Íconos. Revista de Ciencias Sociales

Núm 70. Mayo - agosto 2021, pp. 59-77, ISSN (on-line) 1390-8065

DOI: 10.17141/iconos.70.2021.4709

DOSSIER de investigación

 

¿Shall we kill again? Violencia e intimidad entre los “nuevos líderes” awajún de la frontera peruana nororiental

 

Shall we kill again? Violence and intimacy among the “awajun “new leaders” in the northeastern Peruvian frontier

 

 

Dra. Silvia Romio. Profesora contratada en la Pontificia Universidad Católica del Perú.

(sromio@pucp.edu.pe) (https://orcid.org/0000-0002-5287-2383)

 

 

Recibido: 08/10/2020 – Revisado: 02/02/2021

  Aceptado: 09/03/2021 – Publicado: 01/05/2021

 

Cómo citar este artículo: Romio, Silvia. 2021. “Shall we kill again?: violencia e intimidad entre los ‘nuevos líderes’ awajún de la frontera peruana nororiental”. Íconos.Revista de Ciencias Sociales 70: 59-77. https://doi.org/10.17141/iconos.70.2021.4709


 

Resumen

En las sociedades que viven en los márgenes del Estado, las relaciones y el uso del poder, así como las dinámicas de competencia, suelen ser elementos afines entre los grupos desiguales por el poder económico, la autoridad moral y el prestigio personal. A partir de este presupuesto, en este artículo se desarrolla un análisis etnohistórico que arroja luces sobre los procesos de cambio de los awajún del Alto Marañón (Perú), entre los años 1950 y 1970. Se describe la transformación sociocultural que tuvo que experimentar este grupo indígena para devenir en miembro de la sociedad nacional. A través de las herramientas de la etnohistoria y de la antropología de la afectividad, y con una particular atención sobre el tema de la construcción del “cuerpo heroico”, en este texto se enfocan los cambios que ocurrieron dentro de la sociedad awajún en su relación con el uso de la fuerza, el manejo simbólico de la violencia y la incorporación de nuevas expresiones de liderazgo indígena. Todo ello en estrecho contacto con las primeras experiencias de autoridad estatal en la zona: los misioneros evangélicos y el ejército. Este proceso llevó a los awajún a la afirmación de inéditas figuras de “liderazgo indígena”, fruto de la asimilación, confluencia y reelaboración de elementos aprendidos durante el contacto con religiosos y militares.

 

Descriptores: awajún, ciudadanía indígena, etnohistoria, fronteras amazónicas, intimidad indígena, jíbaro.

 

Abstract

In societies living at the margins of the State, interpersonal relationships and the use of power, as well as competition dynamics, are often similar among different groups in spite of preexisting differences in access to economic resources, moral authority and personal prestige. From this point of departure the present article undertakes an ethno historic analysis which attempts to illuminate changes affecting the Alto Marañon (Peru) Awajun people, between the years 1950 and 1970. The socio-cultural transformation this indigenous group was forced to undergo in order to attain membership in the wider national society, is described. Using the tools which ethno history and the anthropology of affectivity provide, and paying particular attention to the topic of the building of the “heroic body”, the present text focuses on how Awajun society suffered significant changes regarding the of the use of force and of the symbolic management of violence, leading to the assimilation of new styles of indigenous leadership. All this occurs as a result of experiences resulting from close contact with the earliest agents of government authority to show up in their native homelands: evangelical missionaries and the army. This process led the Awajun to the development of unprecedented forms of “indigenous leadership”, resulting from the assimilation, convergence and reworking of cultural material incorporated during their contacts with religious and military personnel.

 

Keywords: Awajun, Indigenous citizenship, ethno history, Amazonian frontiers, indigenous intimacy, jibaro.

 

 

1.     Introducción

 

“Son como la arcilla, moldeadas y formadas por fuerzas externas, a veces suavemente, pero más a menudo despiadadamente […]. Pero ¿qué hay de las personas que son objeto de esta feroz controversia?, ¿qué hay de los hombres y mujeres todavía inmersos en su llamada cultura primitiva, que pueden saber poco sobre el mundo fuera de sus límites culturales?”.

Larson y Odd 1985, 1.

 

Hacia la mitad del siglo XX, los inhóspitos territorios amazónicos de la frontera nororiental del Perú, denominados Alto Marañón, lejos de ser ese espacio verde e idílico descrito por las plumas románticas de viajeros, exploradores y científicos (Upp de Graff [1923] 1961; Karsten 1935), se presentaban como una “tierra de nadie” dominada por sangrientas relaciones de fuerza entre diferentes grupos de poder, culturalmente heterogéneos y políticamente desiguales (Guallart 1990). Por un lado, estaban los apach,[i] es decir, los foráneos de reciente instalación (comerciantes, “colonos”,[ii] patrones caucheros, militares); por el otro, los combativos indígenas wampís y awajún. Estos últimos, pertenecientes a la categoría etnolingüística “jíbaro”, eran conocidos por su temperamento guerrero, en una extensa literatura se les ha descrito cómo los “indios más bravos y violentos” de la Amazonía noroccidental (Harner 1972; Karsten 1935). El mito popular contaba que “ni los incas ni los españoles les habían podido dominar” (Brown 1984b, 12), por lo que el pueblo awajún había trascendido como hostil a todo tipo de esfuerzos de cristianización y colonización.

En 1953, se instaló en dicho territorio la misión del Instituto Lingüístico del Verano (ILV), por parte del gobierno nacional, con el encargo de transformar “esos indios” en “mansos ciudadanos” y “dóciles manos de obra”.[iii] Así, la misión se desempeñó como facilitadora en el proceso de dar forma a sujetos subalternos, útiles para la inclusión de estas tierras fronterizas en los próximos espacios periféricos del territorio nacional.[iv]

En recientes publicaciones de ciencias sociales –Bjerg (2019) y Jara Fuente (2020), por citar algunas– se ha llamado la atención sobre la importancia de reflexionar acerca de la vida afectiva de las personas involucradas en las investigaciones, una modalidad de acceso para entender de forma novedosa los cambios socioculturales profundos. Según esta perspectiva, identificar las dinámicas de incorporación de ciertas prácticas e imaginarios dentro de los usos y costumbres, y de la dimensión íntima de los colectivos estudiados, permitirá comprender mejor ciertos periodos históricos particularmente complejos (Barrera y Sierra 2000, 106).

