¿Hacia una “nueva” cuestión campesina en Argentina?
Towards
a “new” peasant question in
Argentina?
Dra. Julia L. Colla.
Becaria posdoctoral. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
(CONICET) e Instituto de Humanidades y Ciencias Sociales del Litoral,
Universidad Nacional del Litoral (Argentina). (julialcolla@gmail.com)
(https://orcid.org/0000-0002-8558-8821)
Dr. Sebastián Valverde.
Investigador. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
(CONICET) e Instituto de Ciencias Antropológicas, Universidad de Buenos Aires
(Argentina). (sebavalverde@gmail.com)
(https://orcid.org/0000-0002-8275-1734)
Recibido: 26/10/2022 • Revisado: 19/02/2023
Aceptado: 10/06/2023 • Publicado:01/01/2024
Resumen
En las últimas cuatro décadas la
ruralidad argentina ha cambiado, y junto con ella las condiciones de
subordinación del campesinado al sistema capitalista. En el presente artículo
nos proponemos abandonar los falsos caminos a los que conduce elaborar modelos
abstractos de lo campesino como “concepto”; nuestro argumento se basa en
desarrollar las características que tienen productoras y productores directos
en el actual contexto que les toca vivir. A través de una investigación
documental de los estudios sociales agrarios, elaboramos un corpus con los
principales aportes de trabajos académicos y estatales que reúnen las
problemáticas socioeconómicas, políticas y culturales similares en torno al
campesinado y lo catalogamos como una “primera cuestión campesina”, concentrada
en el periodo 1970-2000. Luego, se plantean seis tesis que atraviesan la
experiencia social actual de las producciones familiares: la descomposición y
exclusión social; el giro ecoterritorial; el
surgimiento de movimientos sociales; la reetnización;
la agroecología; y la soberanía alimentaria y la estatalidad. Se concluye que
estos tópicos han inaugurado una “nueva cuestión” que apunta a la construcción
de líneas de investigación con nuevos consensos teóricos y epistemológicos para
comprender al campesinado argentino realmente existente.
Descriptores:
capitalismo; clase campesina; estudios sociales; exclusión social; movimiento
político; producción agrícola.
Abstract
In the last decades, Argentine rurality has changed and, along with it,
so have peasants’ conditions of subordination
in the capitalist system. This article
dismisses the false paths to which
abstract models of the peasantry
as a “concept” lead; our argument
is based on detailing the
characteristics of the direct producers
in the current context in which they live. Through
documentary research on agrarian social studies, we compiled
a corpus with the main academic and stateproduced contributions referring to similar socioeconomic, political, and
cultural issues about the peasantry and we present this
as a “first peasant question”, focused on the period
between 1970 and 2000. Then,
we present six theses that
cut across the current social experiences of family farmers: social decomposition and exclusion; the eco-territorial turn; the emergence of
social movements; re-ethnicization;
agroecology and food sovereignty, and statehood. We conclude that
these topics have opened a “new question” that points to lines
of research with new theoretical and epistemological consensuses for understanding the actually existing
Argentine peasantry.
Keywords: capitalism;
peasant class; social studies; social exclusion; political movement; agricultural production.
Quienes se autodenominan campesinos
actualmente en Argentina poco se parecen a los “típicos” del resto de los
países latinoamericanos, ni a aquellos que hasta hace un tiempo cultivaban
insumos para la agroindustria, entre los que encontramos el algodón y la caña
de azúcar. Tampoco las ciencias sociales se han puesto de acuerdo para atender
sus características emergentes en esta nueva etapa de desarrollo capitalista.
Es más, continúan cuestionando si es posible encontrar este tipo de productores
directos en el ámbito rural, aún en un contexto como el de los últimos tiempos,
en el cual han adquirido mayor visibilidad y presencia política.
En el presente artículo se
sistematizan y presentan líneas de investigación de producción académica y
política para interpretar lo que denominamos una “nueva cuestión” –o al menos
una nueva etapa– de los estudios sobre el campesinado. La hipótesis sugiere
que, en el nuevo ciclo de acumulación de capital consolidado en las últimas
décadas, las condiciones estructurales de exclusión social y de reconversión
económica a las que fueron sometidos los productores familiares en el país,
junto con novedosas prácticas, discursos y estrategias de resistencia política,
incorporaron elementos en su composición de clase. Sostenemos que estas
condiciones han agotado
las líneas de
investigación producidas en la década de los 70, las cuales ponían el foco en
la funcionalidad del campesinado al sistema y elaboraban taxonomías
comparativas para distinguirlos en los procesos de diferenciación social y,
también, de aquellas que durante los años 90 y los 2000 vaticinaban momentos de
cambio y se cuestionaban sobre las nuevas características que asumía la
producción agrícola familiar. En la tercera década del siglo XXI, estamos en
condiciones de afirmar la consolidación de determinados procesos sociales y de
sistematizar las producciones en torno a nuevos ejes de análisis. Con esto se
espera abandonar los falsos caminos a los que conduce elaborar modelos
conceptuales ahistóricos y abstractos y contribuir al estudio del campesinado
en el actual contexto que le toca vivir.
Debemos señalar que, en Argentina, la cuestión
campesina entendida como un corpus de producción académica dedicada a
problemáticas socioeconómicas, políticas y culturales similares en torno al
campesinado, nunca alcanzó una impronta política al igual que en el resto de
países latinoamericanos. Esto sucedió porque el desarrollo del capitalismo
agrario en el país estuvo históricamente asociado a la empresa familiar
capitalizada, y a la figura de “chacareros” y “colonos” en cuanto tipo
característico de la estructura social agraria, lo que secundarizó
el estudio de los sectores más tradicionales del campesinado. También porque
mientras que en la década de los 70 antropólogos, sociólogos y economistas de
América Latina debatían sobre la reforma agraria, la funcionalidad y las
transformaciones de los productores directos, en el país se vivía un periodo de
dictaduras cívico militares (1966-1973 y 1976-1982). Estas censuraron y
reprimieron las formas críticas de expresión política, por lo que el debate
circuló con escasa difusión y mayormente “puertas adentro” (Ratier
2018).
