Temas
Mgtr. Isaac Vargas.
Doctorando en Antropología. Universidad de Toronto (Canadá).
(isaac.varglez@gmail.com)
(https://orcid.org/0000-0001-6553-7923)
Recibido:
25/08/2021 • Revisado: 15/10/2021
Aceptado:
14/01/2022 • Publicado: 01/05/2022
La
crisis de desapariciones en México se agudizó en 2007, cuando el entonces
presidente Felipe Calderón lanzó la guerra contra las drogas. Desde esa fecha,
se han reportado más de 80 000 personas desaparecidas a nivel nacional. Ante
este panorama de violencia e incertidumbre, ha surgido un dispositivo
burocrático que intenta gestionar la búsqueda y el duelo de las familias que
aún esperan el regreso de sus seres queridos: la carpeta. En este artículo se
aborda principalmente cómo este expediente, que contiene la investigación
oficial llevada a cabo por las autoridades, juega un papel central en el
proceso de búsqueda. A través de las voces de 13 madres cuyas hijas e hijos han
desaparecido, la carpeta adopta incluso la categoría de un objeto-persona que
representa una encarnación material de la víctima. Frente a dicha perspectiva,
la cual rebasa los límites racionales impuestos por el aparato estatal, se
empleó la metodología negativa que permite reflexionar sobre y desde los
fragmentos dejados por la violencia. Así, uno de los argumentos centrales en
mostrar cómo las personas desaparecidas, mediante los objetos, siguen
participando tanto en la vida cotidiana de sus familiares como en los reclamos
de justicia ante el Estado. Se concluye que el afecto emerge de manera
particular en medio de la violencia y sirve para confrontar el régimen
burocrático.
Descriptores:
afecto;
burocracia; desaparición, guerra contra las drogas; México; víctimas.
The
crisis of disappearances in Mexico worsened in 2007, when then-President Felipe
Calderon launched the war on drugs. Since then, more than 80,000 people have
been reported as missing. In this panorama of violence and uncertainty, a
bureaucratic apparatus tries to manage the search and mourning of families
still awaiting the return of their loved ones. The following pages deal mainly
with the way in which the binder –that is, the
case file containing the official investigation carried out by the authorities–
plays a central role in the search process. Through the voices of thirteen
mothers whose daughters and sons have been disappeared, the binder is framed as
a person-object, which represents a material embodiment of the victim. Through
this perspective, which goes beyond the rational limits imposed by the state,
this paper is based on the negative methodology proposed by the anthropologist
Yael Navaro. Thus, one of the conclusions shows how through objects the
disappeared persons continue to participate in the everyday life of their loved
ones, as well as in the claims for justice. Finally, it is important to note
that all the names of people and places have been modified.
Keywords:
affect; bureaucracy; disappearance, drug war; Mexico; victims.
Adriana
está sentada sobre la banca de un parque ubicado en la zona centro de una
ciudad del occidente mexicano. Una pequeña multitud se ha reunido alrededor de
un grupo de mujeres que, junto con Adriana, bordan los nombres de sus
familiares desaparecidos sobre pañuelos blancos. Antes de vivir un evento en
que se supieron vigiladas por un hombre que trató de intimidarlas, el grupo se
congregaba cada mes para plasmar mensajes de reclamo al Estado por la crisis de
violencia que ha invadido al país desde que el expresidente Felipe Calderón
lanzara la guerra contra las drogas (o guerra contra el crimen) en 2007. Desde
hace cerca de 14 años, el país ha acumulado más de 80 000 desapariciones y 250
000 asesinatos (Belmont 2020). La estrategia de seguridad ha provocado una
fragmentación de cárteles debido a una lógica gubernamental basada en tácticas
de conflicto armado.
Para
Bunker (2013), los grupos que surgieron a partir del inicio de la guerra contra
las drogas han competido con los cárteles de larga data en una carrera por
ganar presencia territorial en mercados ilegales altamente rentables. El autor
menciona que los desencuentros entre el aparato de Estado y las organizaciones
criminales han desatado no solo un aumento en los niveles de violencia, también
ha influido en un desvanecimiento de la autoridad oficial en lugares que han
devenido en áreas de impunidad a lo largo de México, aquello que localmente se
ha denominado como “tierra de nadie”, referente a barrios, pueblos o regiones
en que el narco ha logrado sumergirse hasta controlar la vida social.
Adriana
estaba por terminar su bordado cuando llegué hasta el punto en que se
encontraba. Mientras nos poníamos al día, me compartió la noticia respecto a
posibles recortes económicos en el presupuesto de la Fiscalía Especializada en
Personas Desaparecidas (en lo adelante Fiscalía Especializada). Tras un breve
silencio, Adriana me contó: “Bueno, al menos no todo son malas noticias”
(entrevista a Adriana, marzo de 2019).[i] Al
día siguiente tenía una cita en dicha institución para conocer los avances en
el caso de Mario, su hijo, sobre quien no sabe nada desde septiembre 2015,
cuando desapareció en el trayecto a casa luego de haber asistido a una fiesta.
Desde aquel día, Adriana no ha tenido noticia alguna del paradero de su único
hijo. El celular de Mario fue apagado luego de la segunda llamada que ella
realizó cuando se percató de que él no había llegado a la hora prometida.
Las
autoridades no tienen idea sobre el posible paradero de Mario. Una situación
que se replica en miles de casos a lo largo de México, ya que el aparato
estatal está saturado con todas las carpetas que siguen esperando una
respuesta. Frente a dicho escenario, las familias de las personas desaparecidas
buscan a sus seres queridos tanto a través de mecanismos oficiales como fuera
de ellos. Sin embargo, el papel que juega el Estado sigue siendo fundamental en
el proceso y el siguiente ejemplo ilustra lo crucial de la investigación
oficial. Aquella tarde en que las madres estaban bordando, Adriana me contó que
estaba ansiosa por su cita al día siguiente en la Fiscalía Especializada, luego
de varias trabas burocráticas por fin le entregarían las copias certificadas de
su carpeta de investigación. La noticia fue también escuchada por las mujeres a
nuestro alrededor, y de pronto, Luisa exclamó: “Por fin Adriana, todo ha valido
la pena”. Algunas incluso abrazaron a la madre de Mario ante la relevancia de
la noticia.