De ahí que el interés con este artículo sea desarrollar un trabajo de etnohistoria capaz de reconstruir uno de los aspectos clave en los cambios ocurridos en la sociedad awajún del Alto Marañón,[v] entre los años 1950 y 1970: las transformaciones en el interior de la sociedad awajún acerca de la percepción de sus “cuerpos heroicos” y el uso simbólico del poder y la fuerza militar. Esta aproximación a partir de las transformaciones dentro sus dinámicas cotidianas, ya sean emocionales o afectivas, permitirá entender mejor el periodo histórico que marca el inicio de la definición del Alto Marañón como una “sociedad de frontera” dentro del territorio nacional peruano.[vi]

Para lograr el propósito de este artículo se tendrán en consideración dos aspectos centrales: por una parte, el esfuerzo realizado por los misioneros evangélicos en la definición de los “nuevos ciudadanos awajún”; y por otra, la fuerte influencia ejercida por la otra figura de autoridad ahí situada como representación del Estado, o sea, el ejército. Ambos terminaron dejando –y de una manera totalmente imprevisible– una huella importante en la perspectiva y en el universo afectivo de los indígenas, sobre todo en cómo imaginar sus futuras relaciones dentro de la sociedad nacional.

En este trabajo de etnohistoria se triangula material de archivo con memorias orales y audios autobiográficos de la época, para así construir una reflexión sobre las transformaciones en el lenguaje del poder y en la intimidad de los “nuevos líderes” awajún formados en las interacciones con los dos actores externos que, a partir de la segunda mitad del siglo XX, llegaron a habitar en su territorio como primeras “instituciones estatales”. Se analizan las memorias personales de uno de los primeros profesores bilingües awajún formados por el ILV entre las décadas de los 50 y los 60 de dicho siglo.[vii] Además, se utiliza el conjunto de memorias personales de otros awajún del distrito de Imaza, que participaron en tales acontecimientos, pues son familiares de los “nuevos líderes” o sus aliados. A lo anterior, se suman los resultados de un trabajo de archivo con base en el análisis del material encontrado en las numerosas publicaciones de los principales lingüistas del ILV que trabajaron en la segunda mitad del siglo XX en la Amazonía peruana nororiental.

 

         2. Una etnohistoria de la afectividad para repensar a la construcción de una “sociedad de frontera”

En sus estudios, Nugent y Krupa se cuestionan sobre la necesidad, desde las ciencias sociales, de observar los procesos de cambios que se han dado dentro de la intimidad de los grupos sociales involucrados en procesos históricos de construcción de sociedades nacionales (Nugent y Krupa 2015, 9-10). En este sentido, un análisis etnohistórico que privilegia el enfoque de las emociones individuales permitiría la apertura hacia un terreno fértil para repensar ciertas cuestiones fundamentales relacionadas con el debate acerca de la comprensión del pasado.

A partir de estos presupuestos, se asume el afianzamiento del Estado en los territorios fronterizos como un proceso cultural de cambio gradual al interior de la vida cotidiana y del universo emocional y afectivo de los grupos indígenas históricamente situados al margen de la sociedad nacional (Nugent 1994, 334). En otras palabras, se puede afirmar que el inicio del proceso de transformación que permitió marcar esa región periférica dentro de la mención de “frontera peruana nororiental” empezó cuando estos grupos indígenas, a través de sus prácticas cotidianas, pasaron a apropiarse de determinados gestos, aptitudes, gustos y formas de ser considerados “modelos” de la sociedad nacional mayor (Romio 2020).

Numerosos estudios etnográficos han mostrado cómo el trabajo de las escuelas misioneras marcaron profundamente las sociedades indígenas amazónicas, sus formas de autodefinición en cuanto “indígenas” y su percepción como miembros de una dimensión mayor, la sociedad nacional (Rubenstein 2001; Rival 1997; Romio 2017, 2020; Ortiz 2019). Sin embargo, pocos han profundizado en el tipo de relación afectiva y el vínculo emocional que, en aquel tiempo, los awajún entretejieron, al mismo tiempo, con misioneros y militares.

La construcción de una sociedad de frontera, en el contexto amazónico, suele ser caracterizada por una dimensión con acentuada expresión de la violencia debido a la cada vez mayor presencia de actores no institucionales dotados de poder económico y autoridad política. Estos conviven en una dinámica de constante competición por el monopolio sobre el control territorial y de los recursos presentes (Raeymaekers, Menkhaus y Vlassenroot 2008, 8). Por lo tanto, se trata de una situación de disputa por el poder a través del uso y abuso de la violencia, ante lo cual los grupos indígenas tuvieron que encontrar su propio modus vivendi. Describir el papel histórico que cumplieron los “nuevos líderes” awajún, formados en la encrucijada de los espacios de acción de dichos actores paraestatales, significa observar las modalidades que les permitieron luego redefinir la exhibición de la fuerza y la expresión de la violencia en la representación de su poder personal. En particular, estamos hablando de las transformaciones en la figura del guerrero visionario awajún kakajam,[viii] para asumir la autoridad propia de un “nuevo líder”: un poder legitimado tanto por la sociedad indígena local como por las autoridades externas (misioneros y militares in primis).

Para realizar este tipo de análisis, sirven de referencia los trabajos dedicados a las transformaciones de la intimidad, de las formas de autorrepresentación y de producción de sentido entre los awajún, inducidas por los contactos con el pensamiento cristiano-evangélico a lo largo del siglo XX (Vilaça 1997, 2016; Robbins, Schieffelin y Vilaça 2014). En particular, se utiliza la producción etnográfica de Alexandre Surrallés, quien evidencia la perspectiva de estudios sobre la intimidad de las sociedades amazónicas a través de un enfoque sobre la dimensión del cuerpo como lugar preferencial para la expresión de la intimidad indígena: desde la forma y estructura del lenguaje hasta la organización misma del pensamiento y la lógica social (Surrallés 2009, 36). En su trabajo, Surrallés argumenta que la percepción del cuerpo y sus transformaciones se enmarcan como las formas expresivas privilegiadas para una sociedad amazónica al entrar en relación con el mundo externo y expresar sus formas de transformación más profundas.