En este momento estamos en
condiciones de recuperar y analizar las trayectorias de producción y
cuestionarnos ¿de qué campesinado hablamos en los actuales escenarios de la
ruralidad argentina? Desde la mirada que valoriza el análisis de clases e
interpreta a los sujetos sociales insertos en procesos históricos concretos,
nos propusimos, en primer lugar, situar el debate teórico clásico sobre la
noción de campesinado en relación directa con la particularidad sociohistórica,
económica y regional en Argentina. En segundo lugar, presentar las principales
referencias teóricas y las producciones académicas y estatales –a modo de
hipótesis de trabajo– de lo que consideramos una “primera cuestión campesina”.
De aquí se bifurcan dos etapas: la
primera, la comprendida entre 1970 y 1990 que marcó una distinción en relación
con el papel e inserción de los productores en la producción agroindustrial y
con el esfuerzo intelectual por distinguir y categorizar a este tipo de sujeto
social agrario; la segunda, que abarca desde 1990 hasta el año 2000, cuando ya
se alertaba sobre los momentos de cambio en la ruralidad y se elaboraban
tendencias sobre las nuevas características que asumía la producción agrícola
familiar. En este camino, también se analizan las disputas simbólicas libradas
“en el papel” –en términos de Bourdieu (2000, 112)– por dar contenido y sentido
a distintas tipologías 119 sociales
construidas sobre estos sujetos sociales, ya que las mismas expresaron
operaciones políticas, intelectuales e institucionales en cada momento
histórico.
En tercer lugar, se describen los principales
indicadores que marcaron una ruptura con el periodo previo y se elaboran seis
tesis que indican el giro hacia lo que consideramos una “nueva cuestión
campesina” en los estudios sociales. La selección recoge los aportes relevantes
al tema en relación con la experiencia común, con las prácticas y con las
condiciones de existencia. Finalmente, se presentan las conclusiones, que
esperan contribuir a la comprensión del campesinado realmente existente y a
ampliar los horizontes de análisis que se abren con las tesis propuestas.
Para cumplir con los objetivos se
utilizó la investigación documental de tipo cualitativa en la que se
recopilaron las producciones académicas y de intervención estatal consideradas
relevantes en los estudios sociales agrarios en Argentina. Este ejercicio
consistió en atender al estado del conocimiento, organizar líneas comunes de
indagación y registrar aquellas perspectivas que ofrecían mayor claridad y un
mejor panorama de investigación. Todo esto permitió alcances significativos en
los resultados. La selección del material estuvo enfocada en el origen
disciplinar de los autores de este trabajo (sociología y antropología social) y
en el estado del arte de las respectivas investigaciones doctorales (Valverde
2006; Colla 2022), financiadas y ejecutadas por el Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).
Las tesis fueron elaboradas con base en la experiencia
de investigaciones en comunidades campesinas y de pueblos indígenas en las
provincias Chaco (norte argentino) y Neuquén (Patagonia), y en intercambios e
indagaciones desarrolladas en diversos proyectos de investigación. Finalmente,
se recurrió a datos provenientes de los censos nacionales agropecuarios para
dar sustento a los argumentos planteados.
3. ¿Campesinado? ¿En Argentina?
Para el 93% de la población argentina que vive en las
ciudades este cuestionamiento podría ser frecuente, ya que “lo campesino” como
concepto suele relacionárselo con particularidades indígenas en condiciones de
aislamiento y autosuficiencia, y esto poco tiene que ver con la imagen típica
que se tiene del campo argentino. Pero la realidad no es fija ni inmutable, el
historiador Pierre Vilar (1980) nos recuerda que cada periodo histórico ha
generado un tipo propio de campesinado. Entonces, de lo que se trata es de
estudiarlos en su forma de existencia heterogénea y concreta en tipos de
sociedades determinadas para poder brindar una explicación de dichos contextos
históricos y territoriales específicos.
Si partimos de la noción marxista
clásica que atiende a la organización del trabajo en cuanto elemento central,
podríamos decir que las unidades campesinas tienen en común el trabajo
independiente y la de su unidad doméstica para actividades agropecuarias (Marx
[1867] 2008, 893). Asimismo, el debate clásico sobre las características que
asumen los productores de base familiar frente al desarrollo del capital,
encuentra en Argentina un país periférico donde las formas específicas del
mundo rural tienen un carácter dependiente, “deformado” y subdesarrollado con
respecto al capitalismo, sobre todo por el control oligopólico del comercio
exterior de granos, por la concentración económica y por la persistencia de la
gran propiedad terrateniente (Azcuy Ameghino 2016).
En este marco general, existen
lugares geográficos de centralidad y marginalidad respecto a las zonas núcleos
de acumulación y, por lo tanto, diferentes procesos de descomposición y de
persistencia de los productores directos o campesinos. De manera que, en
regiones como las del noreste, noroeste, Cuyo y Patagonia existen grandes
posibilidades de encontrar campesinos tradicionales similares a aquellos
descritos por Shanin (1983): presentan producciones
de autoconsumo, escasas posibilidades de acumulación (reproducción simple) y
con identidades sociales y culturales definidas y fuertes.
En
estos lugares, en las últimas décadas se asiste a procesos denominados de “neopampeanización” (por el avance paulatino de fronteras
agropecuarias bajo una nueva lógica de acumulación) y a un retroceso o
desaparición de las economías regionales vinculadas a la producción
agroindustrial de materias primas (algodón, vid, yerba mate, pimiento, caña de
azúcar, etcétera). Esto ha generado un espacio social y territorial, en el que
la presencia de grandes grupos empresariales y de terratenientes capitalistas
se disputan con productores familiares de escala media que asisten a procesos
de diferenciación social entre quienes lograron “adecuarse” a las nuevas
lógicas de productividad y rentabilidad. Y también, campesinos más
tradicionales, reconvertidos a la ganadería extensiva, al turismo rural, que
mantienen una producción de alimentos para autoconsumo, o incluso, continúan
participando en algunas de las pocas producciones agroindustriales que aún
persisten, entre las que sobresalen la yerba mate (Misiones), la frutícola (Río
Negro) y la vid (Mendoza). En los estratos más bajos se combinan condiciones
socioeconómicas y sanitarias críticas con indicadores de indigencia y pobreza
rural sumamente elevados.