A
estas mujeres que celebraban la entrega de un documento, llegué a conocerlas
gracias a mi relación con una organización no gubernamental que acompaña los
procesos burocráticos de madres y familiares de personas desaparecidas. Desde
2017, año en que entré a la organización como voluntario, tuve la oportunidad
de ir conociendo paulatinamente a varias de mis futuras interlocutoras. Romina
es una de ellas. Renombrada activista, cuyos padres desaparecieron durante la
Guerra Sucia en México, la cual tuvo lugar entre fines de la década los 60 e
inicios de los 80, como una consecuencia de la represión político-militar para
extinguir a movimientos sociales con una ideología opuesta a la de los
Gobiernos oficialistas. Dichos Gobiernos, cabe destacar, provenían del Partido
Revolucionario Institucional (PRI), el cual mantuvo el poder de la presidencia
desde 1929 hasta el 2000, cuando ocurrió la llamada transición democrática
(Guillén 2017).
En
una de nuestras entrevistas, Romina me contó que “algo es distinto ahora. Hay
más acceso a la información, hay más colectivos, más medios prestando atención
a las desapariciones. Hay menos silencio, y los políticos intentan mostrar una
cara democrática a las víctimas” (entrevista a Romina, marzo de 2019). Pero
especialmente, de acuerdo con Romina, “estamos presenciando la emersión de
muchas instituciones, protocolos y de la carpeta de investigación. La carpeta
es justo una de las mayores esperanzas que tenemos las víctimas” (entrevista a
Romina, marzo de 2019). De hecho, durante las conversaciones que sostuve con
las madres de las personas desaparecidas, ellas invocaban de manera constante
la figura de la carpeta. Dicho objeto, que contiene la investigación a cargo de
la Fiscalía Especializada, es un símbolo de la ausencia, una huella de la
desaparición, y como analizaré en las siguientes líneas, una encarnación
material de la persona desaparecida.
De
acuerdo con Mathew Hull (2012), estamos rodeados e incluso controlados por
papeles cuya materialidad tiene vastas consecuencias sobre nuestras vidas. La
documentación oficial media no solo nuestra relación con el Estado, también con
otras personas, espacios y objetos. Los documentos en buena medida dan
significado a nuestra historia, desde el acta de nacimiento, o un pasaporte que
nos reconoce como miembros de una determinada comunidad política y nos permite
cruzar fronteras nacionales. En su libro, Gobierno de papel,
Hull propone nombrar a “las formas materiales de documentación y comunicación del
aparato estatal como artefactos gráficos” (2012, 1), por ser objetos diseñados
con una función específica y cargados de significados. Es decir, un artefacto
gráfico es todo aquel archivo o documento que ha sido creado a través del
ejercicio del poder del Estado. Los documentos tienen múltiples repercusiones
en la vida de una persona en cuanto comienzan a circular, creando a su
alrededor una red de relaciones entre el ciudadano y una serie de trámites,
funcionarios, instalaciones burocráticas y un conjunto de ideas sobre el
Gobierno como un poder omnipresente con la posibilidad de decidir sobre nuestra
vida.
La
carpeta de investigación, artefacto gráfico que guarda la promesa de justicia,
es producida por el Estado. Incluso está definida por la violencia de la guerra
contra las drogas en conjunto con un sistema burocrático que se encarga de
atender a las víctimas de la estrategia de seguridad oficial. Tomar a la
carpeta como objeto central de reflexión se localiza en el borde de
sobredimensionar no solo el poder de lo estatal, sino de crear una ilusión en
la cual los fragmentos, las ausencias y los rastros de la violencia son siempre
visibles, aprehensibles por el Estado y accesibles a través de la 146 documentación o los
archivos oficiales.
Por
lo tanto, en esta reflexión me adhiero a la metodología negativa propuesta por
Yael Navaro (2020, 165), en tanto ella permite argumentar que los antropólogos
habremos de posicionarnos no en anticipar la presencia de evidencia sobre la
violencia masiva, sino en los espacios en los cuales los eventos de violencia
han sido pasados por alto, o bien apropiados, y el acceso a la evidencia
continúa siendo limitado, complicado o negado. En su trabajo, Navaro (2020)
parte de la (im)posibilidad de investigar como una condición del trabajo
antropológico en contextos de violencia masiva. Una (im)posibilidad enmarcada
por los huecos y vacíos en la producción de conocimiento sobre el pasado
reciente, la destrucción u ocultamiento de los archivos, así como la
desaparición o exterminio de las testigos (Navaro 2020, 161). Solemos dar por
sentada la accesibilidad a la evidencia, la cual está ahí, “dispuesta ante
nosotros”, no obstante, la autora se posiciona en contra de dicha suposición.
Navaro propone concentrarnos en los vestigios, las huellas, y los fragmentos
dejados por la violencia, en tanto provienen de intersticios acallados por el
poder, pero, cuando los hay, revestidos por el afecto de los sobrevivientes.
Así, en mi trabajo de campo me he concentrado en las madres de las personas
desaparecidas y su relación con objetos, en especial con la carpeta, que a su
vez funge como prueba de la corrupción y las omisiones del Estado. La carpeta,
arguyo, es un fragmento de la violencia masiva de la guerra.
Sin
embargo, debo resaltar que durante la primera etapa de mi trabajo de campo
trataba de analizar la relación entre las víctimas de la guerra y el aparato
estatal desde una óptica no enfocada en la subjetividad, y fueron justo las
madres de las personas desaparecidas quienes me hicieron considerar la carpeta
un punto central, al invocarla de manera constante como una suerte de evidencia
respecto a las complicaciones burocráticas para encontrar a sus seres queridos.