 

         3. La ritualidad en la formación del cuerpo del guerrero entre los grupos jíbaros

Numerosos son los trabajos etnográficos dedicados a describir las prácticas y costumbres de la gente awajún; en este pueblo indígena, situado entre las cuencas fluviales de Perú y Ecuador, la actividad bélica ocupa un lugar central en su universo cultural (Harner 1972; Brown 1984b; Descola 1993a, 1993b; Taylor 1985, 1993, 2006; Guallart 1990; Greene 2009; Surrallés 2009). Según Taylor, las atenciones hacia la construcción del cuerpo y su relación con el “alma” (wakan en lengua awajún) son centrales durante los cuidados maternos desde los primeros momentos de vida de un niño. De acuerdo con la percepción de los “jíbaros”, la persona como tal no corresponde a un ser completo al nacer: se trataría de un ser dotado de una esencia inestable, que va construyéndose como persona y caracterizándose como awajún en el transcurso de su vida por un cúmulo de experiencias físicas y sensibles, así como por la alimentación (Taylor 1996, 205).

Un aspecto fundamental dentro de esta trayectoria individual se encuentra en la realización del ritual de iniciación (llamado en awajún junta ainbau que se traduce en “seguir el camino”) para cada joven aspirante a guerrero (waimaku). Este se caracteriza por la ingesta de plantas alucinógenas en un contexto de ayuno ritual, donde el cuerpo del aspirante resulta poseído por la fuerza bélica del espíritu de un guerrero muerto del pasado (ajutap). Este último lo animará a realizar una expedición bélica y, en el caso de que se trate de un conflicto intertribal, la finalidad será capturar la cabeza de su enemigo (Rubenstein 2012; Taylor 1985, 2006; Brown 1985). En este estado de “trance” por la incorporación del espíritu ajutap, el cuerpo del aspirante asume el estatus de kakajam (Romio 2017, 62-65). Una vez cumplida la misión y muerto el adversario, el cuerpo del guerrero pasará por otra transformación importante: perderá contacto con el ajutap y también el estado de protección espiritual del cual estaba gozando. Recuperada la cabeza del enemigo, el guerrero pasará a refugiarse dentro de los territorios familiares, a fin de evitar la venganza por parte del espíritu de la persona muerta. Esta nueva etapa terminará cuando, un año después, la cabeza del enemigo sea objeto de una serie de tratamientos rituales para transformarla en una tsantsa,[ix] es decir, un trofeo de guerra y una forma de protección para el cuerpo heroico del guerrero kakajam (Brown 1985; Taylor 1985, 2006).

Esta breve descripción ilustra el nivel de complejidad que el universo cultural “jíbaro” había elaborado acerca de los rituales de reconfirmación y transmisión de su propia identidad a través de la “construcción” del cuerpo del kakajam antes de la llegada de los misioneros y las consecuentes transformaciones. Se trataba de una convulsa relación de interdependencia entre el cuerpo del héroe, el espíritu de un guerrero antepasado muerto y, finalmente, una parte del cuerpo del adversario –la cabeza transformada en tsantsa– (Taylor 1985, 2006).

 

         4. Contexto histórico. La llegada de la carretera: entrada a la “modernidad”

El Alto Marañón, territorio de ceja de selva cruzado por cincos ríos y de difícil acceso por su compleja conformación geográfica, ha sido una zona históricamente habitada por los grupos awajún y wampís. Como recuerda el lavador de oro David Samaniego, después del irresuelto conflicto fronterizo entre Perú y Ecuador de 1941, los campamentos militares insertados en la zona[x] representaron por primera vez una supuesta presencia estatal dentro de un espacio de selva hasta ese entonces habitado solamente por “belicosos” grupos indígenas y ocasionalmente cruzado por aventureros, lavadores de oro y comerciantes (Serrano Calderón 1995).

La política estatal de construir “fronteras vivas”, inaugurada desde finales de la década de los 60 por el gobierno de Belaúnde Terry,[xi] fue acompañada por proyectos de evangelización específicos para estas zonas, con miras a transformar estos indígenas rebeldes en sujetos “dóciles” y “funcionales” para el proceso de expansión del “territorio nacional”. Tal visión política llevó a una serie de acuerdos (inicios de 1950) entre el Ministerio de Fomento y de Educación, tanto con las prefecturas apostólicas presentes en el territorio peruano como con los representantes del ILV, relegando a dichas instituciones la tarea de “civilizar” y “nacionalizar” las almas de los salvajes amazónicos.

Otro proceso de cambio importante en el panorama socioeconómico local fue la transformación del peso económico y político de los patrones. Entre 1940 y 1980, los patrones se establecieron como “cambistas” económicos y culturales, ganando control sobre el trabajo de los indígenas y hasta cierto punto desplazando a los jefes awajún polígamos (múun), quienes por tradición habían sido el centro de las actividades económicas de la sociedad y habían actuado como intermediarios con otros pueblos de la región. Así, la importancia de la capacidad del patrón como intermediario cultural, social y económico fue aumentando. La limitación de las dinámicas de guerras y contiendas entre tribus, que siempre habían significado una fuente importante de prestigio, fue otro factor que contribuyó a la erosión del poderío del jefe tradicional (Seymour Smith citado en Brown 1984a, 51).

El año 1968 también marcó un cambio sensible en la historia regional por la inauguración de la primera pista de penetración de la región: la carretera Olmo-Saramiriza. Este evento incidió directamente en la profunda transformación de todo el perfil sociocultural y económico de la región, que pasaba de ser un área periférica y casi desconocida, a ser el punto de acceso preferencial hacia las tierras ricas de yacimientos auríferos y zonas cultivables. Ello determinó un conspicuo incremento de agricultores y comerciantes andinos y costeños, acompañado por un marcado aumento del nivel de violencia entre todos los actores sociales ahí presentes (Larson y Odd 1985, 56).

 

Antes de la carretera, todo era distinto. Por el río Santiago, los comuneros estaban dominados por los comerciantes de Iquitos, de Borja. Los awajún de Nieva eran explotados por los comerciantes… Nosotros, aquí, somos de las cabeceras del Marañón. Era bien difícil de llegar aquí. Hay cerros, quebradas… eso era antes de la carretera (David Kuñachil, awajún, 80 años, comunidad de Nazareth, mayo de 2018).

 

Como estas palabras lo muestran, en la percepción awajún sobre el transcurrir del tiempo, la “llegada de la carretera” marcó un antecedente importante, es decir, “un antes y un después” en las relaciones entre los awajún y el mundo exterior. Eso implicó, a la vez, el comienzo dos nuevas formas de lucha y resiliencia: por un lado, una verdadera lucha para la sobrevivencia frente a la propagación tempestiva de numerosas epidemias; por el otro, los conflictos contra el despojo territorial animado por los “colonos” (Siverts 1972; Guallart 1990; Uriarte 1989).

