La
crisis de la sociedad señorial y el malestar estatutario de las élites en Chile
The
crisis of the señorial society and the status malaise of the elites in Chile
Dr. Danilo Martuccelli.
Profesor e investigador. Université Paris Cité
(Francia) y Universidad Diego Portales (Chile).
(danilo.martuccelli@gmail.com) (https://orcid.org/0000-0001-5940-8949)
Recibido:
22/12/2022 • Revisado: 25/04/2023
Aceptado:
13/06/2023 • Publicado: 01/09/2023
Resumen
Tomando como caso de estudio la sociedad
chilena, el presente artículo se inserta en las discusiones sobre el poder
político y las élites económicas, llamando la atención sobre la importancia de
las dimensiones estatutarias. El objetivo es proponer una interpretación sobre
la especificidad de la crisis y el malestar elitario en el Chile actual. Para
ello, se presenta una argumentación basada en los principios de la sociología
histórica interpretativa a partir de la teoría de la estratificación de Max Weber
(la distinción entre clases, estatus y partido) y la metodología de los tipos
ideales. Sobre esta base, se presenta un razonamiento analítico en tres
periodos: el primero marcado por la vigencia del tipo ideal de la sociedad
señorial; el segundo, por su crisis en la década de los 70 y por la
recomposición del dominio elitario tras el golpe de Estado cuando se produjo
una exitosa restructuración de las dimensiones clase y partido, y un
insuficiente restablecimiento estatutario; y el tercero caracterizado por la
especificidad del malestar actual de las élites en Chile que, a diferencia de
otras crisis políticas o económicas, tiene su foco en el orden estatutario.
Así, se llama la atención sobre la necesidad de complementar el estudio de las
relaciones entre élites económicas y poder político, diferenciando las crisis
de legitimidad y los malestares estatutarios.
Descriptores:
clase; élite; estatus; estratificación; malestar; partido.
Abstract
Taking Chilean society as a case study, this article
is inserted in discussions on political power and economic elites, drawing attention to the
importance of status. The objective is
to propose an interpretation of the specificity
of this crisis and of elite malaise in Chile today. To this
end, an argument is presented based
on the principles
of interpretative historical
sociology from Max Weber’s theory of stratification (the distinction between classes, status, and party) and the methodology of ideal types. On this
basis, an analytical reasoning is presented
in three moments – the first marked
by the validity
of the ideal type of señorial society; the second,
by its crisis in the 1970s and by the recomposition of the elite domain
after the coup d'état, when there was a successful
restructuring of classes and parties and an insufficient status restoration; and the third moment characterized
by the specificity
of the current
malaise of the elites in Chile which, unlike other political
or economic crises, has its focus on
the status order. Thus, attention is drawn to
the need to complement the
study of the relations between
economic elites and political
power, differentiating between legitimacy crises and
status malaise.
Keywords:
class; elite; status; stratification;
malaise; party.
Con esta reflexión sociológico-histórica e
interpretativa se propone analizar la especificidad del malestar de las élites
en el Chile de principios de la segunda década del siglo XXI. Dentro de la
problemática general de la articulación entre poder político y élites
económicas, se llama la atención sobre la importancia de las dimensiones
estatutarias y sobre la necesidad de teorizar una modalidad específica de la
crisis elitaria. El análisis se apoya en la teoría tridimensional de Max Weber
([1922] 1944) sobre la estratificación social. En primer lugar, Weber
diferenció lo que caracteriza como el elemento de clase propiamente dicho (las
principales maneras por las que los actores sociales obtienen sus ingresos). En
segundo lugar, identificó un componente de estatus (el prestigio o el
reconocimiento acordado a una posición o estamento social). En tercer lugar,
caracterizó un factor denominado “partido” (las formas por las cuales los
distintos grupos sociales organizan la defensa de sus intereses).
Si la articulación entre estas tres dimensiones
(clase-estatus-partido) es muchas veces orgánica, algo presupuesto en los
propios análisis de Weber, la existencia misma de esta diversidad de
dimensiones aboga por la posibilidad de su tensión e incluso por su
disociación. Esa idea se formula en este texto con base en lo que sucede en las
élites de la sociedad chilena actual, en claro contraste con lo que se dio en
otros momentos de su historia. La teoría weberiana de la estratificación me
permitió terciar en los estudios sobre los lazos entre poder político y élites
económicas, formular hipótesis sobre un diagnóstico histórico particular del
malestar elitario en el Chile de la segunda década del siglo XXI, al tiempo que
llamo la atención sobre la necesidad de teorizar acerca de los rasgos
específicos de este tipo de crisis.
La perspectiva desarrollada en este artículo se ciñe a
los principios de una sociología histórica interpretativa de inspiración
weberiana (Kalberg 2002; Dufour 2015), sirviéndose de
la noción de tipo ideal (Weber 1982). Aunque la noción sigue siendo polémica y
objeto de innumerables discusiones, existe un consenso en que, si los rasgos
con los cuales se construye el tipo ideal son reales e históricos, el objetivo
principal es lograr un modelo abstracto que permita tipificar los fenómenos y,
en uno de sus usos, explícitamente reconocido por el mismo Weber (1982, 71),
formular hipótesis como un recurso heurístico para la interpretación.