También resaltaron la dificultad para tener acceso a una copia certificada,
incluso cuando las familias tienen el derecho constitucional de solicitar una
copia. Debido a la negación de los agentes para entregar este “artefacto
gráfico”, las madres suelen acudir a organizaciones no gubernamentales, cuyos
integrantes acompañan a estas mujeres a las agencias del ministerio público
para ejercer presión ante los agentes al invocar puntos específicos del
artículo 19 constitucional, que avala a las familias como coadyuvantes de la
investigación. Un proceso que se complica fuera de las ciudades, en donde la
presencia de las organizaciones tiende a ser baja y en ocasiones existe un
panorama más complicado al compactarse la violencia en una zona geográfica
reducida.
A
su vez, la carpeta es una posibilidad latente; así lo explica Nora: “si el
gobierno condujera las investigaciones de manera adecuada, cientos de nuestros
desaparecidos estarían hoy en casa. Si tan solo no hubiera
corrupción y desprecio a las familias” (entrevista a Nora, abril de 2019,
énfasis del autor). La carpeta, en línea con el testimonio de Nora, está
enmarcada por una dicotomía entre la incertidumbre y la esperanza condicionada
por el “si” como una condicional empleada para demostrar las expectativas que
se desprenden de este artefacto. Así, considero que la carpeta de investigación
es 147 un artefacto gráfico del
Estado cargado de potentes significados e interpretaciones. No obstante, dicho documento
nos recuerda que el Estado es productor de la violencia y la manera en que
trata de controlar o negar la verdad sobre la guerra.
En
relación con la importancia de los artefactos gráficos y sus múltiples
dimensiones en nuestras vidas, Veena Das (2006) sentó un precedente al
reflexionar acerca de la firma del Estado. La autora se concentró
particularmente en los documentos escritos, los cuales crean un aura de
legalidad, inclusive si dichos documentos están vinculados con un ambiguo
desarrollo del aparato estatal en un contexto de violencia sistemática, una
ambigüedad que incluso tiene un impacto en las personas en forma de ansiedad,
tensión y contradicción, de acuerdo con Tuckett (2018). En Rules,
Papers, Status, Tuckett propone la noción de régimen de
documentación como un entendimiento de los obstáculos burocráticos que los
migrantes enfrentan en sus interacciones con el Estado italiano.
Por
su parte, Mathew Hull (2012) nos recuerda prestar atención a las redes de
relaciones que produce la circulación de los artefactos gráficos entre los
sujetos, ya sea fuera o dentro de las oficinas gubernamentales. Si bien el
Estado, por medio de sus artefactos gráficos, intenta permear en la vida de los
ciudadanos, las personas pueden transformar la intención original de los
documentos oficiales. Strassler (2010) describe lo anterior en su análisis
sobre las fotografías oficiales tomadas por el Estado para documentos como
credenciales, aunado a las reinterpretaciones hechas por los retratados, o sus
familiares cuando la persona fallece y deciden colocar la imagen en un
portarretrato.
Sobre
las alteraciones o apropiaciones de los artefactos gráficos del Estado, Navaro
(2012) postula que la burocracia ha sido mayormente estudiada como un aparato
racionalizador, recubierto por la disciplina, pero en donde el afecto no tiene
espacio. Basta urdir un poco entre las historias para apreciar cómo el afecto
emerge de entre las prácticas oficiales y sus artefactos gráficos. En este
trabajo precisamente me interesa explorar la manera en que las madres no solo
han apropiado, sino que reconceptualizado el significado de la carpeta
dotándole de múltiples dimensiones afectivas que no únicamente radican en la
parte burocrática.
Dentro
de los análisis sobre desaparición en América Latina, los artefactos
burocráticos tienden en ocasiones a ser desdeñados por tener justo la firma
estatal, y el afecto suele vincularse con otras materialidades, por ejemplo,
los espacios (Ovalle, Díaz y Soto 2018; Dutrénit y Nadal 2019), los objetos
personales de los ausentes (Moreno 2018; Feld 2014) y los usos dados a las
fotografías de los desaparecidos (Da Silva 2011; González 2018; Johnson 2018).
Pero los documentos, que están entre la parafernalia de los Estados modernos,
pues son un componente base de su cultura material, deben ser tomados en cuenta
por la antropología (Navaro 2012, 114). Debido a esto y a las palabras de las
madres sobre las carpetas de investigación, giré mi lente hacia su relación con
dichos artefactos, que cuidan con cautela, que guardan con afecto en casa y se
convierten en objeto de disputa con las autoridades. Las carpetas llegan a
tener un lugar central en la vida de los familiares de las víctimas. Recordemos
lo ansiosa que estaba Adriana y la celebración que ocurrió en aquel parque
debido a que por fin tendría una copia de la carpeta. Sin embargo, antes de
comenzar a desglosar este punto, primero analizaré qué contiene y cómo es
producido este artefacto que nace de la violencia de la guerra contra las
drogas.
En
México, la desaparición como un recurso represivo tiene un largo historial ya
que fue utilizado durante el proceso de consolidación autoritaria del país
(Ovalle 2021; Robledo 2017). Una vez que ocurre la transición democrática,
luego de que el PRI perdió la presidencia en el 2000 y la guerra es lanzada en
2007, las líneas que definían la desaparición se desdibujan, haciéndola un
concepto más complejo que va más allá de los lindes estatales. Para Robledo
(2016, 104), la desaparición es un crimen sistémico que involucra la
participación directa, autorización o aquiescencia de agentes del Estado y las
Fuerzas Armadas, aunado esto a la falta de investigación y actuación para tener
mecanismos adecuados de búsqueda.
Me
interesa concentrarme en este apartado en aquello que Robledo señala sobre la
falta de mecanismos estatales adecuados ante la crisis de las desapariciones.