Los documentos escritos en las prácticas judiciales de ese tiempo constituyen un testimonio del nivel de tensión y las formas de agresión presentes entre las dos facciones, los indígenas y los colonos, por la demarcación de fronteras entre el espacio vivencial de unos y otros (Siverts 1972, 50-72). Los engaños, los enganches por deudas, los regalos y los falsos documentos eran parte de estas relaciones de poder, a las cuales seguían episodios de tensión y enfrentamientos físicos, acompañados por tiroteos, incendios y muertes (Guallart 1990; Larson y Odd 1985).

Como mediadores de estas luchas estuvieron los misioneros, ya fueran católicos o evangélicos, es decir, las dos instituciones llamadas a “representar” al Estado y preservar un cierto “orden social” a través de su empresa “civilizatoria”. Por esta razón, desde la década de los 60, la función social de los misioneros cambió drásticamente, pasando de ser los “civilizadores” de la belicosa realidad indígena, a ser los mediadores y pacificadores entre las dos facciones en conflicto (Guallart 1990). Como consecuencia, su estatus y su forma de autoridad frente a los indígenas cambiaron, pasando a representar nuevas figuras de referencia y apoyo: unos “aliados estratégicos”. Por un lado, los misioneros católicos ofrecían los aprendizajes escolares, los modelos de actuación para devenir en “indígenas civilizados y nacionalizados” y un apoyo en las dinámicas legales para la defensa de los territorios indígenas (Favier 2015). Por otro, los evangélicos, se esforzaron en fundar pequeñas actividades económicas indígenas (por ejemplo, una empresa comercial en el puerto de Imacita) (Romio 2017, 199-206).

Para desempeñar esta tarea, los misioneros terminaron por cubrir diferentes roles de autoridad a la vez: una guía religiosa, el jefe espiritual, el director de la escuela, el dueño de una empresa comercial, el patrón. Todas estas relaciones con los indígenas estuvieron manejadas por medio de un complejo uso del poder, de la afectividad (relación padre-hijo, como bien identifica Rubenstein 2001), bajo diferentes vínculos de dependencia económica o por temas de salud. Finalmente, no hay que olvidar las usuales formas de distribución de regalos y de las “deudas por enganche” (Brown1984a; Romio 2017). Un número importante de indígenas frecuentaba habitualmente la misión y prestaba sus servicios como mano de obra, transportistas o guías fluviales, o en la comercialización de alimentos, de oro, municiones u otros bienes industriales (Serrano Calderón 1995). Lo anterior fue confirmado a través de las memorias recogidas durante la investigación etnográfica.

El conjunto de todos estos aspectos terminó por definir una relación afectiva extremamente compleja entre indígenas y misioneros: los religiosos dieron cuerpo a una nueva figura heroica, quien gozaba de mucha autoridad moral, espiritual y económica, sin necesariamente adoptar expresiones de violencia. Esta condición fascinaba a los awajún, en particular los más cercanos a la misión. Así lo rememoraba un entrevistado: “Entonces yo dije, cómo es esto, el pastor dice que nunca hace esto el día domingo. Entonces me iba dando cuenta poco a poco que para mí era único, perfecto el pastor Winans. Entonces, yo trataba también de agarrarme a él, porque era perfecto” (entrevista a Daniel Danducho, profesor bilingüe awajún, realizada por la misionera Mildred Larson, 1981, audio 2, min. 05:23).

 

         5. El papel de las misiones en la construcción de una sociedad de frontera

La transformación mediante un diferente cuidado del cuerpo y en la estética misma del “nuevo indígena” fueron aspectos profundamente vinculados durante los primeros acercamientos entre misioneros y nativos. El concepto de “conversión”, en ese entonces, correspondía más a una transformación de la estética y cuidado del cuerpo de los indígenas que a una condición diferente del “estado del alma” (Vilaça 2016).

La primera relación de “alianza” entre un misionero y un indígena solía darse por la presencia de alguna enfermedad. Los misioneros evangélicos llevaban medicinas y cuidados sanitarios de origen occidental, con los cuales podían resolver muchos de los problemas relacionados con gripe, diarrea o sarampión que afrontaban las poblaciones locales.[xii] La capacidad médica mostrada por estos nuevos foráneos quedaba marcada en la memoria indígena, consolidando un primer lazo para sucesivas alianzas.

En segunda instancia, cuando un jefe de familia y sus hijos empezaban a frecuentar la casa del misionero, este solía formalizar la relación ya sea a través de la repartición de regalos (ropas y objetos considerados prestigiosos por el indígena) o por el corte del cabello. Así lo corroboraron varios awajún pertenecientes a la primera generación de profesores bilingües, que formara el ILV en el distrito de Imaza, entre los años 50 y 60.[xiii]

                                                                                                              

Entonces me fui a casa del pastor. Entonces, él me mandaba traer yuca, traer leña, entonces yo traía todo esto. Una tarde me llamó: “venga acá”, entonces me fui y me hizo sentarme en una banca, “siéntate”. Bueno, él sin que me dé cuenta, él comenzó a cortar mi cabello. […] Me dio un papel, [y] me dijo: “Tú vas aprender aquí” (Daniel Danducho, profesor bilingüe awajún, audio 01, min. 15:13).

 

Cuando un awajún se acercaba a la misión, primero era el corte del pelo. Con ello, ya se decía que él sabía hablar castellano (Hugo Shajian, profesor bilingüe awajún, comunidad Uut, junio de 2014).

 

Como bien describe Laura Pérez Gil, a propósito de los procesos del cuidado corporal entre los yaminahua, “el cuerpo se nos aparece como algo a ser modelado por medio de diferentes técnicas o prácticas con el objetivo de adquirir las características y valores preconizados socialmente, dentro de un proceso en el que ética y estética van de manos dadas” (Pérez Gil 2010, 54). Según los testimonios de numerosos indígenas, tener el corte del cabello y utilizar ropas o zapatos occidentales correspondían a una señal manifiesta del nuevo “estatus de civilización” que esa persona había obtenido, mucho antes del aprendizaje del castellano y de la escolarización.

