DOSSIER de investigación
Landscapes of care in Mexico City: Experiences, mobility, and infrastructures
Recibido:
30/09/2021 • Revisado: 03/12/2021
Aceptado:
09/03/2022 • Publicado: 01/05/2022
Cómo
citar este artículo: Soto-Villagrán, Paula. 2022. “Paisajes
del cuidado en la Ciudad de México. Experiencias, movilidad e
infraestructuras”. Íconos. Revista de Ciencias Sociales 73: 57-75. https://doi.org/10.17141/iconos.73.2022.5212
En
el presente artículo se analizan las relaciones entre movilidad, cuidados y
género a través del concepto “paisajes del cuidado”. Para ello, se retoman los
aportes teóricos de las geografías feministas del cuidado y la tradición
teórica de la construcción social del paisaje. El objetivo del artículo es
conocer las dimensiones espaciotemporales que conforman tales paisajes y su
incidencia en la vida urbana de las mujeres. La estrategia metodológica es
mixta, en tanto pone en diálogo técnicas cualitativas y cuantitativas de
investigación, utilizando una encuesta de movilidad y etnografías móviles de
acompañamiento a mujeres en sus desplazamientos cotidianos. El contexto de
estudio fueron tres Centros de Transferencia Modal de la Ciudad de México. Las
principales conclusiones evidencian cómo las prácticas de cuidar pueden estar
presentes en los viajes cotidianos de mujeres que habitan la capital mexicana
y, que los territorios e infraestructuras del transporte pueden entenderse como
espacios que dan forma a las experiencias de cuidar en movimiento. En tal
sentido, investigar los paisajes del cuidado implica hacer visibles realidades
que pasan desapercibidas pues, aunque los habitantes no sean conscientes de
ello ni los observen de manera directa, esos paisajes están ahí, en los viajes
cotidianos que hacen principalmente las mujeres en sus recorridos por la
ciudad.
Descriptores:
cuidados; espacios; género; movilidad; paisaje; transporte.
This article analyzes the relationships between mobility, care, and gender through the concept of “landscapes of care”. To this end,
the theoretical contributions of feminist geographies of care and the theoretical tradition of the social construction
of the landscape
are taken up. The objective of the
article is to understand the
spatial-temporal dimensions
that make up such landscapes and their impact on
women’s urban lives. The methodological
strategy is mixed, as it puts
in dialogue qualitative and quantitative
research techniques, a mobility survey, and mobile ethnographies with women in their
daily movements. The study context
was three Modal Transfer
Centers in Mexico City. The
main conclusions show how caregiving
practices can be present in
the daily journeys of women
living in the Mexican
capital and that transportation
territories and infrastructures
can be understood as spaces
for caregiving that shape the
experiences of caregiving on the
move. In this sense, investigating landscapes of care entails making visible realities that otherwise go unnoticed,
as these landscapes are present in daily journeys –principally of women– through
the city, though other inhabitants
may not be aware of them
or observe them directly.
Keywords: care; spaces;
gender; mobility; landscape; transport.
En
este texto se explora la posibilidad de articular la geografía feminista del
cuidado y los estudios urbanos de movilidad poniendo en el centro, justamente,
la idea de los paisajes del cuidado en la ciudad. Los cuidados y las relaciones
que estos implican se sitúan en espacios y lugares concretos, por lo tanto, la
mirada geográfica tiene el potencial de articular la interacción entre sus
materialidades, temporalidades y experiencias espaciales. Así, al indagar en
las formas en que las prácticas de movilidad de las mujeres interactúan con las
infraestructuras de transporte público de la Ciudad de México se propone pensar
que la urbe es un lugar donde las prácticas de cuidado se brindan de manera
formal e informal. Pero, al mismo tiempo, son los movimientos físicos por el
territorio, sus significados, sus experiencias y el acceso a los transportes
los que pueden facilitar u obstaculizar su ejecución.
En este sentido,
mover los cuidados al espacio público y a los espacios de movilidad es un
ejercicio que permite observarlos no en su calidad de prácticas fijas ancladas
en el ámbito doméstico –como si cuidados, domesticidad y hogar fueran
representaciones unívocas–, sino cual prácticas móviles. Se evidencia que los
cuidados se mueven junto con las mujeres, de manera que los procesos de
movilidad suponen 58 una
reinvención de la noción de espacios móviles del cuidado.
El
artículo se organiza en tres momentos analíticos. En el primero, se ubican las
coordenadas teóricas que ayudan a construir el concepto de paisajes del cuidado
y se analizan los aportes interdisciplinarios desde un enfoque feminista. En el
segundo, se describe la metodología seguida para validar los hallazgos de la
investigación, que se basa en una serie de evidencias empíricas producidas en
tres Centros de Transferencia Modal (CETRAM) de la Ciudad de México. En un
tercer momento, se abordan las coordenadas empíricas que configuran los
paisajes del cuidado en las infraestructuras de transportes públicos de esta
urbe mexicana.
Se concluye
explorando cómo los sistemas de transporte podrían apoyar el trabajo de las
mujeres cuidadoras. De ese modo, se pone en el centro el compromiso político
con la sociomaterialidad de los paisajes, las
infraestructuras y las prácticas encarnadas del cuidado, dentro de una
interrogación más general sobre el género y las políticas de movilidad en la
ciudad.