Desde que comenzó la guerra, colectivos formados por familias y organizaciones
no gubernamentales han arrojado luz sobre la ola de violaciones a los derechos
humanos, la impunidad y la falta de información sobre las consecuencias de la
estrategia de seguridad a raíz de la militarización del país. Las familias,
acompañadas por organizaciones que fungen como aliadas, han conducido la
discusión respecto a la necesidad de crear leyes e instituciones cuyo fin sea
el acceder a la justicia –aunque la interpretación sobre qué es justicia es
variopinta tanto entre los colectivos como entre las personas que los
integran–. Si bien varios movimientos locales emergieron desde que inició la
guerra, 2011 fue un año clave ya que fue formado el Movimiento por la Paz con
Justicia y Dignidad (MPJD), fundamental para crear espacios de diálogo entre
autoridades y agentes estatales, tanto en el plano federal como en el estatal
(Ameglio 2016; Azaola 2012).
La
raíz del MPJD se remite al asesinato del hijo de Javier Sicilia, un reconocido
poeta mexicano, quien convocó a protestar contra la guerra en mayo de 2011. El
principal propósito era dar dignidad a las víctimas y recordar que son sujetos
sociales con derechos, ya que la narrativa oficial ha tratado de
criminalizarlos (Madrazo 2012). Además, el MPJD públicamente señaló las
historias acalladas sobre las relaciones entre narcotraficantes y políticos, a
través de la estrategia de plata o plomo, en la cual los actores criminales dan
a los agentes del Estado la oportunidad de elegir entre regirse por los sobornos
o enfrentar las consecuencias de no ser parte del juego. Sin embargo, acorde a
lo que expone Madrazo (2012) en su análisis sobre el narcocorrido mexicano, el
dinero del narco es con frecuencia un afrodisiaco para las autoridades, ser
parte del negocio es atractivo para agentes en niveles bajos y para políticos
con grandes ambiciones.
Fundamentalmente,
el MPJD estuvo detrás de la discusión de la Ley de Víctimas en 2013, y su
acción influyó asimismo en otras reformas, por ejemplo, la Ley del Registro
Nacional de Personas Desparecidas o Extraviadas en 2012. Aun cuando estos
cambios en el ámbito legal estuvieron influidos por familias y organizaciones
en busca de justicia, es importante remarcar un elemento: el Estado ha tomado
los cambios como la base de un cuerpo burocrático nacional enfocado en la
búsqueda de personas, el cual se ha ido extendiendo a lo largo del territorio,
con modificaciones en las leyes, nuevos códigos y la apertura de oficinas. En
2017 el Congreso mexicano aprobó una ley nacional en materia de personas
desaparecidas, lo que terminó por institucionalizar la crisis desatada por la
guerra contra las drogas.
Entre
las nuevas instituciones que nacieron con la aprobación de la ley está la
Comisión Nacional de Búsqueda, encargada de sistematizar todos los casos en
México, así como de crear esquemas de rastreo territorial. A menudo, estas
atribuciones se cofunden con las labores de las Fiscalías Especializadas, cuya
operación depende de cada entidad federativa. En medio de un complejo cuerpo burocrático,
un artefacto gráfico que se ha posicionado como imprescindible desde 2015 (año
de su creación), y que ha sido reformulado con los cambios legislativos de
2017, es el Protocolo Homologado para la Búsqueda de Personas Desaparecidas,
compuesto por 282 páginas, y el cual indica paso a paso todos los
procedimientos que un agente debe seguir para armar una carpeta de
investigación.
Aunque
la carpeta era ya un elemento central dentro de la búsqueda de las personas
desaparecidas, con el protocolo se unificó a nivel nacional la manera en que
debe ser configurada. Si bien los detalles de la dictaminación y puesta en
marcha del protocolo van más allá de los objetivos del presente artículo,
quiero resaltar algunos puntos esenciales. Su proceso de elaboración involucró
mesas nacionales de trabajo entre colectivos y organizaciones no
gubernamentales junto con el Gobierno. Burocráticamente, el protocolo vino a
compactar las escalas municipal, estatal y federal al unificarlas para crear un
patrón de documentación que sienta una particular estructura de relaciones. Es
decir, el protocolo es un intento por definir quién hace qué y el tiempo
estimado de estas acciones, especialmente ante las quejas que por años han
emitido las familias debido a la corrupción y la lenta burocracia del aparato
estatal mexicano.
El
protocolo, disponible en sitios digitales del Gobierno, señala toda la
documentación que el agente encargado de investigar una desaparición debe
recabar durante las primeras 24 horas, así como a las 48 y 72 horas de haber
recibido el reporte. Por ejemplo, en la primera etapa se debe notificar a la
policía federal y local, con el ánimo de que estén atentos ante cualquier
indicio. Asimismo, se debe informar a hospitales, prisiones e instituciones
forenses para indagar si tienen información que coincida con la persona
desaparecida. A su vez, en teoría, los aparatos móviles de la víctima son
rastreados para dar con su geolocalización. Los reportes que van surgiendo de
estas diligencias se adhieren a la carpeta.
En
la siguiente fase, debería comenzar una espiral de trámites, entre los cuales
se encuentran las entrevistas con los familiares, la toma de muestras de ADN,
un análisis del contexto criminal de la zona en que la persona fue vista por
última vez, la elaboración de un árbol genealógico y hasta una meticulosa
descripción de los hábitos de la persona. No menos importante, se debe crear un
reporte médico respecto a la salud de la víctima, para ello se recurre a los
doctores que solía frecuentar la persona. Sin embargo, todos estos registros
pueden tardar un largo tiempo en ser completados (incluso meses), ya sea por
trabas burocráticas u omisiones de las autoridades. El factor principal a
resaltar aquí es que la carpeta debería devenir en una suerte de recopilación
de todos los rastros dejados por la persona desaparecida.