El tema de la transformación corporal como forma de acceso a la “civilización” se encuentra también en las herramientas ilustrativas utilizadas por los misioneros para transmitir nuevos imaginarios a los indígenas acerca de su futura estética, dentro de la “sociedad nacional”. En este sentido, una de las estrategias de los misioneros fue enseñar libros ilustrados a los indígenas “convertidos”, donde podían identificar la diferencia entre la figura del “indio bárbaro” (desnudo, con lanza y pinturas faciales) y el “individuo moderno”, caracterizado por un hábito occidental, gafas y cabello peinado. Tal percepción pudo corroborarse tanto en las memorias de Daniel Danducho como en las de David Kuñachil.

 

         6. Tensión, rencor y atracción. La convulsa relación entre indígenas y militares

A través de las memorias personales y la reconstrucción de las vidas de algunas figuras del “nuevo líder awajún” de ese tiempo, es fácil reconocer la fascinación que generaba la relación con los militares. El estilo de vida en los campamentos, el ideal del esfuerzo, de las reglas y del sacrificio como forma de construcción de un “hombre fuerte”, el manejo de las armas y la exaltación del cuerpo viril del combatiente fueron elementos que atrajeron e ilusionaron a muchos jóvenes indígenas. En este sentido, es fácil intuir cómo los awajún vieron en estas figuras de “hombres fuertes”, blancos, autoritarios y dueños de las armas de fuego, un nuevo modelo para la redefinición del kakajam. Es decir, que pudiese responder a las diferentes exigencias de ser militarmente digno, “civilizado” y respetado por las autoridades, tanto por los jefes indígenas como por las autoridades externas, particularmente los militares.

Entre los años 1950 y 1970, se consolidó entre awajún y militares una relación basada en un constante desequilibrio entre expresiones de fuerzas e intercambios de favores. Los trueques de alimentos, oro y otros bienes locales a cambio de armas y municiones se alternaban con manifestaciones de violencia y episodios de saqueos. Cada agresión indígena conllevaba repercusiones y puniciones de parte de los militares: castigos físicos y reclusiones, matanzas y trabajos forzados, saqueos de bienes y violación de mujeres (Guallart 1990; Serrano Calderón 1995; memorias personales de awajún de la zona).

A pesar de ello, la relación con los militares terminó por cubrir algunos de los aspectos que hasta ese entonces habían sido propios en las dinámicas de luchas intertribales entre los awajún, y sus vecinos, los wampís, shuar y achuar. Implícitamente, se iba también desarrollando una nueva forma de atracción para la aptitud, el manejo del poder y sobre todo la estética de los soldados, quienes eran objetos de observación, atracción y mimesis.

Esta suerte de vínculo emocional entre awajún y militares es confirmado también por las descripciones presentes en el diario de la misionera Mildred Larson (Larson y Odd 1985), así como por las memorias autobiográficas de algunos líderes indígenas de la época. Ahí vemos que, para los indígenas, los espacios de la misión y del campamento militar eran considerados, de manera muy similar, como lugares de formación para aspirantes kakajam. Es más, la mayoría de los jóvenes solían pasar de uno de estos espacios al otro, como si fuesen complementarios entre sí. Por ejemplo, los jóvenes indígenas que se demostraban demasiado inquietos u hostiles a las reglas de la misión eran enviados por sus padres a participar en la vida del campamento militar, a manera de formación personal (Larson y Odd 1985, 10; Francisco Shajian e Imacita, “líderes guerreros” de la actualidad, junio de 2013).[xiv]

Otros jóvenes, luego de sus aprendizajes entre los misioneros, decidieron alejarse de ellos para asumir un modelo del liderazgo cercano al de un “jefe militar”. Con la misma ferocidad y determinación de los soldados, estos jóvenes solían organizar expediciones militares, construían sus redes de dependencia a través de la distribución de armas y municiones; también solían castigar a los indígenas “infieles” o “traidores” con puniciones corporales, saqueos de sus viviendas o trabajos forzados.

El caso más emblemático de este tipo de liderazgo es el representado por la figura histórica de Francisco Kaikat. Luego de una temprana formación en la misión de la Iglesia del Nazareno y de haber aprendido el castellano, Kaikat decidió alejarse de tales espacios y construir su autoridad personal a través de fuertes vínculos de alianza y comercialización con los militares de la base Chávez Valdivia. Entre las décadas de los 50 y los 80, esta figura dominó buena parte del territorio del Alto Marañón por su autoritarismo, su fuerza bélica y sus redes familiares, ganándose el título de teniente gobernador (entrevista a Elsa Kaikat, hija de Francisco Kaikat, comunidad de Nazareth, junio de 2017; Larson y Odd 1985, 77).[xv]

En sus notas de campo, Mildred Larson reconoce que Kaikat seguía siendo muy admirado entre todos los awajún de la región, así como sus campañas de punición contra los indígenas que se mostraban irrespetuosos con los misioneros o con los militares (Larson y Odd 1985, 77). Muchos eran los profesores bilingües que terminaban buscando los favores de Kaikat para llevar a cabo venganzas por abusos realizados por “colonos” o brujos. Igualmente, resulta interesante la historia según la cual, a modo de punición a unos familiares, Kaikat los hubiera hecho capturar y llevar amarrados hasta el río Santiago. De acuerdo con las memorias de diferentes awajún contemporáneos de Kaikat y familiares de Alias Danducho[xvi], protagonista de los eventos narrados, la historia termina con la escapada de estos reclusos quienes hubieran sido “obligados a cumplir trabajos forzados” (Larson y Odd 1985, 11-12)[xvii] muy probablemente para un militar o un patrón cauchero, dos figuras todavía muy presentes en esa época en el río Santiago.

 

Y mi hermano y mi cuñado fueron tomados presos por el primo Kaikat y fueron conducidos a Chávez Valdivia, una guarnición. Pero mi hermano estuvo poco preso, ellos pudieron correr, escapándose y vinieron nuevamente por acá, hasta que haya ya paz entre nosotros (Daniel Danducho, audio n. 1, min. 24:15).

 

Kaikat no le gustaba el trabajo de la docencia. Más le gustaba la dominación. Tener poder. Él trabajaba con el ejército, con los gobernadores. Él era quien daba castigos a los que cometían errores (David Kuñanchil, comunidad de Nazareth, junio de 2018).