Mientras tanto, en los sitios donde
se han desarrollado con mayor envergadura los procesos de modernización
capitalista, especialmente en la región pampeana, podemos encontrar productores
familiares capitalizados con una fuerte especialización exportadora,
principalmente de commodities
(maíz, soja y ganadería) y con distintos procesos de diferenciación social
(reproducción ampliada) asimilables a los farmers estadounidenses
(Archetti y Stølen 1975; Azcuy Ameghino 2021). Su acumulación de capital se
encuentra sujeta a situaciones coyunturales favorables (condiciones climáticas,
la devaluación de la moneda local o el aumento de precios internacionales),
condicionada por un mercado dominado por los grandes capitales agrícolas y, por
lo general, por un sistema de arrendamiento al que deben pagar renta. La
presencia, el rol y los imaginarios sociales y políticos construidos por la
producción académica y estatal en torno a este último tipo, podría ayudarnos a
responder aquella pregunta inicial sobre la (in)existencia de campesinos en
nuestro país.
En Argentina la producción académica
en torno al campesinado nunca alcanzó una impronta política algo que sí sucedió
en el resto de los países latinoamericanos. Recién en 1990, y de manera
“tardía”, según Giarracca (1999), se comenzó a
reflexionar sobre la situación de estos sujetos sociales a partir de una nueva
orientación campesinista, impulsada en gran medida
por proyectos de desarrollo rural con financiamiento externo que buscaban
amortiguar las consecuencias negativas del neoliberalismo en las poblaciones
rurales.
Así, se comenzaron a recuperar y a
valorizar aquellas producciones que se referían al tema durante las décadas
previas. Este corpus de trabajos iniciales, junto con los elaborados durante la
década de los 90, lo presentamos aquí formando parte de una primera cuestión
campesina, dividida en dos etapas. La primera de ellas corresponde al periodo
1970-1990, que se caracterizó por un proceso político de alternancia de
gobiernos democráticos y militares. A nivel económico, el modelo de crecimiento
basado en la industrialización por sustitución de importaciones (ISI) estaba en
crisis, y en el ámbito rural la preocupación giraba en torno a la
sobreproducción de las economías regionales y a la problemática de la mano de
obra agrícola.
Estos dilemas exacerbaron el
conflicto social y en 1971 surgieron las ligas agrarias en el norte argentino,
una organización que trajo consigo la aparición del término “campesinos” en el
vocabulario político de la nación. En la producción académica, el periodo
estuvo atravesado por la última etapa de institucionalización y
profesionalización de las ciencias sociales. Había una importante influencia de
las corrientes estructuralistas y funcionalistas, cuyo principal exponente era
la Comisión Económica para América Latina (CEPAL). Simultáneamente, también se
encontraban los aportes de la teoría de la dependencia, que proponía entender a
Latinoamérica bajo parámetros teóricos propios (Giarracca
1999).
En esta línea, las indagaciones
partían del consenso relativo de que los campesinos argentinos, situados en su
mayoría en regiones marginales del área pampeana y nacidos al calor del
desarrollo agroindustrial de las economías regionales, no podían ser asimilables
al resto de sus pares latinoamericanos (Bartolomé 1975; Archetti
y Stølen 1975; Tsakoumagkos
1987; Giarracca 1990). Desde aquí se derivaban dos
estrategias teórico-metodológicas: la primera consistía en definir la identidad
de los productores argentinos por “la negativa”, es decir, describir que “no
eran” campesinos latinoamericanos, ni tampoco capitalistas.
La segunda de las estrategias fue
desarrollar investigaciones con un fuerte carácter empírico y regional,
atendiendo a la relación entre la expansión del capitalismo y la
funcionalización del campesinado a este proceso. El problema teórico radicaba
en determinar qué mecanismos económicos estaban por detrás de las unidades de
producción cada vez más capitalizadas que utilizaban en el proceso productivo
la fuerza de trabajo familiar. Entre los más relevantes, se encontraron los
aportes de Archetti y Stølen
(1975) quienes adoptaron una perspectiva regional comparada para identificar
los procesos de diferenciación social y los límites de lo que denominaron
“economía poscampesina”.
Desde una apuesta por redescubrir los
aportes del economista ruso Alexandre Chayanov, los
criterios distintivos eran la acumulación de capital y el tipo de fuerza de
trabajo utilizada. A partir de ellos, confeccionaron una estructura de clases
basada en distintos tipos de economía (campesina, farmer
y capitalista) para identificar y diferenciar a los actores sociales:
campesinos, farmers,
proletarios, capitalistas y terratenientes. Dentro de la economía poscampesina se encontraban los colonos y los chacareros,
que eran productores domésticos que podían acumular capital sistemáticamente,
lo que les permitía ampliar el proceso productivo (reposición de tecnología,
mayores inversiones productivas, etc.) y acelerar el proceso de diferenciación
intraclase. Este trabajo, junto con los de Vessuri
(1975) y Bartolomé (1975), coincidían en señalar que la diferencia con la
economía capitalista no era la ausencia de trabajo doméstico en el proceso
productivo, sino el comportamiento esperado frente a “estímulos de la misma
naturaleza”. La conclusión a esta delimitación era que los colonos y chacareros
no eran “ni campesinos ni capitalistas”, sino un nuevo tipo social que
combinaba trabajo doméstico con asalariado, y a los que la acumulación de
capital les permitía ampliar el proceso productivo, aumentando la productividad
del trabajo.
Paralelamente, el antropólogo social
Bartolomé (1975) cuestionaba los criterios chayanovianos
utilizados, ya que no permitían diferenciar prima facie la economía
campesina clásica de los límites inferiores de las economías colonas, porque
ambas descansaban sobre la utilización intensiva de la mano de obra familiar.