Algunas
de las carpetas de investigación que tuve la oportunidad de hojear eran un
compendio de oficios marcados por sellos y firmas. En realidad, al seguir un
mismo protocolo, las carpetas comparten formatos ya prestablecidos, como en el
caso de la denuncia por desaparición o de la inspección ministerial; documento
que autoriza el análisis del área geográfica en que la persona fue vista por
última vez. Por supuesto, dependiendo del caso cambian los detalles, esas
piezas fundamentales de información que otorgan las familias, es decir, los
datos más personales e íntimos de la persona desaparecida. Así, las carpetas,
cual hilvanado de documentos, lucen a simple vista iguales al estar compuestas
por los mismos formatos y estructura. Pero es ahí, en los detalles, donde
radica la diferencia, detalles que deberían también ser producto del trabajo de
las autoridades y que justo sería este uno de los ejes diferenciadores de cada
investigación. No obstante, los resultados de cada nueva diligencia caen a
cuentagotas, creando incertidumbre en las familias que esperan tener avances
sobre el paradero de su ser querido.
Por
ahora me interesa hacer hincapié en que la carpeta, y el protocolo que la rige,
son el corazón del cuerpo burocrático, el nodo que une toda una red de
instituciones las cuales han ido emergiendo en años recientes, y justo dicho
artefacto representa el punto que teje las interacciones entre las autoridades,
y las de estas con las familias. No obstante, las madres de las personas
desaparecidas con quienes dialogué en mi trabajo de campo señalaron la falta de
coordinación entre los funcionarios. Como lo mencionó Aurora, madre de Joaquín
desaparecido en 2015, “es confuso a dónde debes acudir, qué oficina hace qué,
no es claro porque además entre los agentes se contradicen” (entrevista a
Aurora, mayo de 2019). Mientras tanto, el cuerpo burocrático ha ido creciendo
nacionalmente con la apertura de oficinas a lo largo de México, creando puestos
laborales y amasando una narrativa que asocia la justicia con una cadena de
papeleo, firmas y sellos.
En una de nuestras
charlas, Fabiola, madre de Rene, quien desapareció en 2016, me contó: “La
verdad es que sí es muy complicado entender todos los procesos que 151 debemos de atravesar. Una
trae su dolor a cuestas, entonces se vuelve más complicado entender. Pero hemos
logrado crear un proceso de aprendizaje entre todas” (entrevista a Fabiola,
abril de 2019). El proceso al que se refiere Fabiola rompe con la premisa que
entiende a la burocracia solo como un aparato racionalizador y frío, en
términos de Navaro (2012, 82), también hay lugar para el afecto, aunque no
siempre visible a primera vista. Detrás de las exigencias públicas de las
madres, hay un movimiento que puede catalogarse como de traducción, ya que
ellas junto con las organizaciones no gubernamentales, se han dedicado a
traducir la gramática del Estado en un lenguaje más sencillo. Por medio de
manuales y talleres, las madres de las personas desaparecidas han aprehendido
no solo los tecnicismos legales, sino que han adquirido herramientas para
sortear la burocracia, especialmente cuando se reúnen con el agente encargado
de llevar su caso, y se enfrentan a los nulos avances porque las carpetas, por
más que pasa el tiempo, dice Fabiola, “están llenas de nada” (entrevista a
Fabiola, abril de 2019).
Una
tarde recibí en mi celular un mensaje de Mariana, madre de Raúl, desaparecido
en 2017, invitándome a una de las reuniones que las madres realizaban en las
instalaciones de una organización no gubernamental. Cuando llegué, Mariana me
presentó con el resto de las mujeres allí presentes. El salón estaba cubierto
por un fuerte olor a café y un murmullo, un coro de voces que, según la madre
de Raúl, “somos como los pájaros cantando en la mañana, este es el momento en
que nos ponemos al tanto de nuestras vidas, porque unas solo pueden venir a la
junta mensual” (entrevista a Mariana, mayo de 2019).
Después
de varios minutos de charlas y café, las madres comenzaron a intercambiar
puntos de vista sobre la protesta que planeaban realizar a las afueras de la
Fiscalía Especializada, para demandar la entrega inmediata de las copias de las
carpetas de todos los casos en la entidad. Si bien, de acuerdo con el artículo
19 de la Constitución, los familiares tienen el derecho a tener acceso a una
copia certificada, las autoridades a menudo lo niegan arguyendo que la
información contenida entre las hojas es altamente sensible y por lo tanto las
carpetas deben permanecer en las instalaciones de la Fiscalía. Incluso de
manera constante la institución alega que las carpetas no son proporcionadas a
las familias por el riesgo que les representa conocer “ciertos” datos,
argumento que encierra una paradoja, ya que son las familias quienes justo
proporcionan el grueso de la información que las autoridades deberían usar para
rastrear las huellas dejadas por la persona ausente.
La
mayoría de mis interlocutoras, con acceso a sus carpetas luego de varios
trámites y el acompañamiento de organizaciones no gubernamentales, son aquellas
que radican en la capital del estado, en donde el grueso del cuerpo burocrático
local está localizado. Aquellas con una copia certificada de su carpeta
describieron en nuestras conversaciones un cúmulo de emociones cuando evocaron
la primera vez que les entregaron este artefacto gráfico. Mariana recordó aquel
día como un shock. En general, las madres utilizaron el adjetivo frustrante
para calificar el momento, tanto por la expectativa como por las quejas
impuestas para obtener una copia. Paola, madre de Luis, desaparecido en 2014,
me compartió parte de su experiencia: “Cuando abrí mi carpeta, comencé a leer
la declaración, la que di cuando levanté la denuncia, y ahí se leía que yo
había dicho que mi hijo se drogaba. ¡Puedes creerlo! Es una burla lo que hacen
con nosotras, no tienen el mínimo de compasión” (entrevista a Paola, mayo de
2019).
Ruth
y Gabriela expresaron un sentimiento de desilusión cuando hablaban de sus
casos. Ambas creían que sus investigaciones serían minuciosas, pero en su
lugar, encontraron omisiones y algunas diligencias que nunca fueron terminadas
por los agentes. Ruth, madre de Alma, quien desapareció en 2014, me dijo lo
siguiente: “Las carpetas son un desastre. El Gobierno cree que somos idiotas”
(entrevista a Ruth, mayo de 2019). En nuestra conversación también mencionó que
sus reuniones con el agente de la Fiscalía Especializada son un martirio.