 

        7. La crisis de consciencia de los “nuevos líderes” awajún

Una de las principales modalidades adoptadas por los misioneros para transformar una sociedad indígena en “convertida y civilizada” se basaba en formar “nuevos líderes”: figuras clave en el proceso de mediación cultural y transmisión de mensajes religiosos entre la misión y los indígenas (Romio 2017, 2020; Chaumeil 1990; Stoll 1982, 1985). Este proyecto reunía elementos antiguos con otros innovadores: por una parte, siguiendo el clásico modelo del cacicazgo, este “nuevo líder” tenía que brindar una representación esencial del modelo del “indígena moderno y convertido” según las expectativas de los misioneros. Por otra, a partir del ejemplo del “individuo moderno”, profesado por las Iglesias neopentecostales norteamericanas (Bastian 2006), el imaginario acerca de este “nuevo sujeto indígena” contemplaba también su dimensión profesional y su rol como profeta de la palabra de Dios entre los demás miembros de la comunidad (Stoll 1982, 1985). En este sentido, los misioneros no solamente brindaron una formación escolar a un número seleccionado de indígenas: también los llevaron hacia una formación personal que consideraba la profesionalización para que pudiesen ser económicamente independientes y socialmente preparados para el “ingreso” en la sociedad nacional.

Dentro del espacio de las comunidades, el nuevo líder asumía simultáneamente diferentes roles de autoridad: profesor bilingüe, comerciante, mediador con los misioneros, jefe de la comunidad, experto religioso y experto en salud occidental. También estaba preparado para el manejo de las relaciones institucionales: en los años siguientes, llegó a ocupar los roles de teniente gobernador, jefe de la comunidad o agente municipal (Espinosa 2018, 24). A menudo, estos “nuevos líderes” mostraban una fuerte propensión a generar relaciones de “enganche por deuda” con otros familiares indígenas, según el modelo de los comerciantes y patrones caucheros (Stoll 1982, 88). Cabe mencionar que muchos tejían relaciones con los militares, dinámica que les aseguraba un abastecimiento de municiones que repartían entre sus familiares.

El conjunto de todos estos elementos determinaba la consolidación de una forma de autoridad indígena que sobrepasaba las expectativas –y los planes– de los misioneros. Estos “nuevos líderes” se iban mostrando cada vez más autónomos en el manejo de los aprendizajes recibidos en la misión, transformándolos en herramientas útiles para la definición de su poder personal como “nuevos kakajam”. Sin embargo, una cuestión seguía abierta: ¿estaba este “nuevo líder” autorizado para el ejercicio de la violencia? En otras palabras: ¿podía él realizar la matanza de sus adversarios, en particular, de los colonos, como forma de venganza frente a los abusos sin perder sus aliados estratégicos? Como es fácil intuir, este punto representaba una cuestión importante acerca de la forma y las modalidades con las que los líderes awajún estaban definiendo su entrada a la sociedad nacional: como “guerreros contemporáneos”, legitimados en la autodefensa y en la demarcación de sus derechos territoriales o como sujetos subalternos, destinados a quedar al servicio de una futura sociedad mestiza y urbana.

Shall we kill again?” es el emblemático título de uno de los capítulos centrales del libro de Mildred Larson (Larson y Odd 1985, 73). ¿Mataremos de nuevo?, la pregunta, lejos de ser un simple virtuosismo literario, la frase expone una problemática constante dentro de las relaciones personales entre misioneros y “nuevos líderes”: la legitimación del uso de la violencia. Las acciones de erradicar todas las prácticas tradicionales vinculadas con el culto a la guerra e interrumpir las cadenas de homicidios por venganza constituyeron las principales tareas de la misión. Sin embargo, sus resultados mostraron ser limitados para obtener el completo control sobre los “nuevos líderes” en este campo de acción.[xviii]

En tal sentido, resultan emblemáticos los relatos autobiográficos de los líderes awajún que, recordando ese periodo, suelen mencionar una dimensión interior de tormento e incertidumbre: ¿seguir las enseñanzas de los religiosos o cumplir con las expectativas de su grupo familiar?

 

Cuando mi papá estaba grave, ya estaba a punto de fallecer entonces me habló, me dijo, oi, hijo, yo estoy muriendo, estoy muriendo por la brujería. […] Los demás familiares esperaban, y me decían: “¿cuándo vamos a matar a ese brujo?”. Entonces yo, pues, era su hijo mayor, yo era quien podía cabezarme [encabezar] y yo, no podía escaparme de ese momento para actuar esa muerte: entonces yo rogaba al Señor: “¿Cuál es el momento que nos puedes ayudar tú? (Daniel Danducho, audio 1, min. 15:01).

 

Cuando un día recibí la noticia que habían matado a mi hermano mayor, bueno porque era un brujo. Por entonces, yo no podía estar tranquilo, porque mi hermano era lo más querido, él era quien me cuidaba, entonces pedí al Señor para que me ayude, entonces él me ayudó (Emilio Nayap, comunidad Numpatkaim, mayo de 2014).

 

La conversión para los indígenas termina siendo lo que Joel Robbins describe como “dúplex formación cultural”, donde los aspectos supervivientes de la cosmología y la visión del mundo locales se ponen en tensión con los valores cristianos más importantes mediante un proceso de evaluación crítica (Robbins, Schieffelin y Vilaça 2014). Siguiendo esta perspectiva, es importante considerar el proceso de “equivocación” que, según Vilaça, existió entre la perspectiva de conversión adoptada por los misioneros del ILV y la visión de transformación manejada por la lógica indígena. Mientras que para los religiosos la transformación de la persona se realizaba a través del acceso directo a la palabra de Dios, es decir, la escolarización y la traducción de la Biblia; para los awajún, dicho cambio se daba a partir de una transformación en el cuerpo del sujeto mismo, en particular a través de un esfuerzo de mimesis, incorporación y de reapropiación del otro (Vilaça 2016, 3).

Las voces aquí reunidas muestran la necesidad de cada joven awajún de marcar su estatus de autoridad en las redes familiares por medio de la matanza de un adversario. Esta dimensión se vuelve aún más imperiosa en el caso de tener que vengar la muerte de un familiar próximo (un padre o un hermano), quien habría muerto por enfermedad, supuestamente causada por la magia de un brujo enemigo (Descola 1993a; Brown 1984b). El etnógrafo y lingüista Robert Priest, quien trabajó en el Alto Marañón durante 1970, describió con atención los sentimientos encontrados de los primeros awajún, hombres y mujeres, que se habían convertido al cristianismo; consideró que el sentimiento de culpabilidad terminó jugando un papel recurrente y prioritario dentro la descripción de los awajún sobre su acercamiento a la religión (Priest 2003, 95). Este “sentimiento de culpa” era utilizado para expresar un conjunto de emociones distintas: la sensación de incumplir con ciertos vínculos tradicionales y el sufrimiento de no conceder un estado de “tranquilidad” al alma de un familiar muerto. Además, la culpabilidad estaba relacionada con la persistencia de los fuertes deseos de matar al agresor de un familiar (Priest 2003).