El pensamiento
feminista en la geografía ha mostrado la importancia y la riqueza de considerar
la condición de género como clave para interpretar la realidad espacial de
nuestra sociedad, por lo tanto, las geografías feministas tienen un papel clave
para contribuir a los debates interdisciplinarios del cuidado en la ciudad. En
este sentido trazar un mapa conceptual que sirva como marco de análisis de los
paisajes del cuidado es el objeto de este apartado.
El
paisaje es un concepto cargado de connotaciones culturales y puede ser
interpretado desde múltiples, diferentes y hasta contradictorias formas. En
efecto, puede acordarse que el paisaje es primeramente cultura, construcciones
que se proyectan sobre el espacio físico, por lo tanto, una realidad física y
una particular representación cultural de ella. Siguiendo a Nogué,
el paisaje se refiere a la fisonomía externa y visible de una determinada
porción de la superficie terrestre y la percepción individual y social que
genera; un tangible geográfico y su interpretación intangible (Nogué y De San Eugenio Vela 2011). Por este énfasis perceptivo, localizado en la vista del observador,
el paisaje alude inevitablemente a una
dimensión cultural.
Además
de sus connotaciones culturales, los paisajes se crean y se recrean a través de
las relaciones sociales y funcionan como parte de la sociedad, o sea, los
paisajes se construyen socialmente en el marco de un juego complejo y cambiante
de relaciones de poder, esto es de género, clase, etnia… Sobre esta idea, se puede afirmar que el paisaje está genéricamente
construido: “las imágenes del paisaje podrían codificarse
instantáneamente de acuerdo con una jerarquía social de género” (Cosgrove 2002, 81). Para este autor, el poder naturalizador del paisaje deriva también de la naturaleza
del género y el cambiante discurso del patriarcado; por ejemplo, en el
pensamiento moderno “el cuerpo femenino se asocia completamente con la
naturaleza y ambas, por su condición de propiedad pasiva de los hombres, están
abiertas a una mirada penetrante e intransigente” (Cosgrove
2002, 82).
En
esta línea que articula el poder y la cultura para conceptualizar el paisaje,
podría ser útil discutir la categoría de lo visible y lo invisible con la que
algunos autores y autoras han tratado a los paisajes.
En efecto, cotidianamente nos movemos por paisajes ocultos, que forman parte de
lo que Joan Nogué denomina las geografías de la
invisibilidad, “–aquellas geografías que están sin estar– marcan nuestras
coordenadas espacio-temporales, nuestros espacios
existenciales, tanto o más que las geografías cartesianas, visibles y
cartografiadas propias de las lógicas territoriales hegemónicas” (Nogué 2007, 14).
Desde
esta perspectiva el hecho de que los habitantes urbanos tengan un uso diferencial
del espacio de acuerdo con las necesidades, intereses y capacidades, y que, a
la vez, estas estén influencias por su edad y género, así como por el grupo
social al que se pertenece, hace que la ciudad sea en buena medida un “paisaje
invisible” (Nel·lo 2007, 186). Considero que esta es
una idea potente para instalar la cuestión del sesgo masculinista
en esa mirada que ha prevalecido y para la cual los paisajes de cuidado se han
mantenido invisibles. La invisibilidad entonces es una buena metáfora para
pensar estos paisajes.
Para
definir el cuidado, se parte de que el género es “un elemento constitutivo de
las relaciones sociales” y “una forma primaria de relaciones significantes de
poder” (Scott 1996, 289). Al considerar que las relaciones de género son, al
mismo tiempo, sociales y espaciales, es importante reconocer que las formas
espaciales en las que se estructura y practica el cuidado abren una rica y
compleja discusión sobre lo público y lo privado, lo interior y exterior, y también
sobre los lugares y las escalas dentro de la ciudad. La noción de cuidados
representa un concepto polisémico e interdisciplinario. En este sentido, la
literatura feminista lo utiliza como una categoría analítica que tiene la
capacidad de revelar dimensiones importantes de la vida de las mujeres, y al
mismo tiempo capturar propiedades más generales sobre la organización social de
las necesidades colectivas del bienestar. Engloba, por tanto, el hecho de
hacerse cargo de los cuidados materiales –lo cual
implica un trabajo–, de los económicos –lo cual implica un costo económico– y
de los psicológicos –lo cual implica un vínculo afectivo, emotivo y
sentimental– (Batthyány
2015, 10).
Por su parte,
Fisher y Tronto (1990) consideran que no es un concepto unívoco, que hay
diferencias importantes en cómo se utiliza. De hecho, ofrecen una definición
que lo capta en su dimensión espacial, encarnada y relacional. Desde la
perspectiva de estas autoras, en términos generales, los cuidados hacen
referencia a
una actividad de la especie humana
que incluye todo lo que hacemos para mantener, continuar o reparar nuestro
“mundo”, de modo que podamos vivir en él de la mejor manera posible. Este mundo
incluye nuestros cuerpos, nuestras individualidades (selves) y nuestro entorno, que buscamos
entretejer en una red compleja que sostiene la vida (Fisher y Tronto 1990, 40).