Es decir, ¿por qué el campesino clásico no acumulaba, en cambio aún el colono
“atrasado” estaba en una línea de potencial acumulación? Tampoco permitía
identificar los “límites superiores del campesinado” en relación con las
empresas puramente capitalistas (plantadores y agroindustria).
En su investigación sobre el sudeste
de Misiones, Bartolomé planteó que la forma de producción imperante en el país
era similar a la del “colono misionero clásico”, bajo la categoría anglosajona
de family farm
(Bartolomé 1975). Hacía referencia a una empresa agrícola orientada a lo
comercial, integrada por productores que utilizaban como mano de obra a su
grupo doméstico y que habían accedido a la propiedad de la tierra por herencia
de sus antepasados de origen europeo. Respecto de los límites con el campesinado
clásico, se planteaba que, con la salvedad del campesinado indígena en el
noreste argentino, no había en el país explotaciones familiares de este tipo.
Referido a los límites superiores con otros tipos sociales, había una
preocupación taxonómica por distinguir los colonos de las empresas puramente
capitalistas. El autor aseguraba que el tipo ideal del farmer capitalista era un rara
avis
en el agro argentino, ya que la gran mayoría de los chacareros y colonos,
aunque eran propietarios o arrendatarios, participaban de una combinación entre
economía doméstica y de empresa.
Dentro de esta primera etapa de
estudios campesinos también hubo aportes importantes al debate desde la órbita
estatal (con posterioridad al periodo dictatorial), por ejemplo, los del grupo
de sociología rural de la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca de la
Nación. Tsakoumagkos (1987) se destacó por atender
los procesos de funcionalización, subordinación y descomposición del
campesinado pobre ubicado en el norte del país. En esta línea, brindó una serie
de características que diferenciarían al campesinado argentino del resto de
América Latina: la producción con destino al mercado interno bajo condiciones
de subsistencia; la monoproducción de insumos
agroindustriales y la obtención de alimentos básicos provenientes del sector
capitalista del agro; la coexistencia con otro tipo de productores; la
provisión de fuerza de trabajo semiasalariada; y el
no pago de renta de la tierra. Bajo estas condiciones el campesinado no era
considerado un “obstáculo” en el desarrollo capitalista –en relación con el
debate marxista respecto al tema–, sino un eslabón de la cadena de producción.
Finalmente, en la disyuntiva por
realizar taxonomías distintivas del campesinado comenzó a predominar la
categoría de “pequeños productores”. Al respecto, Murmis
(1980) realizó una tipología tomando como referencia la extensión de la unidad
de producción, la forma en la cual utilizaban la tierra y el trabajo familiar.
El límite superior estaba marcado por el tamaño de la explotación, que no debía
permitir la renta de la tierra, y en el inferior, el carácter limitado de la
producción en relación con el tamaño reducido, lo que se acercaba a las
unidades de tipo semiproletarias. Otros estudios introdujeron la idea de
“minifundistas” y sostuvieron que eran asimilables a los campesinos con ciertas
particularidades propias por su posición subordinada en la producción y en los
mercados. Esta imposibilidad de acumulación y la ausencia de capitalización
serían, una vez más, las características determinantes en esta clasificación
(Manzanal 1988, 1990).
Podríamos concluir que esta primera
etapa de estudios campesinos buscó brindar construcciones teóricas “bien
fundadas”, en términos de Bourdieu (2000), en una batalla simbólica por atender
las particularidades del caso argentino. El esfuerzo puesto en la concepción de
taxonomías distintivas y en los mecanismos de funcionalidad e integración a los
circuitos de la agroindustria sería cuestionado en la década de los 90, pero no
porque hayan perdido eficacia explicativa los debates teóricos clásicos, sino porque
la consolidación del modelo neoliberal y de una nueva lógica de acumulación
iban a trastocar la subordinación de los campesinos argentinos al mercado y a
cambiar el marco empírico de referencia.
5. Transiciones y
reconfiguración de un sujeto social, 1990-2000
La década de los 90, que corresponde
a un segundo momento dentro de esta primera etapa, fue un parteaguas en los
estudios campesinos, principalmente por dos razones. La primera de ellas tuvo
que ver con la incidencia del contexto económico y social de aquellos años en
la desestructuración de las condiciones de inserción y subordinación de los
productores directos. En efecto, el declive del modelo ISI y el avance de una
nueva etapa de acumulación vinculada a la apertura de la economía a la
competencia externa y a la producción de commodities
con destino a la exportación, benefició a un sector de productores pampeanos
que lograron un salto productivo. Esto generó una diferenciación social con una
tendencia, consolidada ya en los últimos años, hacia una cantidad decreciente
de chacareros o campesinos capitalizados que pudieran ser caracterizados como
“productores directos” (Azcuy Ameghino 2021).
En las regiones extrapampeanas,
la desaparición de políticas agrarias y compensatorias para la pequeña y
mediana producción y la difusión de otras nuevas, sostenidas sobre pautas de
productividad y rentabilidad que beneficiaron la concentración y la aparición
de nuevos actores sociales del sector financiero, arrojaron consecuencias
negativas para un amplio espectro de la población rural. La diferencia con el
periodo previo y que, consideramos, cerró esta primera etapa de estudios
campesinos, fue que las discusiones se centraron en las posibilidades de
integración y subsistencia de las agriculturas campesinas y en su falta de
adecuación al sistema económico imperante. De aquí que perdió carácter
explicativo la idea de funcionalidad y fue desplazada por la categoría
“exclusión” (Barbetta, Domínguez y Sabatino 2012).
La segunda fue que la producción
académica no encontró el consenso relativo que existía en las décadas previas
sobre las características del campesinado o sus tendencias de transformación.
Esto generó cierta dispersión disciplinar en la que reemergieron paradigmas campesinistas, pero también se profundizó en la disputa
simbólica por asignar otras categorías a los sujetos sociales: “minifundistas”,
“pobres rurales”, “pequeños productores” y “agricultores familiares”.