Los testimonios recogidos permiten recordar cómo, para el ILV, el rol de los maestros bilingües debía incluir una especie de agentes multifuncionales y líderes comunales encargados de contribuir a la resolución de conflictos, asesorar a las autoridades locales, promover la higiene y la salud preventiva (Espinosa 2018; Larson y Odd 1985). Sin embargo, estos roles terminaban encajando dentro de una lógica indígena que seguía considerando la venganza y la lucha contra la brujería como uno de sus nudos principales.

Es posible apreciar cómo la visión dicotómica de la realidad impartida por los misioneros, es decir, la separación entre “bien y mal”, y la contraposición entre un “pasado barbárico y violento” y un “presente moderno y pacificado”, tenía poca contraparte dentro de la perspectiva awajún. Al contrario, los “nuevos líderes” iban redefiniendo su rol y su posición social a partir de las problemáticas sociales contemporáneas (en particular, el tema de la salud y de la pérdida de terrenos), vinculándolas al problema de la brujería y la lucha contra el invasor foráneo. Además, identificaban su rol como una nueva forma de lucha (violenta) contra estas dos dimensiones. Asimismo, las informaciones acumuladas, tanto en este trabajo etnográfico (Romio 2017) como en los escritos de Stoll (1985, cap. V), evidencian el modo en que durante esos años se realizaron diferentes expediciones bélicas por parte de los awajún para desplazar a los grupos de colonos establecidos dentro de sus territorios vivenciales. Todos estos enfrentamientos fueron motivados y guiados por “nuevos líderes” quienes, bajo el auspicio de los viejos kakajam, encontraban en estos espacios de lucha nuevas formas de consolidación de su estatus social.

 

         8. Conclusiones

Como se evidencia en este artículo, el proceso de construcción de una sociedad de frontera en la zona nororiental del Perú ha sido el fruto del esfuerzo de un Estado nación de expandir su control territorial y de incluir grupos culturales distintos. Esto se desarrolló en conjunto con la acumulación gradual e inconstante de diferentes tipos de relaciones de fuerza y dinámicas de comercio y territorialización entre agentes paraestatales. Dentro de tal panorama, las relaciones basadas en el abuso de la fuerza y las expresiones de violencia entre grupos de poder desiguales terminaron por recubrir un rol preponderante, sobre todo, en la primera etapa de convivencia entre foráneos e indígenas.

Asimismo, los misioneros evangélicos, en continuidad con los acuerdos tomados con el gobierno nacional, buscaron facilitar la entrada de los “colonos”, transmitiendo a los indígenas unas nuevas expectativas acerca la idea de “civilización”, “Estado” y “modernidad” (Stoll 1985, 221-228). Estos mensajes entraban, sin embargo, en contradicción con las reales necesidades de los indígenas en sus relaciones con los “peruanos”, es decir, abrazar las armas y defenderse frente a un acelerado proceso de exterminio (directo o indirecto) y despojo territorial. Por esta razón, los proyectos de transformar a los “brutos salvajes” en “ordenados ciudadanos” no se cumplieron según sus cálculos: la copresencia de otros factores paraestatales, principalmente el ejército, los comerciantes y los colonos, favoreció nuevas dinámicas de lucha y novedosos imaginarios de “progreso”. En estas circunstancias, el perfil propuesto por los militares y su forma del manejo de la violencia terminaron por inspirar nuevos tipos de ideales, expectativas y modelos aptitudinales entre los “nuevos líderes” indígenas.

Frente a esta compleja situación, encontramos el desarrollo paralelo de diferentes respuestas por la parte indígena. Por un lado, desde la década de los 50, se nota un acentuado interés entre los indígenas en “acceder a la instrucción”, conscientes de que eso era una forma de establecer relaciones competitivas con los comerciantes. Por otro, para muchos awajún, la opción de frecuentar la misión y acceder a una primera escolarización no se tradujo necesariamente en un rechazo al uso de la fuerza bélica. Lejos de la aspiración de los religiosos, muchos de los “nuevos líderes” de los años 60 y 70 eligieron elaborar una forma propia de liderazgo, que juntaba elementos aprendidos en el espacio de la misión con otros propios de la conducta militar. A través una dinámica de acumulación de experiencias, saberes y relaciones, estas figuras terminaban por privilegiar la frecuentación de múltiples sitios, como la misión y el campamento militar, en el mismo tiempo: o de enviar un hijo a estudiar con los misioneros, y al otro con los militares. Si bien es cierto que, en las memorias indígenas o en los escritos misionales aparece una clara oposición entre estos dos espacios, en la práctica los jefes indígenas asumieron una cierta autonomía de decisión y supieron elegir cuál de los dos aliados era mejor según las circunstancias del contexto.

Los diferentes espacios de interrelación entre indígenas y agentes paraestatales (misión y base militar) se transformaron, por lo tanto, en lugares de aprendizaje múltiple, donde el “nuevo líder” iba ampliando sus horizontes de conocimiento y de entendimiento sobre la sociedad exterior, sus códigos éticos y morales, y el uso de la “violencia legitimada”. La creatividad indígena se fue expresando en los distintos modelos de “nuevo liderazgo”, cada uno de ellos resultado de la trayectoria personal e íntima del sujeto considerado.

A la luz de estas consideraciones, se asume que nunca existió un único “modelo de liderazgo indígena moderno”, alimentado por el trabajo misional y sostenido por su profesionalidad como “profesor bilingüe” o máximo “mediador” con la sociedad externa, tal como las crónicas misionales nos dejan imaginar. Más bien, hay que visibilizar la presencia de una multitud de figuras de “nuevos líderes indígenas” que desarrollaron de forma creativa diferentes tipos de aptitud y habilidades en la negociación de poder entre diferentes figuras de autoridad y autoritarismo externas. Entre ellas, la figura del “líder militar” o de teniente gobernador –por ejemplo, Kaikat–, que iban asumiendo un cierto éxito y atracción. Cada una de ellas era expresión del difícil equilibrio que el sujeto había encontrado entre las expectativas relacionadas con su pasado cultural, las exigencias impuestas por las circunstancias sociales contemporáneas y los límites e influencias derivados de las nuevas alianzas.