Finalmente,
un aspecto definicional de las relaciones de cuidado radica en que no es
unilateral, está implicado en relaciones de reciprocidad e interdependencia
entre las personas cuidadas y las cuidadoras, lo que revela que en algún
momento de la vida algunas personas podrán ser cuidadas y en otras cuidadoras o
inclusive, más a menudo de lo que pensamos, estos papeles son simultáneos.
Precisamente estas relaciones de reciprocidad e interdependencia representan
una condición o, como lo plantea María de la Bellacasa
(2012), una precondición del cuidado, y conducen a las desigualdades de poder.
En
disciplinas como el urbanismo y la geografía se ha precisado que, si bien la
mayor parte de los debates se han desanclado de las cuestiones espaciales y
territoriales, hay algunas aportaciones que permiten estrechar el vínculo entre
cuidados y espacialidades. Desde una perspectiva urbana, Comas (2017) ha
sostenido que consiste en la gestión y el mantenimiento cotidiano de la vida,
la salud y el bienestar de las personas. Es esencial para la existencia de la
vida y su sostenibilidad, así como para la reproducción social, y en este
sentido no es nada marginal. Esta autora plantea que “la ciudad es el marco
donde se expresan las contradicciones de la organización social del cuidado.
Las políticas públicas que proveen estos servicios son esenciales, pero los
patrones de movilidad y accesibilidad condicionan su utilización” (Comas 2017,
60). Lo anterior tiene implicancias en términos de escalas en las que se
intercambia el cuidado.
El
concepto de paisaje del cuidado ha sido desarrollado en la geografía feminista
anglosajona, para captar las complejas espacialidades que entraña tal categoría
y las relaciones que implica. Específicamente, Milligan y Wiles
(2010) han trazado un 61 marco
teórico que se compromete con un creciente conjunto de trabajos geográficos que
exploran la interacción entre procesos sociales, estructurales, espaciales y
temporales que dan forma a las experiencias y prácticas del cuidado en diversos
lugares y escalas espaciales.
Para
la construcción del concepto desde la perspectiva que se sostiene en este
artículo, es necesario mencionar algunos antecedentes del estado de la
investigación en este ámbito. Primero, con la noción de paisajes de la salud
dentro de las geografías de la salud se ha prestado cada vez más atención a los
espacios institucionales en los que ofrecen servicios de cuidado –hospitales,
salas de parto, clínicas, etc.–, pero también a las condiciones del paisaje en
cuanto factor terapéutico para el bienestar de las personas (Xiang y Shenjing 2020). Segundo,
la noción de paisaje de cuidado se ha hecho eco de las geografías del cuidado
que, según Conradson (2003), pueden entenderse como
un campo socioespacial que estrecha el cuidado y los espacios que permiten su
realización, por ejemplo, centros de acogida, hogares, cooperativas o centros
asistenciales; lo que revela el carácter de emplazamiento físico del trabajo de
cuidados. A estos espacios autoras como Power y
Williamson (2019) agregan las materialidades del cuidado que hacen referencia a
cómo se inscriben los objetos, cuerpos, edificios o los materiales, y cómo dan
forma a la naturaleza y la posibilidad del cuidado. Tercero, los paisajes
emocionales y afectivos que, de acuerdo con Nogué y
De San Eugenio Vela (2011), se centran en la exploración de las interacciones
emocionales entre las personas y los lugares, entre las espacialidades de la
emoción y la afectividad. Si pensamos que “los cuidados comprenden actividades
materiales que implican dedicación de tiempo y un involucramiento emocional y
afectivo y puede ser realizado de forma remunerada o no” (Aguirre et al. 2011),
las emociones del cuidado ocurren dentro y alrededor de los lugares.
Estas
coordenadas conceptuales ayudan a establecer una definición del paisaje del
cuidado como “complejas espacialidades encarnadas y organizacionales que surgen
de las relaciones del cuidado y a través de ellas” (Milligan y Wiles 2010, 740). Interesa recuperar esta definición para extender sus límites, ir más allá y observar el
potencial de dicho concepto para pensar dos procesos en particular: por un
lado, las experiencias móviles de cuidado en espacios de transporte; y, por
otro, la influencia que el diseño urbano y los espacios del transporte tienen
en las prácticas de cuidado informal. En tal sentido, concebir el cuidado como
parte del paisaje implica hacer visibles realidades que pasan desapercibidas,
debido a que se realizan en y a través del movimiento.
Siguiendo
esta línea argumental, la relación entre movilidad y género resulta compleja y
a menudo marginal dentro de los estudios de movilidad y transporte. No
obstante, hay evidencia significativa de que las mujeres en la mayor parte de
los países de América Latina tienden a sufrir más restricciones en las opciones
de transporte y acceso deficiente debido a las desigualdades estructurales en
cuanto a la accesibilidad
(Jirón, Lange y Bertrand 2010), tienen a su disposición
servicios de transporte de menor calidad y viajan en peores condiciones de
seguridad, pues la movilidad cotidiana está mediada
por la experiencias y significados de la violencia-miedo (Soto 2017). La evidencia también ha
permitido reconocer la interdependencia en la movilidad de los miembros de un
hogar y la importancia de las redes sociales, lo que pone en tela de juicio el
supuesto individual y racional que subyace en la planificación de transportes
(Jirón y Gómez 2017).