Largas esperas y papeleo sin aparente fin son la norma en cada caso. Además, de
acuerdo con los testimonios de las entrevistadas, en repetidas ocasiones las
carpetas originales estaban almacenadas en cajas en la esquina de una oficina.
Para Gabriela, cuyo hijo, Juan, desapareció en 2009, “la manera en que tratan a
los documentos es la manera en que tratan a nuestros hijos” (entrevista a
Gabriela, junio de 2019).
“Cuando
haces un viaje a un lugar desconocido, sueles guiarte por un mapa. La carpeta
es nuestro mapa para seguir una ruta de búsqueda, pero en los nuestros las
coordenadas están mal, entonces terminas perdiéndote” (entrevista a Luisa, mayo
de 2019). Luisa me compartió este pensamiento mientras desglosaba todos los
pendientes que tiene por hacer antes de su próxima reunión con el agente de la
Fiscalía, a donde va cada mes para saber si hay algún avance en el caso y,
sobre todo, a preguntar si ya llenaron los papeles que se necesitan, o se
realizaron las diligencias pendientes. “Es como si fuéramos perros de caza, ahí
nomás detrás de ellos”, exclamó (entrevista a Luisa, mayo de 2019). “Sabes, al
inicio el saber que tendría la carpeta conmigo me dio mucha ilusión, pero una
vez que vi que estaba casi vacía, algo se rompió adentro de mí”, lamentó Amelia,
madre de Laura, desaparecida en 2015 (entrevista en junio de 2019).
En
Earth Beings, Marisol de la Cadena (2015)
describe cómo su interlocutor, Mariano, un indígena runakuna del Perú, vivió su
lucha contra el dueño de la hacienda Lauramarca –en donde Mariano tenía la
obligación de trabajar como colono–. El interlocutor de Marisol calificó las
actividades relacionadas con su lucha para recuperar su tierra con el término queja
purichy, que puede traducirse 153 como “caminar el agravio”. Según la autora, “caminar
la queja o hacerla funcionar se refiere a los tejemanejes burocráticos
necesarios para supervisar la queja. [...] Caminar el agravio o hacerlo
funcionar también se refiere a la necesidad de estar presente físicamente,
moviendo la documentación en la dirección deseada” (De la Cadena 2015, 72).
A
través de los testimonios de las madres se puede extrapolar la noción de
“caminar la queja”, ya que deben estar presentes en las instalaciones para
presionar a los agentes con el fin de que completen su trabajo. Sin la
presencia de estas mujeres, las carpetas se quedan en los archivos, se mezclan
con otros documentos y en ocasiones desaparecen. En concreto, las madres se
aseguran de que la información no se altere ni se omita.
Gupta
(2006) y Mitchell (2006) han argumentado que el sistema de documentación es la
base de un aparato estatal, pero este sistema también podría funcionar de
manera opuesta, si fuera necesario, omitiendo u ocultando la documentación
(Hull 2012, 247-248); estos actos están, de hecho, concatenados por la
negligencia de más de un agente estatal. Las omisiones y alteraciones son un
tema sensible para las madres que argumentan la incertidumbre de no saber “de
qué lado están realmente los agentes”, como dijo Lorena (entrevista en abril de
2019). Este juego agotador sobre quién es quién queda bastante claro en el
siguiente testimonio de Gabriela: “Tenemos sospechas sobre agentes que nosotras
creemos que están trabajando para los narcos” (entrevista a Gabriela, junio de
2019).
Los
efectos de las omisiones nos recuerdan que, de manera frecuente, en escenarios
de violencia masiva, la evidencia es negada o tergiversada. Las víctimas deben
atravesar un largo recorrido para ser reconocidas como tal por el Estado.
Navaro (2012) justo nos invita a situarnos ahí, en el vacío que se desprende de
un panorama desolador como el de la guerra contra las drogas, con el propósito
de urdir en los fragmentos que deja la violencia, en aquello que no suele ser
visible; cuando menos no a simple vista. En ello profundizaré en el siguiente
apartado, en el estrecho vínculo que han creado las madres con la carpeta.
Pero
antes quiero remarcar un dato que me parece revelador en cuanto a las omisiones
y alteraciones del Estado. Según mis interlocutoras, uno de los mayores retos
que han sufrido ha sido la constante rotación de los funcionarios encargados de
las investigaciones. El caso con menos cambios había tenido seis agentes en el
momento de mi trabajo de campo, pero el caso con más cambios sumaba un total de
18 diferentes agentes en los últimos siete años. Con cada nuevo investigador,
las madres tienen que volver a contar la historia de la desaparición. Este acto
de narración provoca un cisma interior al revivir con detalle los hechos del
caso de manera frecuente. Sin embargo, a pesar de los obstáculos, estas mujeres
persisten en su camino de resistencia. “Estamos enfadadas, pero también tenemos
fe. No vamos a renunciar a nuestras reivindicaciones”, dice Ruth (entrevista en
mayo de 2019), recordando sus encuentros con cuatro agentes diferentes en los
últimos seis años.
La
constante rotación de agentes, todas esas manos que han intervenido, han
impactado en el contenido de las carpetas: ya sea de manera positiva o
negativa. Pero, sobre todo, a lo largo de los años, las acciones de las madres
han nutrido dichos artefactos. Estas mujeres reúnen toda la información que
tienen de sus seres queridos y la entregan a los agentes, también conocidos
como ministerios públicos. “Yo les llevé todo lo que tenía de mi hijo, todo.
Fotos, documentos, hasta su computadora. Estaba desesperada”, me confío Ruth
(entrevista en mayo de 2019). Todos los rastros de los ausentes adquieren la
condición de evidencia una vez que entran en el régimen burocrático.
Por
lo tanto, la carpeta deviene asimismo en un recordatorio afectivo y legal de la
ausencia. Aquí evoco el legado de Derrida, aun cuando él no se interesa por la
materialidad de los rastros, su argumento arroja luz sobre la idea de que los
rastros “señalan una brecha entre lo representable y lo no representable”
(Napolitano 2015, 58). La carpeta, situada en la frontera de aquello que se
puede representar y lo que está fuera de dicho ámbito, es un intento por
revertir la aparente imposibilidad de retorno a través de un documento que
registra las últimas horas en que una persona fue vista con vida. La carpeta es
una invocación constante sobre los desaparecidos, aunque una invocación como un
grito ahogado debido al anquilosamiento del aparato estatal frente a la crisis
de violencia.
