al agua
en la zona de influencia del proyecto minero, SENAGUA no aceptó la información
obtenida a través de estos métodos y, en su lugar, exigió información producida
por laboratorios certificados. Para las comunidades es costoso acceder a este
tipo de datos, pues para demostrar cambios en la calidad del agua, se necesita
un muestreo continuo a lo largo de un período de tiempo. También es incierto si
los datos de monitoreos participativos con bioindicadores serán aceptados como
prueba en procesos legales. A pesar de esto, CASCOMI y la resistencia
organizada frente al proyecto Mirador siguen muy activos con su “ciencia de
resistencia” y están cooperando con Acción Ecológica para documentar científicamente
los impactos y transformaciones de la minería a gran escala (Sánchez Vázquez
2019, 73).
La minería a gran escala se inmiscuye en territorios
de importancia biológica y cultural en el Sur global, tales como los de Intag,
Azuay y la Cordillera del Cóndor en Ecuador. Frente a fuerzas económicas,
políticas y tecnológicas que les ponen en desventaja, las comunidades afectadas
por estas actividades configuran formas de agencia multidimensionales. Estas
incluyen prácticas contraepistémicas por medio del cuales intentan desafiar e
influir las decisiones que afectan a los recursos naturales, los territorios y
las poblaciones. Los planteamientos de la sociología del conocimiento, de la
corriente feminista de los estudios de ciencia, tecnología y sociedad, y del
pensamiento decolonial latinoamericano ofrecen puntos de anclaje teórico para
una mayor síntesis y comparación de investigaciones que abordan este tema, las
cuales generalmente pertenecen a la ecología política. Al enfatizar que,
mediante discursos dominantes, como regímenes de poder/conocimiento, ciertos
tipos de conocimiento y conocedores están autorizados para hacer proclamaciones
legítimas respecto a la gobernanza de la minería a gran escala, se demostró que
en Ecuador la tecnociencia se ha ratificado como el lenguaje de disputa.
Las discusiones académicas en torno a los efectos
de esta especialización científica en la agencia de las comunidades afectadas
por la minería presentan posiciones contrastantes. En su evaluación
de iniciativas de monitoreo participativo de los impactos de la minería en
Perú, Himley (2014, 1084) sostiene que
tal especialización científica refuerza jerarquías de conocimiento
preexistentes lo cual desapodera a las comunidades. Estas toman conciencia de
que, solamente utilizando la ciencia, sus denuncias adquieren validez, al
tiempo que enfrentan obstáculos mayores para lograr producir este tipo de
conocimiento (Himley 2014, 1084).
La evaluación crítica de Himley resuena con la literatura que denuncia
la profesionalización y onegización de los movimientos sociales. En esta
literatura, se considera que el uso de la ciencia en contextos alternativos
tiende a reproducir, en vez de desafiar, las prácticas epistémicas hegemónicas,
y por tanto es cómplice de intereses políticos y económicos de las élites y no
de las bases (Choudry y Kapoor 2010, 18).
Otros autores (Buchanan 2013; Conde 2014, Moore y Velásquez 2013;
Sánchez Vázquez 2019), alineados con planteamientos del pensamiento
decolonial latinoamericano, más bien consideran que el uso del conocimiento
dominante técnico-científico puede empoderar cuando se usa reflexivamente y en
diálogo con otros saberes.
Con el
presente análisis sobre la forma en que la minería a gran escala se ha
enraizado en Ecuador, se hace contribuciones empíricas y teóricas a este
debate. Desde el lado empírico, es evidente que el modelo modernista,
burocrático y tecnocrático establecido en Ecuador para gobernar la minería a
gran escala en la útlima década y media, ha determinado las formas de agencia
de las comunidades afectadas por esta actividad. La ciencia, la experticia y,
generalmente, el conocimiento se han convertido en la causa y medio de la
resistencia antiminera. Los estudios tecnocientíficos oficiales que plasman a
la minería a gran escala como deseable y necesaria buscan justificar sus
impactos socioambientales y mecanismos de gobernanza; no obstante, los públicos
movilizados no los reciben pasivamente.
Recurriendo a verdades científicas y a argumentos
técnicos, las comunidades afectadas por la minería y sus aliados enuncian
críticas convincentes, visiones de cambio y análisis perspicaces acerca de la
minería a gran escala. Por medio de su cooperación e intercambio con otros
actores y su participación en redes, su comprensión sobre la interconexión de
las relaciones socioecológicas adquiere sofisticación progresivamente. En estos
procesos, desarrollan y adquieren diferentes destrezas analíticas y
estratégicas. Encuentran, combinan y navegan a través de varias epistemologías
y procesos de producción del conocimiento y de aprendizaje, fraguando acervos
de conocimientos híbridos.