Recientemente
la articulación entre movilidad, transporte y cuidados comienza a ser captada
bajo la categoría de “movilidad del cuidado”. El concepto fue acuñado por Inés
Sánchez de Madariaga en 2009 como una categoría analítica que permite
cuantificar, agrupar, nombrar y visibilizar los viajes realizados por personas
adultas para el cuidado de personas dependientes y el mantenimiento del hogar
(Sánchez de Madariaga 2009, 2013).
Muchos
de estos cuidados implican un uso diversificado de la ciudad, porque consideran
los trayectos que se deben recorrer para acceder a escuelas, centros de salud,
hospitales, lugares recreativos, parques, centros administrativos y distintos
servicios (Soto 2019). A los anteriores deben sumarse los viajes para
abastecerse de alimentos y de productos de consumo cotidiano, que tienen sus
propias lógicas temporales y espaciales. No obstante, el sistema de transporte
sigue siendo pensado en función de la división sexual del trabajo, la
disociación entre espacio público y privado, y las necesidades de un hombre
trabajador cuyos desplazamientos son pendulares: casa-trabajo; de esta forma,
no se consideran relevantes los patrones de movilidad de las mujeres.
Por
consiguiente, se plantea la siguiente hipótesis: los cuidados pueden estar
presentes en los viajes cotidianos de las mujeres y los territorios e
infraestructuras del transporte pueden entenderse como espacios de cuidado que
dan forma a las experiencias y prácticas de la ciudad en movimiento.
De
acuerdo con la Encuesta de Origen Destino (INEGI 2017) en la Zona Metropolitana
del Valle de México, se realizan 34 565 491 viajes en un día entre semana y 21
364 907 viajes durante el sábado, para todos los propósitos. De ellos, 11,15
millones de viajes se realizan caminando y 15,57 millones se realizan en
transporte público. Los modos de transporte más usados son los siguientes:
microbús y combi trasladan al 35,7 % de pasajeros, seguido por el metro con el
29 %, mientras que el 23,2 % caminan; el metrobús es
usado por el 8,8 %, autobús por el 5,3 %, servicio de taxis por el 5,4 %,
bicicleta por el 1,29 %, motocicleta por el 0,87 % y finalmente usan mototaxis
el 0,75 % de las personas usuarias. La mayor proporción de los viajes
realizados entre semana y en sábado pertenece a las mujeres (Steer México et al. 2019).
Figura 1. Ubicación de los Centros de Transferencia
Modal bajo estudio
Elaboración propia.
En este contexto
de uso extendido del transporte público, la decisión
metodológica principal fue emplear un enfoque analítico mixto que puso en
diálogo técnicas cuantitativas y cualitativas, a través de dos métodos
principales de investigación: encuesta de movilidad y etnografías móviles. De
este modo, para la producción de la información cuantitativa se empleó una
encuesta de movilidad, seguridad y cuidados que se realizó en 2019 en tres
CETRAM.[i]
La
cobertura geográfica de la encuesta fue representativa para las usuarias de los
espacios analizados, en un rango de aplicación de doce horas (entre las 7:00 a.
m. y las 7:00 p. m.). Ello permitió tener una heterogeneidad de las usuarias y
los propósitos en un día típico de viajes cotidianos. Se propuso una muestra
aleatoria independiente de 1350 mujeres, para hacer estimaciones generales con
un 3,3 % máximo de margen de error para cada CETRAM. La encuesta se organizó en
tres secciones principales. La primera sección recoge las características
socioeconómicas de las encuestadas (edad, estado civil, número de hijos (as),
participación en el mercado laboral, propiedad de un coche y frecuencia de uso
del transporte). La segunda sección se refiere específicamente a los propósitos
de viaje y los modos utilizados para cada uno de ellos; en este apartado se
extienden los propósitos específicos de cuidados y los modos de transporte
utilizados, también se recuperan las preferencias de tipos de transporte.
Finalmente,
la tercera sección abordó la cuestión de la inseguridad y violencia sexual
vividas en diferentes modos de transportes y en diferentes horarios.
La
evidencia cualitativa se produjo mediante etnografías móviles (Jirón 2011; Merriman 2014). Esta técnica fue
utilizada para captar las prácticas de movilidad de las mujeres, a través del
acompañamiento en sus desplazamientos y trayectos cotidianos. Todo esto
contribuyó a acceder a la experiencia de habitar, en movimiento, las emociones,
itinerarios, materialidad, trayectos y significados. Además, dicha
técnica permitió indagar en los significados y valoraciones de las condiciones
físicas de diferentes tipologías espaciales:
i)
Accesos: entendidos como espacios umbral, es decir, elementos de una ruta accesible
(entradas, puerta, rampas, elevadores, plataformas, escaleras). ii) Edificios: referidos principalmente a las formas de
conexión entre los diferentes modos de transporte (metro, metrobús,
tren ligero). iii) Espacios transicionales, o sea,
espacios de tránsito, que pueden servir para conectar la experiencia urbana;
entre estos espacios se ubican paraderos, puentes, cruces peatonales, vía
pública, mobiliario urbano, entre otros. iv) Áreas de
servicio (lugares de descanso, bebederos, módulos de atención, servicios
sanitarios, comercio, biciestacionamientos, etc.).