5. “Mi Alberto está ahí”
Visité
la casa de Mariana una calurosa tarde de julio. Me invitó a tomar un vaso de té
helado y a hablar de su hijo, que desapareció hace cinco años cuando volvía del
trabajo. Después del segundo vaso de té, le pregunté sobre la investigación: “¿Cómo
fue el proceso de conseguir la carpeta para ti?”. Mariana permaneció callada
durante un par de segundos que parecieron una eternidad. Le dije que podíamos
terminar nuestra conversación si ella así lo deseaba. “Por supuesto que no”,
respondió. Mariana terminó su té y expresó: “Sabes, para mí Alberto está ahí
(en la carpeta). Es mi hijo” (entrevista a Mariana, julio de 2019). Recordó el
momento en que el agente le entregó la carpeta de investigación por primera
vez. Ella tomó ante mí ese legajo de hojas entre sus brazos para recrear aquel
episodio, parecía como si cargara un bebé en brazos. “Después de meses, ese día
me sentí cerca de él, en contacto con mi hijo”, argumentó. El agente le dijo a
Mariana que no era necesaria su reacción, y ella contestó: “Usted no entiende:
Este es mi Alberto” (entrevista a Mariana, julio de 2019).
Esa
tarde, Mariana compartió conmigo un emotivo fragmento de sus experiencias tras
la desaparición de Alberto y me explicó cómo la carpeta es la encarnación
material de su hijo. La subjetividad de Mariana se articula a través de un
cúmulo de vivencias en la que la carpeta juega un papel fundamental, como un
artefacto gráfico 155 que
evoca una ausencia que se manifiesta de múltiples formas.
Un
par de días después de visitar a Mariana, entrevisté a Gabriela en su casa. Se
acercó a una vieja y hermosa estantería con puertas donde guarda documentos
importantes –actas de nacimiento, la escritura de la casa– y sacó de ahí la
carpeta de su hijo Eduardo. Acto seguido, Gabriela me dijo: “Acceder a los
papeles fue un trabajo muy duro. Y aunque la investigación tiene lagunas, tengo
la esperanza de que los hallazgos que hay aquí puedan darnos luz para encontrar
a mi pequeño” (entrevista a Gabriela, julio de 2019), como suele llamar a
Eduardo. Durante nuestra charla, mientras me narraba la historia de la
desaparición, la carpeta permaneció en su regazo todo el tiempo.
La
sala de Gabriela está llena de fotos. Todas son imágenes de Eduardo: su primer
día de escuela primaria, un viaje a la playa, la celebración del cumpleaños de
su abuela… Es la visualización de una historia de vida interrumpida, una
ausencia que, de nuevo, se manifiesta de múltiples formas. Para Gabriela, estas
fotografías son también la encarnación de Eduardo. “Mi niño está aquí conmigo”,
afirma. A través de las palabras de Gabriela, surge la posibilidad de analizar
este conjunto de imágenes a modo de rastros, entendidos como “un recordatorio
material que incorpora circulaciones afectivas producidas […] por restos de
historias” (Napolitano 2015, 52).
Cual
rastros, las fotos en las paredes representan una condensación que converge
sobre un muro. Cada foto en cuanto rastro es una forma en el espacio en que se
imprimen los recuerdos (Napolitano 2015, 57). Cuando múltiples historias se condensan,
como en el muro de Gabriela, se vuelven poderosas ya que no solo representan
una historia singular, de acuerdo con Napolitano. En este caso, el muro es la
exposición del álbum familiar en el salón, que es a su vez un altar, un
recuerdo, una circulación constante de afectos que nutre la encarnación de la
persona ausente formada por los rastros esparcidos en la pared. La carpeta de
investigación también es un rastro, al ser es un recordatorio lleno de
fragmentos. Es la representación de la persona desaparecida compuesta por
fotografías, historias, entrevistas, descripciones y datos biométricos.
Para
Lisa, al igual que para otras madres, la carpeta es Sergio. “Mi Sergio”, como
ella lo llamó en nuestra conversación. Al visitarla en su casa, la carpeta estaba
sobre una mesa, rodeada por velas, retratos familiares y una imagen de la
Virgen de Guadalupe. Desde ese espacio de la casa de Lisa, se visualizan los
lazos familiares y su creencia en la Virgen, a la que pide que le ayude en este
difícil camino. En esa mesa, arguyo, chocan la violencia de la guerra, la
historia genealógica de la familia y la justicia divina como una esperanza en
el camino de la búsqueda. Asimismo, el Estado también tiene una importante
presencia en este espacio, ya que su firma está representada por la carpeta que
funge como el reconocimiento legal de la ausencia del hijo de Lisa.
Hasta
los hogares de Lisa, Gabriela y Mariana se adentra el régimen de documentación
estatal (Tuckett 2018). Un régimen que limita, complica o niega la evidencia.
Un régimen que tiene el control de las carpetas y con su burocracia va
desgastando a las familias. Extrapolando el análisis de Hull (2012) que he
citado en la introducción, la carpeta como artefacto gráfico es un eje en el
que los familiares de las víctimas y el aparato de Estado se interconectan a
través de una variedad de relaciones en un largo camino marcado por sellos y
papeles junto con largas esperas, en donde la persona desaparecida se almacena
en archivos, cajas y la propia carpeta. El desdén de las autoridades hacia los
documentos recuerda lo mencionado previamente por Gabriela, cuando equiparó las
cajas apiladas con la falta de justicia, “el trato que dan a los documentos es
el mismo que dan a nuestros hijos” (entrevista a Gabriela, julio de 2019).