Los estudios que persistieron en la
perspectiva estructural tendieron a analizar los cambios del sector en términos
de sus carencias estructurales (ausencia de niveles de capitalización,
producción para la subsistencia, el carácter marginal de su producción), pero
utilizaron nuevas tipologías para distinguir al campesinado en aquella
situación particular. Por ejemplo, Iñigo Carrera (1999) cuestionó la idea de
exclusión y consideró que los productores familiares pasaban a cumplir la
función de ejército industrial de reserva en cuanto superpoblación relativa en
el ámbito rural chaqueño. Otros, continuaron utilizando el término minifundio,
enfocados en el tamaño de las explotaciones y en los límites que la misma
generaba para contratar mano de obra asalariada diferente a la familiar (Borro
y Rodríguez Sánchez 1991).
En esta línea, las producciones de
intervención estatal, como las del Programa Social Agropecuario (PSA),
relacionaron al minifundista con parte del análisis global de pobreza rural
junto con los asalariados, productores familiares empobrecidos e indígenas. O
también, referían a una “pobreza campesina” para aquellas unidades con bajo
nivel de capitalización y que usaban mano de obra familiar (Murmis
1993; Craviotti y Soverna
1999). Finalmente, surgieron estudios que se ocuparon de la pluriactividad.
Desde categorías generales de “pequeños productores”, “trabajadores
semiproletarios” o incluso “titulares de explotaciones agropecuarias”, estas
investigaciones pusieron en consideración las estrategias de productores de
distintos niveles para salir de las condiciones de marginalidad impuestas por
el sistema (Gras 2003).
Hacia el final del periodo señalado,
comenzó a ganar terreno también la noción de “agricultura familiar”. Los
trabajos que impulsaron este paradigma fueron los del “Proyecto de desarrollo
de pequeños productores agropecuarios” (PROINDER) y los del Instituto
Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA), ambos financiados por
agencias internacionales. Esta definición se ha ido generalizando en las
últimas décadas a partir del impulso de organismos estatales, de la creación de
un Registro Nacional de la Agricultura Familiar (RENAF) en 2007 y de
legislaciones específicas, por ejemplo, la Ley 27.118 promulgada en el año
2015. Desde esta perspectiva, se concibe por agricultor familiar a toda persona
o grupo que vivan bajo un mismo techo, que compartan gastos de alimentación y
que aporten fuerza de trabajo para el desarrollo de alguna actividad en el
ámbito rural. No obstante, esta noción ha sido muy cuestionada en los estudios
sociales por ser sumamente abarcativa y heterogénea y
por no permitir discriminar las diferencias estructurales ni identitarias de
los sujetos sociales (Schiavoni 2010).
Paralelamente, equipos de
investigación de universidades públicas comenzaron a recuperar los abordajes campesinistas para atender al impulso que estaba teniendo
la emergencia de un campesinado movilizado. En gran medida integraban espacios
internacionales entre los que destacaban la Coordinadora Latinoamericana de
Organizaciones del Campo (CLOC) y la organización internacional Vía Campesina.
Este fenómeno no fue exclusivo de países con una fuerte tradición de luchas
campesinas como Brasil o México, sino que también sucedió en aquellos que
tenían una historia 126 significativa
de luchas obreras urbanas como la Argentina.
Recapitulando hasta aquí, podríamos decir que la
integración temprana de los campesinos argentinos a las cadenas
agroindustriales y su exclusión hacia la década de los 90 generaron líneas de
investigación académica particulares que fueron distintivas respecto al
tratamiento del tema en el resto de Latinoamérica. En este camino, los
esfuerzos intelectuales tendieron a distanciarse de las acepciones clásicas
atribuidas al “campesino tradicional” y a utilizar otras categorías o
tipologías de análisis tendientes a englobar las particularidades de los
productores familiares argentinos. No obstante, la aparición de movimientos
sociales hacia el final del periodo cambió el tablero en las ciencias sociales
e impulsó una nueva etapa en los estudios campesinos.
En la tercera década del siglo XXI el
campesino argentino actual está lejos de parecerse a la idea típica forjada por
las ciencias sociales en los años 70. Determinados autores hablan de un
campesino “más evasivo” y problemático (Bryceson
2001), otros de un “campesino globalizado” en términos de su entrada política a
órbitas internacionales luego de la creación de Vía Campesina (Paz 2006). En
gran medida, estos trabajos ya mencionan una nueva etapa e invitan a pensar
nuevos paradigmas enfocados en los procesos de cambio, en las agendas políticas
y en la construcción identitaria que proponen e impulsan los movimientos
sociales.
En esta línea de argumentos, la
ruptura con el periodo previo plantea dos factores fundamentales. El primero de
ellos es que asistimos a una nueva época marcada por las condiciones de
exclusión social y por la expulsión territorial a la que fueron condenados
aquellos que no lograron “adecuarse” a la nueva lógica de acumulación, sobre
todo en el sector del campesinado tradicional. En esta línea, el foco temático
gira en torno a la manera en que los estratos medios y bajos de este sector
crecientemente empobrecido ensayan procesos de reafirmación identitaria y de
reemergencia campesina para recrear condiciones para su reproducción social en
el ámbito rural.
El segundo factor de ruptura es que la producción
agropecuaria ya no es, necesariamente, la actividad económica principal. El
entorno territorial, ambiental, agronómico y cosmológico ha cambiado por el
avance del modelo hegemónico y se observan procesos de desagrarización
de las actividades rurales y una apertura del mercado de trabajo. Podríamos
decir entonces que el actual es un campesinado diversificado, con distintas
estrategias para persistir en el ámbito rural. Paradójicamente, los estudios
sociales emergentes recuperan características de aquel campesinado tradicional
latinoamericano –que era objeto de distinción en la primera cuestión campesina–
para buscar similitudes y marcos teóricos de referencia en el análisis del
argentino. Entonces, ¿qué es lo nuevo de este sujeto que no es, solamente, ni
“productor agropecuario” ni “funcional al capitalismo”? A continuación,
presentamos seis tesis que responden a 127 fenómenos sociales emergentes y que atraviesan la
experiencia social del campesinado en el actual contexto que le toca vivir.