 

Apoyos

 

El presente artículo es el resultado de una investigación etnográfica realizada con el apoyo de distintos fondos de investigación: Fondación Legs Lelong entre los años 2012-2016; beca Aides à la Mobilité 2012-2013 del Instituto Francés de Estudios Andinos (IFEA); financiamiento para la investigación del Centro de Investigaciones Sociológicas, Económicas, Políticas y Antropológicas de la Pontificia Universidad Católica del Perú (CISEPA-PUCP) en los años 2017-2018; y en 2019 obtuvo el apoyo del proyecto de investigación “Configuraciones socio-espaciales, retos políticos y debates ontológicos en la Amazonía”, financiado por la Agencia Nacional de Investigación (ANR-17-CE41-0013-Francia).

Agradezco a varias personas que han contribuido en la realización de este artículo. En primer lugar, los amigos awajún David Kuñachil, Elsa Kaikat, Emilio Nayap, Roman Shajían, Luciana Dekentai. En segundo lugar, a Alexandre Surrallés, Giovanni Levi y Mercedes Figueroa por sus comentarios y de las observaciones. Por último, a los revisores escogidos por Íconos.

 

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Entrevistas

Daniel Danducho, memorias grabadas por la misionera Mildred Larson en 1981.

David Kuñachil, awajún, 80 años, comunidad de Nazareth, mayo de 2018.

David Kuñachil, awajún, 80 años comunidad de Nazareth, junio de 2018.

Elsa Kaikat, awajún, 65 años, comunidad de Nazareth, junio 2017.

Emilio Nayap, comunidad de Numpatkaim, mayo de 2014.

Hugo Shajian, profesor bilingue awajún, comunidad Uut, junio de 2014.

 

Notas



[i] Apach: vocablo awajún con doble significado: 1) se refiere a ‘gente que viene de afuera’, ‘blanco’, ‘foráneo’; y 2) significa ‘anciano’, ‘figura de autoridad’ (ILV 2020).

[ii] Con el término “colonos” o “mestizos” se denomina la parte de la sociedad de la región cuyo origen es andino o costeño. Estos grupos migraron a partir de la década de los 50, cuando colonizaron las tierras de las dos provincias consideradas en el presente artículo: Bagua y Condorcanqui (región Amazonas).

[iii] La misión del ILV se instaló en la comunidad de Nazareth, cerca del río Chiriaco. Esta zona actualmente se encuentra situada dentro del distrito de Imaza, provincia de Bagua, región Amazonas.

[iv] Si bien en el presente artículo se enfoca la presencia de la misión evangélica del ILV y su relación con las comunidades awajún, cabe señalar que, en el mismo periodo, también se instaló en la región una misión jesuita, llamada Santa María de Nieva. Situada en el cruce entre el río Marañón y el río Nieva (actual capital de la provincia de Condorcanqui), dicha misión también llevó a cabo la construcción de un espacio de formación y educación escolar para jóvenes awajún, hombres y mujeres (llamados internados).

[v] Alto Marañón: zona geográfica peruana, caracterizada por una vegetación definida como ceja de selva y localizada en la parte norte oriental de la región Amazonas, que marca una parte la frontera nororiental entre Perú y Ecuador.

[vi] Para profundizar sobre este tema, ver Santos Granero y Barclay (2002).

[vii] Se trata de los resultados de un trabajo de campo etnográfico realizado, en diferentes sesiones, entre el 2014 y 2019 dentro de los distritos de Imaza (provincia de Bagua) y Santa María de Nieva (provincia de Condorcanqui), región Amazonas, Perú. De manera particular, en este artículo se consideran los relatos autobiográficos de David Kuñachil, Emilio Nayap, Elsa Kaikat y Hugo Shajían. También, se hará uso de las memorias autobiográficas de Daniel Danducho, grabadas por la misionera Mildred Larson en 1981, se agradece a Octavio Danducho por la gentil concesión de dicho material.

[viii] Kakajam: término awajún, se refiere a una “persona valiente, hábil, táctica, impaciente ante la muerte, virtuosa en el dominio retórico del diálogo formal, generosa en la hospitalidad, obstinada en la venganza(Descola 1973 b, 174).

[ix] Las tsantsa, también llamadas ‘cabezas encogidas’, son cabezas humanas especialmente preparadas que se utilizan como trofeo, con fines rituales o comerciales. Los grupos “jíbaros” son particularmente famosos por sus conocimientos para producir las tsantsa a través de un complejo ritual de trabajo con la piel y los huesos de los enemigos (Brown 1985).

[x] En particular, los campamentos militares de Chávez Valdivia y de Siro Alegría, situados en los ríos Cenepa y Santiago, respectivamente.

[xi] Para profundizar el tema sobre la política de colonización de las regiones amazónicas durante el gobierno de Belaunde Terry se aconseja la lectura de “La conquista del Perú por los peruanos” (Belaunde Terry 1994). Sobre el concepto de “fronteras vivas”, ver el texto de Salisbury et al. (2010).

[xii] Todas las fuentes escritas de los misioneros del ILV, en particular Larson y Odd (1985), Davis (2002) y Wallis (1966), coinciden en esta información. A ello, hay que añadir las memorias autobiográficas de los siguientes ancianos awajún, consideradas durante la investigación: Daniel Danducho (audios), David Kuñachil, Emilio Nayap, Elsa Kaikat y Hugo Shajían.

[xiii] Esta información se obtuvo de diversas entrevistas realizadas durante el trabajo de campo: Daniel Danducho (audios); Emilio Nayap, mayo de 2014; Elsa  Kaikat, junio de 2017; y David Kuñachil, junio de 2018.

 

[xiv] Para ampliar esta información, ver Romio 2017.

[xv] Varios awajún residentes actualmente en la comunidad de ¨Nazareth y contemporáneos de Kaikat también confirmaron esta información

[xvi] Hermano de Daniel Danducho.

[xvii] Mildred Larson también comenta en su libro que recogió varias memorias orales sobre este hecho.

[xviii] A lo largo de toda la obra “Tariri my story” se describe, aunque desde la perspectiva de la misionera, toda la dificultad en desligar en Tariri las ambiciones de construirse como “hombre fuerte” y “nuevo líder” y renunciar a sus deseos de cumplir acciones de venganza contra presuntos brujos (Wallis 1966). Mildred Larson alude a una situación similar en su relato acerca de su relación personal con el awajún Alias Danducho (Larson y Odd 1985).