No
obstante, a través de sus testimonios, las madres conjuran una
conceptualización distinta de la carpeta, una que fisura las nociones de mera
racionalidad asociadas con el régimen de documentación. Ellas tejen una
relación intersubjetiva con artefactos burocráticos inmersos en mundos
simbólicos donde las personas desaparecidas están constantemente presentes de
múltiples maneras. Como argumenta Mariana, “Alberto está ahí”. Para esta mujer,
su hijo está condensado en la carpeta, en medio de las páginas, incluso
atrapado por las lagunas de la investigación y los vericuetos burocráticos.
Las madres de las
personas desaparecidas demuestran cómo las personas transforman y se apropian
de un artefacto estatal. En este caso, la carpeta es una encarnación material
de los ausentes y la visualización de una relación que la guerra pretende
interrumpir por completo, al intentar romper los lazos que unen a una madre con
su hijo o hija. Como rastro, fragmento y encarnación, la carpeta está fuera del
mero ámbito legal. Por el contrario, ilustra las ramificaciones de la
burocracia y sus encuentros con la subjetividad. En realidad, la relación
concebida en este proceso, entre una madre y la carpeta, está mucho más allá de
la narrativa dominante de la guerra, ya que la manera de pensar de mis
interlocutoras, siguiendo los argumentos de Viveiros (2004), cruza las
fronteras ontológicas y ha posicionado a la carpeta como un objeto-persona.
Así, la carpeta no es solo una posible luz de evidencia legal, sino un rastro
que desafía nociones “racionales” y está incrustado en un proceso íntimo de
comunicación, afecto y acompañamiento que abre caminos analíticos para repensar
la relación entre las madres de las personas desaparecidas y el aparato de
estatal.
Una
tarde, Ruth me contó lo siguiente durante nuestra entrevista: “Estamos viviendo
el mayor dolor que un padre o madre puede experimentar. Y, aun así, aquí
estamos, con el corazón roto buscando a todos los desaparecidos de México”
(entrevista a Ruth, mayo de 2019). Con el corazón roto, estas mujeres continúan
una lucha cotidiana en un país que se ha convertido en un lugar inhóspito para
quienes buscan en medio de una guerra ambigua con diversos frentes en
conflicto, en la cual no se tiene certeza del verdadero papel que juegan los
agentes de investigación. Ya lo indica París-Pombo (2017) en su libro sobre las
violencias ejercidas contra migrantes en México, la criminalidad rampante se ha
enquistado en el aparato institucional.
Al
centrarnos particularmente en el espectro legal, se aprecia cómo el Estado
cosifica las desapariciones en términos de tergiversación y apropiación al
tratar de reducirlas a una carpeta. Esto se encuentra en los intersticios de
las técnicas de subjetivación estatales propuestas por Foucault (1975, 1993),
como un cuerpo de códigos que pretende delimitar la vida de una persona, aun
cuando es complicado descifrar el paradero de los ausentes. Incluso el Estado,
por medio de su narrativa, logra crear un discurso sobre la justicia que sigue dando
esperanza a las familias. En palabras de Brunnegger y Faulk (2016), en su
trabajo sobre el conocimiento legal en América Latina, existe aquí una
contradicción a tomar en cuenta, debido a que, para una víctima, el aparato
estatal tiene el poder de quitarlo todo y de negar el acceso a la verdad, pero
paradójicamente, para un amplio número de personas el Estado es a su vez la
única entidad capaz de restituir lo perdido.
Por
otro lado, al situarnos en una metodología negativa que pone en el centro el
afecto, se aprecian las formas en que los artefactos gráficos del aparato
estatal son interpretados por las madres de los ausentes en medio del abismo
burocrático. Si bien el Estado ha tratado de apropiarse de la verdad y las
historias de la desaparición, las madres crean una contranarrativa con su
actuar y su discurso, convirtiendo la documentación oficial en algo más que
solo papeles. Hablamos de encarnaciones; presencias que se niegan a ser
desterradas a pesar de la insistencia de la guerra. Así, las personas desaparecidas
son invocadas cotidianamente desde el afecto y a través de objectos que se han
convertido en un camino de esperanza, no únicamente por la promesa de justicia
ofrecida por las autoridades, sino por el incesante trabajo de un grupo de
mujeres que caminan largas brechas burocráticas con el fin de ver el regreso de
la hija o el hijo que la guerra les arrebató. La carpeta, en cuanto encarnación
material (Viveiros 2004), pone de manifiesto que las personas desaparecidas
siguen participando tanto en la vida política como en la vida cotidiana.
Esta
investigación fue financiada en su primera etapa por Consejo Nacional de
Ciencia y Tecnología (CONACYT) de México. Agradezco al doctor Salvador
Maldonado del Colegio de Michoacán (México) y a la doctora Rihan Yeh de la
Universidad de California en San Diego (Estados Unidos) por su acompañamiento
emocional e intelectual durante mi trabajo etnográfico. También agradezco a la
doctora Valentina Napolitano de la Universidad de Toronto (Canadá) por haberme
acercado a las discusiones sobre subjetividad, lo cual me permitió revisitar mi
trabajo de campo con otra mirada. Por supuesto, mi principal agradecimiento es
para las mujeres que compartieron sus historias conmigo.
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Entrevista
a Adriana, marzo de 2019.
Entrevista
a Amelia, junio de 2019.
Entrevista
a Aurora, mayo de 2019.
Entrevista
a Fabiola, abril de 2019.
Entrevista
a Gabriela, junio y julio de 2019.
Entrevista
a Lorena, abril de 2019.
Entrevista a Luisa, mayo de 2019.
Entrevista
a Mariana, mayo y julio de 2019.
Entrevista
a Nora, abril de 2019.
Entrevista
a Paola, mayo de 2019.
Entrevista
a Romina, marzo y abril de 2019
Entrevista
a Ruth, mayo de 2019.
Notas
[i]
Los nombres de las informantes han sido modificados tanto por motivos de
seguridad como por sus procesos de búsqueda. En esta línea de protocolo ético,
se omite también el nombre del lugar geográfico en que se desarrollaron las
entrevistas.