La primera de las tesis presentadas
no espera saldar la disyuntiva entre “campesinistas”
y “descampesinistas” que tomó relevancia en la década
de los 70. No obstante, desde aquellos años hasta la actualidad se han llevado
a cabo cuatro censos nacionales agropecuarios (1988, 2002, 2008 y 2018) que
arrojaron luz sobre estos debates y que permiten afirmar la consolidación de
ciertos procesos y tendencias. Estos datos evidencian una disminución
tendencial de las explotaciones agropecuarias (EAP) en todas las regiones del
país, aunque con distintas intensidades. Desde 1988 a 2018 desaparecieron del
ámbito rural 192 846 de EAP (421 221 y 228 375 respectivamente) con límites
definidos. Respecto a aquellas menores a 500
hectáreas (un valor promedio general de las
explotaciones de base familiar), en 1988 representaban un 87 % del total del
país y manejaban el 16 % de la superficie relevada. En 2002 este número
decrecía al 83 % con el 13 % de la superficie y ya en 2018 alcanzaba el 80 %
con respecto al 11 % de la tierra en producción del país. Esto estuvo
acompañado de una mayor concentración de la tierra: en 1988 las explotaciones
mayores a 500 ha conformaban el 13 % mientras que, en 2018 el 20 %, con el 89 %
de la superficie cultivada (INDEC 1988, 2002, 2021).
Estos datos no fueron homogéneos. La
región pampeana, zona núcleo del desarrollo del capitalismo agrario argentino y
con una superficie promedio por explotación de 395,6 ha en 1988, pasó a 533,2
ha en 2002 con un incremento del 35 %. También se observa una gran caída en el
estrato hasta 500 ha (-34 % en cantidad de EAP y -26 % en superficie ocupada
por este estrato) y los mayores aumentos se registran en los estratos de más de
10 000 ha (más de 13 % en EAP y más de 14 % en superficie) (Paz 2006). En zonas
extrapampeanas, como la provincia del Chaco, la
información intercensal muestra tendencias similares. En el censo nacional
agropecuario de 1988 el 55% de las EAP tenían menos de 100 ha, mientras que, en
2018 este número se había reducido al 39 %, lo que representaba el 4,6 % de la
superficie cultivada.
Ciertamente, este fenómeno es mundial
y tiene relación con tendencias inherentes al desarrollo del capitalismo en su
actual etapa de acumulación (Paz 2006; Azcuy Ameghino
2021). Lo novedoso radica en que, si bien existe una tendencia a la
desaparición de la pequeña producción, aparecen estrategias de recampesinización motivadas por diversas coyunturas
políticas y territoriales. Una característica singular que acompaña este
proceso es la tendencia regional a la desagrarización
de las actividades económicas, relacionada con la pluriactividad –en trabajos
fuera de la finca familiar, como indagan las investigaciones de Bendini y Steimbreger (2014)– con
el turismo (Valverde 2023) y con una diversificación general del empleo rural
no agrícola. Este último, asociado, por ejemplo, a las posibilidades de
formación profesional en educación y salud (Mancinelli
2023). En este sentido, es necesario tener en cuenta los desafíos
epistemológicos y conceptuales que se abren a partir de estos cambios en el
mercado de trabajo y las posibilidades de reemergencia campesina, ya que, como
muestran los indicadores censales, en el seno del sistema capitalista las
tendencias operan en su contra.
El acceso a la tierra en cuanto
factor de producción y reproducción ha sido históricamente una demanda del
campesinado. En el caso particular de la Argentina, no se implementaron
procesos de reforma agraria, sin embargo, el campesinado argentino sí emprendió
acciones de ocupación de tierra en distintos periodos, y junto a otros
elementos, ha configurado un escenario de conflictividad en el que se ha
resignificado la lucha por la tierra y por el territorio. Al respecto, la
geografía crítica latinoamericana ha impulsado un “giro territorial” para la
compresión de la cuestión campesina actual. Se comenzó a reconocer la
existencia de “territorialidades campesinas” y de un activismo campesino
asociado a esta que fue impulsado desde movimientos socioterritoriales
entre los que destaca el Movimento Sem Terra (MST) en Brasil. Es decir, acciones colectivas
que producen espacios políticos y un proyecto territorial propio del
campesinado (Fernandes 2000).
En Argentina, las experiencias en
campos comuneros en Santiago del Estero, el desarrollo de las “reservas
campesinas” en Chaco y el fortalecimiento de las organizaciones políticas ponen
de manifiesto una reconfiguración de la “comunidad” en cuanto espacio de
producción y reproducción del campesinado (Barbetta
2012). También la dimensión conflictiva es tenida en cuenta en relación con la
producción de espacio alternativo. Por ejemplo, Bendini
y Steimbreger (2014) señalan la persistencia de
productores que se autodenominan “crianceros”, “puesteros” o “fiscaleros” en el norte patagónico y el desarrollo de una
territorialidad campesina con estrategias adaptativas diversas y complejas como
una forma de resistencia a la desaparición de productores de ganado extensivo.
Por su parte, Domínguez (2016) y Colla (2022) describen diversos patrones de
acceso y control de la tierra en la provincia del Chaco que reivindican una
condición campesina que se revaloriza desde el componente indígena de las
poblaciones. En este sentido, Colla (2022) valora la importancia de la
elaboración política de lo campesino para producir un espacio disidente junto a
la demanda de la figura legal de reconocimiento de reparación histórica como
pueblos indígenas.
Finalmente, destacamos el desarrollo de un proceso de
ambientalización de las disputas territoriales, en las que converge la matriz
indígena-comunitaria, un lenguaje acerca de la territorialidad campesina e
indígena y nuevas formas de movilización y participación ciudadana centradas en
la defensa de los bienes naturales, de la biodiversidad y del ambiente. Esta
perspectiva permite distinguir, también, la disputa acerca de lo que se
entiende por “desarrollo” en torno a los megaproyectos económicos y productivos
(Svampa 2012; Merlinsky
2013).