El
procedimiento descrito posibilitó no solo observar la infraestructura, sino la
forma en que se interactúa con la misma y cómo incide en los procesos de
movilidad y de cuidado. En esta perspectiva, las movilidades se entienden como
procesos sociomateriales conformados por aspectos
humanos y no humanos (Zunino et al. 2021).
Para
entender cómo se materializan los paisajes de cuidados y cómo se entienden en
particular en relación con los transportes públicos de la ciudad, se observó el
papel que tiene la perspectiva espacial en un conjunto relacional de prácticas
de cuidado en movimiento, experiencias, emociones y tiempos que operan de
manera multiescalar. Partiendo del cuerpo como un lugar que va moviéndose por
calles, transportes, parques y colonias, la interpretación de tales paisajes
nos sitúa en una política del cuidado y a las relaciones de poder de género en
el espacio urbano.
Cuando
se habla de paisajes del cuidado, aunque los habitantes no sean conscientes de
ello, aunque no los vean ni los observen, los paisajes están ahí: en los viajes
cotidianos que principalmente realizan las mujeres en sus recorridos por la
ciudad. Nos movemos a diario entre estos paisajes invisibles y territorios
ocultos en apariencia; no obstante, sus huellas marcan las coordenadas
espaciotemporales inclusive más que los espacios cartográficos organizados en
una lógica hegemónica masculina del transporte, para la cual los viajes de
cuidado no existen porque no se miden (Sánchez de Madariaga 2004).
A
través de los resultados del estudio se observa que más de la mitad de las
entrevistadas utilizan el transporte público todos los días, lo que significa
una alta dependencia de las mujeres a este tipo de transporte en sus
actividades cotidianas (gráfico 1). Por lo tanto, los sistemas de transportes
forman parte constante de quienes habitan la ciudad, pues se mueven por
trabajo, estudio, tiempo libre y cada vez más por motivos de cuidados. Es
decir, los transportes y las infraestructuras de acceso forman parte de los
paisajes que acompañan diariamente la experiencia urbana y muchas veces no son
elegidos.
Gráfico
1. Frecuencia de uso del transporte público por las usuarias de 15 años y más
(porcentajes)
Elaboración propia.
Nota: *NS significa no sabe y NC no contestó.
En
esta misma línea de indagación el uso del transporte está relacionado con dos
actividades principales: trabajar y estudiar; ambos propósitos de viaje ocupan
las tres cuartas partes de las respuestas señaladas por las mujeres. Sin
embargo, es importante precisar que los espacios de transporte son utilizados
por las mujeres para realizar otras actividades. Por ejemplo, en la encuesta de
Taxqueña, casi un 7 % señaló usarlo para visitar a un familiar, casi el 5 % lo
utiliza principalmente para asuntos de salud personal, mientras que una de cada
diez lo utiliza para ir de compras o para asuntos de entretenimiento.
Porcentajes similares se observan en las encuestas de Pantitlán e Indios
Verdes, donde el 4,1 % y 5,1 % respectivamente lo usa para visitar a un familiar.
El 5,1 % de las usuarias de Pantitlán transitan por ahí para ir de compras,
mientras que el 3,3 % de las usuarias de Indios Verdes lo emplean para asuntos
relacionados con su salud personal.
Evidentemente
considerando por separados estos propósitos de viajes pueden resultar
insignificantes, no obstante, si se construye una categoría que articule los
“viajes de cuidado” en la ciudad, estos podrían ubicarse como el segundo motivo
en términos de prioridad de viajes de las mujeres. Ello tendría un impacto en
el diseño de las políticas de transporte y movilidad, como aparece en la figura
2.
Figura
2. Viajes de cuidado en espacios de transporte
Elaboración
propia. Nota: NC=no contestó.
Para
realizar actividades de cuidados y vinculadas a trabajos no remunerados se
encuentra lo siguiente: para acompañar a un familiar al médico, las usuarias de
los CETRAM de Pantitlán e Indios Verdes señalaron utilizar con mayor frecuencia
el metro (con 34,1 % y 28,4 % de las respuestas respectivamente); mientras que
en Taxqueña el modo de transporte que más señalaron las usuarias para este
propósito fue el microbús con el 38,4 % de frecuencia, seguido del 33,5 % que
utiliza el metro. El mismo patrón se observó para realizar trámites, visitar o
cuidar de un familiar.
Uno
de los propósitos de viajes mayormente realizado por las mujeres en un día
típico es ir de compras (supermercado, mercado, tianguis, tiendas, etc.). El 32
% de las usuarias en Taxqueña mencionaron que utilizan el microbús, en tanto
que el 31,7 % en Pantitlán y el 22,5 % en Indios Verdes. Finalmente, las
entrevistadas de las tres CETRAM coinciden en que para acompañar a la escuela a
niños y niñas lo hacen caminando; en Pantitlán se
observa el porcentaje más alto con el 48,2 %.