Las comunidades aquí señaladas son
heterogéneas en sus identidades, relaciones con el territorio, posiciones
frente a la minería a gran escala, pero también en sus formas de estar en el
mundo y conocer el mismo. Como parte de dicha multiplicidad epistémica
aparecen, por ejemplo, Azuay, en donde se enuncian cosmologías en las que
entidades naturales, como la Pachamama materializada en las lagunas de
Kimsacocha, se consideran como ‘otros significativos’ o incluso ‘iguales
espirituales’ con un valor intrínseco digno de protección. Estas prácticas
epistémicas convergen con el uso de conocimientos dominantes y contribuyen a
legitimar otros saberes.
También insertan en la esfera política, exclusivamente humana de acuerdo con el
canon moderno occidental, componentes cosmológicos. Esto desafía límites
ontológicos preestablecidos.
De la Cadena (2015, 2010) asevera
que las epistemologías y ontologías andinas y, de manera más general indígenas,
han decolonializado al campo político y contribuyen a la emancipación de
actores marginalizados.
El análisis de su uso en las luchas contra la minería en Azuay permite matizar
esta afirmación, ya que la invocación a la Pachamama por parte de la oposición
al proyecto Loma Larga permitió el establecimiento de una resiliente coalición
multiétnica en defensa de la vida, pero no se tradujo en la implementación
sustantiva de sus demandas. Sin embargo, como ejemplifican los casos de Intag y
de la Cordillera del Cóndor, la articulación de prácticas contraepistémicas con
componentes técnico-científicos más obvios también conllevan resultados mixtos.
Lo que se debe recalcar es que, sin importar su naturaleza, las prácticas
contraepistémicas contribuyen a dilatar los planes de extracción minera a gran
escala.
Las comunidades afectadas ganan
tiempo valioso en el que forjan y fortalecen coaliciones y alianzas,
visibilizan su lucha a nivel nacional e internacional, y divisan estrategias
adicionales, como las consultas comunitarias. Solidaridad, visibilidad y
repertorios de acción amplios y diversos son elementos que empoderan a las
comunidades. Por tanto, una reflexión teórica es que los regímenes dominantes
de poder/conocimiento no solo restringen la capacidad de actuación de aquellos
en resistencia, sino que también fomentan formas más complejas de agencia que,
más allá de éxitos o fracasos concretos, prefiguran alternativas. La
prefiguración de alternativas es fundamental si se considera que los órdenes
establecidos por el poder/conocimiento son estables, pero no impenetrables.
A medida que la minería a gran
escala avanza y entra en fases de extracción en Ecuador, y en otros territorios
de importancia biológica y cultural en partes del Sur global, estos procesos y
prácticas contraepistémicas deben seguir siendo estudiados para analizar sus efectos
de poder en relaciones marcadas por asimetrías. Investigaciones a futuro
deberían ofrecer análisis matizados sobre los procesos, prácticas y mecanismos
por medio de los cuales los actores que son críticos o se oponen a la minería a
gran escala producen y reproducen conocimiento. Por tanto, las preguntas ¿quién
produce conocimiento?, ¿cómo?, ¿dónde? y ¿con qué efectos? son centrales. Estas
investigaciones aportarán a una mejor comprensión de cómo la presión por
cambios sociales se interseca con la producción y contestación de conocimiento
en las sociedades, particularmente en el contexto de transformaciones
socioambientales.
Tal tipo de estudios se debe enfocar en múltiples niveles y sitios,
manteniendo simultáneamente una sensibilidad por los contextos y un fuerte
sentido de procesos. Esto implica la elaboración de explicaciones que
interconectan discursos, prácticas, conocimientos y contextos políticos y
económicos más amplios, basados en análisis micro y macro de complejas redes de
relaciones y dinámicas de poder fluctuantes. Crucialmente, se debe atender a
las preguntas que emergen de las mismas comunidades afectadas por la minería y
sus aliados, e involucrar a estos actores en la teorización de su experiencia.
Tal análisis reflexivo debe acompañarse de nuestro posicionamiento explícito como
investigadoras.
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Notas
[i]
“Buen vivir” hace referencia al
concepto indígena andino-amazónico sumak
kawsay y se traduce también como “vida en plenitud” y se interpreta como
una alternativa a paradigmas dominantes de desarrollo.
[ii]
En el 2018, los ministerios de Minas, Electricidad e Hidrocarbonos con sus
subsecretarías fueron fusionados en el MERNR. El Instituto Nacional de
Investigación Geológico, Minero y Metalúrgico se fusionó con el Instituto
Nacional de Eficiencia Energética y Energías Renovables en el nuevo Instituto
de Investigación Geológico y Energético (Orozco
2018).
[iii] Velázquez (2017, 158) apunta que
‘Quimsacocha’ significa ‘tres lagunas’ en quechua. Este nombre se usó
inicialmente en referencia a las concesiones de IAMGOLD y luego fue apropiado
por las comunidades en defensa de los humedales y se ‘indigenizó’ su ortografía
al substituir la Q con K.