El activismo campesino que tuvo su
emergencia en las últimas décadas fue impulsado por los nuevos movimientos
sociales (Madonesi y Rebón
2011) o socioterritoriales (Fernandes
2000). Entre los más importantes en Argentina se destaca el Movimiento
Campesino de Santiago del Estero (MOCASE) –también PSA y Vía Campesina–, el
Movimiento Campesino de Córdoba y la Federación Nacional Campesina. La
estrategia de autoidentificación como campesinos o campesinos-indígenas,
encontró en la movilización social y en los vínculos políticos y sociales
asociadas a ella un medio estratégico e instrumental que logró representar
intereses y experiencias comunes para impulsar demandas hacia el Estado y para
lograr la supervivencia cultural y material (Colla 2022). Este tema irrumpió en
los enfoques de clase, puesto que la identidad de este sector social incluyó a
otros grupos de exjornaleros, peones y golondrinas
bajo un proyecto en común (De Dios 2002; Domínguez 2009).
Lo novedoso en estos espacios en términos
organizativos fue la incorporación de elementos y repertorios de acción a la
protesta social y la ampliación de las redes políticas hacia otros sectores
sociales agrarios o no agrarios, locales y transnacionales como la Vía
Campesina. Esto los posicionó como actores sociales clave en la disputa
territorial, con discursos políticos que impulsan el activismo campesino y con
propuestas que vuelven la disyuntiva más contenciosa. A la propuesta clásica de
“reforma agraria integral” se sumaron otros principios universalizables de
orden político: el respeto a la igualdad de género, a la diversidad cultural, a
los derechos humanos, a la biodiversidad, entre otros, que produjeron nuevos
sentidos y que llevaron a pensar nuevos paradigmas.
Ciertamente, la presencia de nuevas
identidades y expresiones étnicas, demandas y reclamos de las poblaciones que
se autoadscriben a los pueblos originarios y
campesinos-indígenas es uno de los fenómenos etnopolíticos
más importantes ocurrido en América Latina en los últimos 20 años (Bengoa
2009). Investigaciones como las de Bartolomé y Barabas
(1996), Radovich (2014) y Valverde (2023) plantean que el desafío es
construir una nueva forma de ciudadanía indígena en un contexto de
“reactualización” étnico-identitaria que posicione a los pueblos en cuanto
sujetos sociales y políticos. En este camino, lo novedoso radica en el lugar
que ocupan los movimientos etnopolíticos, pues han
incorporado reivindicaciones y estrategias de resistencia en un espacio de
multiculturalidad mediado por la ampliación de redes políticas y sociales que
trascienden las identidades indígenas tradicionales y sus marcos de referencia
sociopolítica.
Y también, en que la apropiación y utilización
estratégica de legislaciones disponibles para el acceso a la tierra y a otros
derechos suele trascender el origen étnico y beneficia a todos los integrantes
del movimiento social, algo que ocurre, por ejemplo, con los productores
criollos que viven en parcelas bajo propiedad comunitaria indígena en la
localidad chaqueña Pampa del Indio (Colla 2022). Con todo esto, pareciera que
las emergencias campesina e indígena circulan por similares espacios de
afirmación y distinción identitaria, dispuestas a enfrentar la invisibilización histórica y a hacer valer los derechos
adquiridos de ciudadanía (Valverde 2023).
En las últimas décadas comenzaron a
cobrar fuerza prácticas agrícolas alternativas a la nueva lógica de
acumulación, entre ellas la agroecología que, en sus diversas variantes,
combina saberes académicos y agronómicos con los de indígenas y campesinos para
maximizar las contribuciones de los ecosistemas sin utilizar insumos externos
de origen industrial. El argumento de estas prácticas gira en torno a la
“soberanía alimentaria” en relación con el derecho de los pueblos a definir
políticas y estrategias sostenibles de producción, distribución y consumo de
alimentos con base en principios ontológicos y epistemológicos (Wahren y García Guerreiro 2020).
Desde las ciencias sociales las
indagaciones se enfocaron en la acción política de las organizaciones en el
espacio productivo y en la manera en que estas buscan reducir o eliminar la
explotación y la desigualdad en las relaciones sociales de producción y
comercialización. Los estudios de caso giraron en torno a la acción política de
las organizaciones en el espacio productivo y en el procesamiento: los sistemas
silvopastoriles, las fábricas de dulces y conservas, las de chacinados, el
encadenamiento productivo (vino, tomate, oliva, quesos, harina de algarroba,
hierbas medicinales, yerba mate, miel de monte, balanceado para animales de
granja, cultivos andinos e hilados, horticultura y ganadería comunitaria mayor
y menor) (Barbetta 2012; Barbetta,
Domínguez y Sabatino 2012). También en el ámbito de la comercialización y de
los espacios de intercambio y de las vinculaciones con redes y experiencias de fair trade
(comercio justo) entre las que destacan la Asociación de Ferias Francas
(Misiones, Corrientes, Chaco, Formosa) y los sistemas de carnicerías del MOCASE
y de Vía Campesina. Otras, indagaron acerca de las iniciativas de escuelas de
formación y centros de experimentación en Santiago del Estero y Mendoza e
incorporaron la dimensión de género. Por ejemplo, quienes participan del
movimiento Unión de Trabajadores por la Tierra (UTT) para visibilizar las
barreras que tienen las mujeres para el acceso a la tierra y a recursos
productivos que 131 se
suman a las tareas de cuidado (Sammartino et al. 2021).
Es necesario mencionar que estas prácticas agrícolas
alternativas y agroecológicas, a diferencia de otras experiencias como las del
MST en Brasil, se desarrollan bajo una lógica experimental circunscripta a
casos diseminados en el territorio nacional, relativamente dependientes de la
participación y asistencia de espacios académicos (grupos extensionistas de las
universidades), de ONG y de equipos técnicos gubernamentales (los del Instituto
Nacional de Tecnología Alimentaria) y en un contexto sumamente adverso en
términos ambientales, de rentabilidad y de comercialización. No obstante, no
dejan de ser faros que iluminan el camino político de un campesinado que busca
alternativas de producción saludables, soberanas y colectivas y que tienen una
dimensión importante para una reafirmación de sus derechos sobre la tierra y
sobre el territorio.