En
otras palabras, no solamente la movilidad de las personas es un elemento
definitivo que hay que considerar para comprender el funcionamiento del
territorio, sino que asistimos a la producción de tipologías específicas de
paisaje relacionadas con las formas que presenta esta movilidad (Muñoz 2008).
Como
he argumentado a lo largo de este artículo, en el significado de los paisajes
de cuidados se articulan dimensiones sociales y espaciales. Debido a que en la
mayor parte de los estudios inspirados en las geografías del cuidado se piensa
en términos de localizaciones como el hogar, residencias, comedores, casas,
centros de acogida, hogares de ancianos, etc., los espacios de movilidad han
recibido poca atención. En este sentido, sostengo que los espacios y lugares
móviles son importantes para comprender la organización social del cuidado en
la ciudad.
Ahora
bien, para aproximarse a las dimensiones espaciales de los paisajes de cuidado,
retomamos dos dimensiones. Una primera dimensión se centra en una descripción
física o material del paisaje; según Mitchell (2007), el hecho más importante
del paisaje es su existencia real, su “objetividad”; su brutal, inmutable,
sólida y permanente materialidad. Entonces la dimensión física se asocia a una
descripción de cómo las infraestructuras y materialidades afectan las
condiciones de cuidar y autocuidarse en entornos
particulares. De acuerdo con la investigación empírica, este tipo de obstáculos
en la experiencia del viaje son los que se relacionan con las características
físicas del espacio. En sus discursos, las mujeres hacen referencia a una
amplia gama de dimensiones con las que se interactúa con el espacio, accesos,
mobiliarios y equipamientos.
De
esta forma, algunas mujeres mencionan en términos generales que el mal estado
de la infraestructura de los CETRAM –específicamente las escaleras, zonas
peatonales, calles de acceso deterioradas y “baches”– han ocasionado
accidentes. Los pasillos angostos, la falta de rampas, la carencia de escaleras
eléctricas o elevadores y puentes peatonales obstaculizan la accesibilidad para
personas en situación de discapacidad o adultas mayores, también para mujeres
que llevan a niños y niñas en carriolas o que usan
bastón. Asimismo, la invasión del comercio ambulante en banquetas, la
existencia de basura y la falta de señalética dificulta la orientación de las
mujeres y la movilidad peatonal.
Con
relación a los cuidados directos (Borderías, Carrasco y Tons
2011), es decir, las actividades directamente realizadas con las personas con
quien se viaja y a quien estos se dirigen, en especial la niñez, hay una
interacción importante entre la experiencia de las mujeres, el impacto material
del entorno construido y la red de transporte público. De esta manera, el
principal problema al que se hace referencia es que los baños son insuficientes
y no todos cuentan con cambiadores, por lo tanto, llevar un bebé implica
realmente un obstáculo para su cuidado. Una cuestión de diseño espacial en
juego proviene del prejuicio urbanístico de que los espacios de movilidad son
espacios de paso, de tránsito y fluidez, de ahí que las mujeres participantes
del estudio señalen la falta de zonas y espacios de descanso, pues en caso de
ir con niños, niñas o personas mayores se requieren detenciones durante los
trayectos, sin embargo, las características del lugar no lo permiten.
Hasta
cierto punto esta visión es parcial, porque para comprender la complejidad del
paisaje de cuidados resulta necesario ir más allá de la superficie que puede
quedar 69 representada en esta
descripción del espacio como contenedor. Se precisa avanzar en la idea de que
las infraestructuras son intrínsecamente relacionales, un sitio donde lo
espacial y lo social están profunda y complejamente interconectados.
La
segunda dimensión apunta un concepto útil para entender los espacios de
movilidad: el de infraestructuras, aquello que nos une al mundo en movimiento y
mantiene al mundo prácticamente unido a sí mismo (Berlant
2016). Siguiendo los planteamientos de Berlant, los
individuos están relacionados de manera desigual por las condiciones
estructurales heredadas como la clase, la raza y el género y las
infraestructuras son un vector que organiza las vidas sociales y que permite o
restringe formas particulares de sociabilidad. Debido a esta naturaleza
relacional, la experiencia de las mujeres con las infraestructuras de
transporte es particular. Un aspecto relatado por las participantes del estudio
es que el movimiento, el flujo y la aceleración de estos espacios hacen que
experimenten cotidianamente empujones, agresiones, presiones, pues algunas
personas no respetan los ritmos de los diferentes cuerpos; por lo tanto, cuando
las mujeres acompañan a otras personas dependientes desarrollan una interacción
conflictiva y con ello confirman el supuesto de que el cuidado y la movilidad
son experiencias encarnadas.
Asimismo,
las mujeres son muy sensibles a la falta de mapas de ubicación y de señalética
en cada pasillo. Cuando existen están en malas condiciones e incluso algunas
ilegibles, lo cual afecta las trayectorias espaciotemporales porque implican
mayores tiempos de traslado. Un dato relevante con relación a la señalética es,
por ejemplo, que no hay indicaciones de la ubicación del elevador, de los
baños, lo que facilitaría, en definitiva, los cuidados durante la movilidad.
Por último, las usuarias consideran que la inexistencia de un módulo de
información no permite orientarse para evitar rutas innecesarias.
He
evidenciado la importancia del espacio y los lugares en las prácticas del
cuidado, pero considero que este no se constituye en prácticas fijas. Así, para
pensar los cuidados en movimiento, es de vital importancia reintroducir la
temporalidad de estos desde tres perspectivas. La primera escala temporal es el
ciclo diario diurno-nocturno asociado con los horarios y la calidad de
servicios del transporte, condiciones de iluminación y sobre todo la duración
del viaje. Aquí se refleja que hay horarios de mayor afluencia en la mañana,
tarde y noche que hacen que el tráfico, las paradas continuas y el tiempo de
espera sea mayor. Esta situación se ve agravada en las horas pico.
La
segunda son los ciclos anuales donde las condiciones climáticas imponen un
obstáculo agregado a los viajes, por ejemplo, las lluvias y el excesivo calor.
En cuanto a la movilidad cotidiana, las mujeres reconocen que en épocas de
lluvia el metro se ralentiza, el flujo de los camiones y combis para llegar al
CETRAM dificulta el acceso, la falta de techos y las condiciones de
insalubridad se hacen más evidentes, hay encharcamientos de agua e
inundaciones, por ello viajar acompañando a otras personas se vuelve más
complejo.
La
tercera es la trayectoria individual del tiempo-espacio, donde las prácticas
efímeras y fugaces también configuran paisajes (Hiernaux
2007). El trayecto de ida y regreso para llevar a niños y
niñas a la escuela, viajar al trabajo, comer, comprar las tortillas,
pasar al supermercado, sentarse en un banco del parque dan vida a paisajes
efímeros que se podrían denominar en movimiento, en tanto los viajes de cuidado
que realizan las mujeres tienen una intencionalidad definida y se expresa en
cierta construcción espacial efímera.
A continuación,
presento dos casos que tienen el poder de complejizar dos formas de cuidar en
movimiento y que son relevantes en la configuración de los paisajes del cuidado
justamente como paisajes en movimiento. Se escogieron porque hacen referencia a
dos formas: cuidar a un niño durante el viaje y el autocuidado de una mujer
mayor. Estos casos no interesan por la frecuencia, sino por el poder que tienen
sus experiencias de movilidad para articular los cuidados, los espacios y los
tiempos en la ciudad. De esta forma, el caso de María muestra cómo el
transporte puede tener usos multifuncionales. En contra de la idea de que el tiempo
de viaje es un tiempo muerto, se evidencia que durante el viaje junto con su
hijo puede desplegar diferentes actividades de cuidado como alimentarlo,
asearlo y atenderlo, pero además conviene poner la atención en que la mayor
parte de la sociabilidad del niño ocurre durante el trayecto de ida a la
guardería porque por la tarde llega dormido a su hogar. Por su parte, el viaje
de Blanca pone en el centro la dimensión cuidadora de las infraestructuras y de
los espacios de movilidad; Blanca tiene cáncer y para ella la movilidad está
llena de inmovilidades: detenerse a descansar, parar y recuperar fuerzas, pasar
al baño, son parte del continuo movilidad e inmovilidad.
María
trabaja en atención a pasajeros en una aerolínea en la alcaldía Gustavo A.
Madero, tiene 32 años y vive con su hijo de tres años y su marido en el Estado
de México. María en los días de la semana viaja con su hijo. De su casa sale a
las 9:00 a. m. hacia la guardería que se encuentra ubicada cerca de su trabajo
en la estación del metrobús Álvaro Obregón. En este
viaje María lleva la pañalera del niño en un hombro, su mochila de trabajo en
el otro, de una mano lleva a su hijo y en la otra lleva el desayuno del niño,
debido a que durante el viaje María aprovecha para darle de desayunar a su
hijo, peinarlo, cortarle las uñas, limpiarlo del desayuno y alistarlo para la
guardería. Su viaje a la guardería dura entre una hora y quince o una hora y
media. 71
Regresa
en metrobús a la estación Euzkera
para caminar diez minutos y llegar a su trabajo a las 11:00 a. m. en el centro
comercial Parque Lindavista. Junto con su esposo escogió esta guardería porque
se encuentra cerca del trabajo de su marido y porque tiene el horario extendido
hasta las 8:00 p. m. El esposo sale de trabajar a las 6:30 p. m., recoge al
niño a las 8:00 p. m. y se encuentran con María en un punto intermedio del
viaje de regreso a casa, cuya duración oscila entre una hora y media y dos
horas. Muchas veces durante el regreso a casa su hijo duerme, por lo que su
padre tiene que cargarlo. María y su esposo poseen coche, pero solo lo usan
para emergencias y para hacer compras, evitan usarlo para llegar al trabajo ya
que los dos trabajan en zonas complicadas de la Ciudad de México, donde hay
mucho tráfico y son frecuentes los cierres de avenidas por las marchas. Los
principales temores de María al viajar con su hijo se relacionan con las
aglomeraciones porque los pueden golpear, robar o sufrir acoso sexual.