Una particularidad del campesinado
argentino actual, en comparación con los de otros países latinoamericanos, es
su creciente vinculación con las agencias estatales y con programas de
intervención. En efecto, los procesos de reinstitucionalización de la política
durante la crisis de representatividad a comienzos del siglo XXI transformaron
los vínculos entre los movimientos sociales y el Estado argentino. Se
implementaron políticas territoriales de asistencia, articulándose a nivel
local con movimientos sociales y con otros organismos que pasaron a convertirse
en actores legítimos de la gestión de políticas sociales. Incluso, dirigentes
campesinos se convirtieron en funcionarios públicos, por ejemplo, la
designación de miembros del MOCASE y de Vía Campesina en el Instituto Nacional
de la Agricultura Familiar Campesina e Indígena.
En efecto, los programas masivos de transferencia y
asistencia social permitieron cubrir gastos mínimos de subsistencia de las
familias campesinas en momentos en que la mano de obra familiar tomaba
distintas direcciones en el mercado de trabajo y en los cuales se veía
paulatinamente condicionada en la producción agropecuaria. En las situaciones
del campesinado más empobrecido, sobre todo en el norte argentino, esto fue
generando cierta dependencia de la asistencia, situación que puso en cuestión
la autonomía de los productores familiares, provocando, además, ciertas
tensiones entre la creciente autoidentificación del campesinado y las
categorizaciones esgrimidas por la política pública al concebirlos como
“agricultores familiares”, “pobres rurales” o miembros de la “economía
popular”.
El antropólogo mexicano Armando Bartra ya nos
adelantaba que el campesinado es una clase “excéntrica”, que no nace como tal
pero que se inventa a sí misma en el curso de su hacer; que es, en definitiva,
una “campesinidad siempre en obra” (Bartra 2008, 15).
En este sentido, y valorando el análisis de clases y el carácter estructural e
histórico de los fenómenos sociales, en este artículo sintetizamos una
investigación documental en la que se ordenaron y sistematizaron las
elaboraciones académicas y de intervención estatal en torno a la experiencia
sociohistórica del campesinado en Argentina. El objetivo fue interpretar lo que
denominamos “nueva cuestión”, o al menos, una “nueva etapa” de los estudios
sobre el campesinado en el país, en relación con las transformaciones sucedidas
en las últimas décadas.
En este sentido, encontramos que los
procesos de avance del desarrollo capitalista trastocaron la vida de aquel
productor directo de materias primas inserto en las lógicas económicas
regionales del pasado siglo. Por esta razón, en el corpus de trabajos que
denominamos una “primera cuestión campesina” (1970-2000), identificamos ciertos
consensos acerca del hecho de atender a la funcionalidad campesina en los
circuitos de la agroindustria y construir taxonomías distintivas entre el
campesino latinoamericano y la particularidad argentina. Debemos remarcar el
carácter empírico y regional de estas investigaciones y los importantes aportes
teóricos a los estudios sociales realizados en momentos políticos difíciles
para el país.
La nueva cuestión campesina a la que
hacemos referencia, y que describimos en seis tesis que atienden a la
experiencia social y política del campesinado actual, espera confirmar la
consolidación de ciertos procesos que ya se vaticinaban durante la década de
los 90 y los primeros años del siglo XXI. La ruralidad ha cambiado y el
campesinado se ha reinventado: su reproducción social, con sus diversidades y
matices a nivel territorial, comenzó a combinar crecientemente el trabajo
predial con una diversificación de ingresos de otras fuentes: el turismo, la
pluriactividad y su entrada a la estatalidad. Hubo una pérdida del peso de la
dimensión agropecuaria en la actividad económica, acompañada de importantes
condicionantes productivos como los conflictos socioambientales, pero también
aparecieron nuevas experiencias agroecológicas donde se difunden saberes
indígenas y campesinos y se reafirman prácticas comunitarias.
Un punto no menor es la aparición de
movimientos sociales campesinos y campesino-indígenas como actores sociales que
participan de la conflictividad, que fomentan procesos de reafirmación del
sector y que sostienen un activismo que reanuda los debates sobre el acceso a
la tierra, acerca del territorio, de la identidad y del derecho a la soberanía
alimentaria. Y si bien se ha profundizado la tendencia a la desaparición de la
pequeña explotación, el giro territorial que adquieren las luchas políticas y
los procesos de reetnización indígena ha relegado la
disputa por la tierra a una por el territorio, en el sentido amplio e integral
del término.
El desafío, entonces, es allanar el
camino para que las ciencias sociales se libren de la batalla simbólica por los
conceptos y construyan consensos y nuevos paradigmas que atiendan al
campesinado realmente existente. Esto deja planteado, además, la
ineficacia y las dificultades que presentan ciertas denominaciones como “pobres
rurales”, “pequeños productores” o, incluso, “agricultor familiar” que
homogenizan sujetos sociales distintos –en términos clasistas e identitarios–
y, en consecuencia, no contemplan las distintas territorialidades ni tampoco la
diversidad étnica hacia el interior del campesinado.
Para Santos (2000), la propuesta aquí es trascender
del “objeto” de investigación al “sujeto”, potenciando la experiencia común, el
autorreconocimiento, los discursos, las prácticas y la heterogeneidad de
condiciones materiales que presentan los sujetos sociales. Esperamos que las
tesis presentadas contribuyan a delinear este camino, pero para ello nos
debemos un esfuerzo intelectual por profundizar más allá de las situaciones
coyunturales de los “estudios de caso” y despojarnos de modelos teóricos de difícil
referencia empírica. Allí radica gran parte de los desafíos intelectuales y
políticos que tenemos por delante.
Esta investigación se realizó en el
marco del proyecto UBACYT “Movilizaciones indígenas y de pequeños productores
criollos: conflictividad territorial, transformaciones regionales, trayectorias
sociohistóricas y reconfiguraciones étnico-identitarias”, ejecutado en la
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