Blanca
tiene 67 años y padece de cáncer. Vive en Cuernavaca y viaja semanalmente a la
Ciudad de México a recibir tratamiento en el Hospital Ángeles de Lindavista (se
atiende ahí pues posee un convenio con el Seguro Popular). Cada lunes sale de
su casa a las ocho de la mañana, toma el Pullman de Morelos, le cobra la mitad
de precio: $75 con la tarjeta del Instituto Nacional de las Personas Mayores
(INAPAM). El Pullman la deja en Taxqueña a las 9:15 a. m., de ahí toma el metro
y transborda en Hidalgo para finalmente bajarse en la 18 de Marzo,
y de ahí caminar dos cuadras para llegar al hospital, porque a las doce del día
es su cita. Su viaje en total dura entre dos y tres horas. Le gusta andar con
tiempo pues sabe que se cansa.
Una
cuestión que pone en su experiencia de viaje es que en el transporte la
empujan, principalmente los hombres y ella necesita detenerse. El ascensor
nunca funciona, así que desde que descubrió el vagón de mujeres prefiere irse
ahí, aunque no siempre hay disponibilidad en este vagón. Cuando empezó con el
tratamiento no sabía cómo moverse, la acompañaba su hija y usaba taxi, pero le
salía muy caro, hasta $200, y tardaba mucho tiempo por el tráfico. Entonces
optó mejor por usar el transporte público, buscar un albergue y moverse ella sola.
Al principio fue difícil, pero ahora siente que recuperó su autonomía, va más
atenta y se siente más segura de moverse en la calle. De lunes a jueves, al
terminar su tratamiento, se dirige al albergue que está ubicado en Tlalpan. Los
viernes regresa a su casa en Cuernavaca y descansa el fin de semana.
A
través de este trabajo he mostrado cómo las tareas del cuidado están
ensambladas de manera compleja con el sistema de transporte urbano. En este
sentido, trasladar la reproducción a un marco de movilidad, así como las redes
e infraestructuras que la hacen posible hacia una perspectiva feminista del
cuidado, subraya los aspectos políticos e inclusive performativos de los
espacios de transporte que obstaculizan o facilitan las prácticas de cuidar. Al
mismo tiempo, plantear la idea de paisajes a menudo invisibles y móviles del
cuidado ofrece la posibilidad de ir más allá de los marcos normativos del
cuidado institucional, ampliándolos a prácticas situadas en el lugar que dan
respuestas a la cuestión de cómo se cuida en la ciudad.
También a partir de la evidencia cualitativa y cuantitativa
presentada se observa cómo las prácticas del cuidado, frecuentemente
desapercibidas, integran un paisaje complejo, que se basa en
redes espaciales dinámicas y diversas que no necesariamente tomamos en cuenta
cuando se plantean las cuestiones alrededor de tal categoría. En efecto, he
hecho hincapié, por un lado, en cómo las
desigualdades y las injusticias de género se profundizan a través de la
fragmentación e insuficiencia de las infraestructuras de transporte, poniendo
en cuestión que los servicios de movilidad sean neutrales y que estén aislados
de lo social; por el contrario, se sustentan en un modelo masculino de pensar y
construir la ciudad. Por otro lado, he anclado la discusión sobre los sistemas
de transporte como parte relacional de la vida cotidiana de millones de mujeres
que lo utilizan diariamente no solo para estudiar y trabajar, sino para
realizar una multiplicidad de tareas y establecer relaciones que forman parte
del cuidado y al hacerlo valoramos el reconocimiento de formas públicas y
abiertas de este en la vida de las ciudades.
Sin
duda alguna, este trabajo aún deja un conjunto de tareas pendientes y desafíos
de investigación para comprender el vínculo entre
cuidado y movilidad. Es importante retomar en esta línea la idea de la cuarta
fase del cuidado denominada por Tronto (2013) “cuidar con”, en el sentido de que
proveer cuidados tiende a crear sistemas más abiertos para la reparación del
mundo: cuidados situados en tiempos, espacios y relaciones recíprocas que no se
limitan a las comunidades humanas, sino que incluyen a los no humanos y los
lugares. De ahí que “cuidar con” las infraestructuras de transporte todavía constituya una interrogante
por resolver.
La
evidencia empírica utilizada en este trabajo forma parte del estudio financiado
por la iniciativa Transport Gender
Lab del Banco Interamericano de Desarrollo,
denominado “Análisis de la movilidad, accesibilidad y seguridad de las mujeres
en tres Centros de Transferencia Modal (CETRAM) de la Ciudad de México”, en el
cual 73 participé como
responsable del proyecto. Asimismo, quiero agradecer a las personas que
evaluaron anónimamente este artículo por sus valiosas sugerencias que permitieron
mejorar el texto final.
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Notas
[i] El
criterio de selección de estos CETRAM fue el de la afluencia diaria de personas
usuarias. Así, Pantitlán registra una afluencia diaria de 1 500 000 personas;
Indios Verdes, alrededor de 1 400 000 personas; y 900 000 utilizan diariamente
el CETRAM Taxqueña.