El objetivo de los tipos ideales no es proponer una
tipología o clasificación taxonómica propiamente dicha ni abordar los objetos
de investigación con los matices que exigiría un estudio historiográfico, sino
“reducir” la complejidad de los fenómenos estudiados a ciertas dimensiones
significativas con el fin de proponer reconstrucciones interpretativas de la
realidad (Schnapper 1999, 7). Esta metodología de argumentación da cuenta del
carácter sinóptico y sobre todo heurístico de los tres grandes momentos analíticos
formulados en este artículo. Su fin es proponer interpretaciones sobre las
razones y los efectos de las distintas articulaciones históricas entre los tres
grandes componentes de la estratificación elitaria.
Considerando esta perspectiva metodológica, la
argumentación se expone en tres etapas. Primero se presenta el tipo ideal de la
sociedad señorial y sus fundamentos sociales, más en su calidad de modelo
extraído del material histórico que como una categoría de análisis propiamente
dicha. Para ello, como en todo tipo ideal se acentúan unilateralmente algunas
de sus características con una clara función heurística: es evidente que dada
su duración hay variaciones significativas según los periodos, y que la realidad
histórica se acercó o se alejó del modelo, sin abolir su vigencia. Segundo, se
identifica cómo el tipo ideal refleja tanto el cuestionamiento y la crisis de
la sociedad señorial en la década de los 70 como la restructuración fracturada
del dominio elitario que se produjo desde entonces. En tercer lugar, partiendo
de la desarticulación del dominio elitario, se analiza el malestar suscitado
por la crisis estatutaria y sus consecuencias a nivel del orden deferencial en
la sociedad chilena contemporánea.
Tomando como punto de partida el tipo
ideal de la sociedad señorial, se busca analizar, a través de tres grandes
fases (articulación, crisis y restructuración y desarticulación), las
transformaciones del dominio de las élites en Chile.
3.1. El
tipo ideal de la sociedad señorial
Desde las primeras décadas del siglo XIX, el dominio
elitario se asentó sobre una durable articulación de las dimensiones de clase,
estatus y partido en torno al tipo ideal de la sociedad señorial. Por supuesto,
hubo divergencias de intereses económicos entre sus miembros (la dimensión
clase) y varias discrepancias políticas (la dimensión partido –algo bien
reflejado en la oposición entre conservadores y liberales–). Sin embargo, a
pesar de las rivalidades y de los cambios históricos advenidos, la vigencia del
tipo ideal de sociedad señorial se basó en la articulación orgánica de sus
dimensiones.
En lo económico, durante la vigencia del tipo ideal de
la sociedad señorial, comenzando por el régimen oligárquico propiamente dicho,
hubo una durable concentración de la riqueza en una clase propietaria que a
pesar de sus diferencias y de sus mutaciones logró mantener y renovar su poder
de clase, desde mediados del siglo XIX (Carmagnani
1984). La capacidad de la élite para preservar su contubernio de clase sin
dividirse sobresale con respecto a otros países latinoamericanos. Los intereses
económicos de las distintas fracciones elitarias lograron articularse entre sí,
haciendo que los mineros se convirtieran en terratenientes y que los
propietarios de tierras invirtieran en la minería, procesos cimentados por
redes sociales y alianzas matrimoniales (Collier y Sater 2004). En este dominio de clase la hacienda tuvo un
papel preponderante. La cohesión elitaria de clase se hizo patente en varios
momentos históricos y siguió siendo muy activa durante el periodo 1930-1970. Si
bien en Chile se implementó (piénsese en el papel de la CORFO y del Frente
Popular) una política de sustitución de importaciones, no hubo verdaderamente,
a pesar de cierta polémica historiográfica (Bravo Reyes 2016), regímenes
nacional-populares en la medida en que las componendas internas a la élite
lograron temperar los conflictos entre los sectores agrarios, mineros e
industriales, a diferencia de lo que se dio en otros países.
En lo político, la articulación de los intereses de la
élite (la dimensión partido en la acepción weberiana del término), también fue
durable y se asentó, desde la década de 1830, sobre la consolidación de un
poder ejecutivo fuerte, a diferencia de otros países latinoamericanos (Góngora
1981; Ansaldi y Giordano 2016; Pinto 2019). En su
fase propiamente oligárquica, la sociedad señorial, asociada con una
aristocracia vasco-castellana conservadora, supo incorporar, incluso con
tensiones, a actores liberales (Stuven 2017). Esto no
impidió importantes divisiones entre conservadores y liberales, así como
diversas revueltas (1851, 1859, 1891 o 1925), pero nunca se quebró el dominio
de la élite. Las rivalidades intraelitarias siempre
respetaron los intereses de partido, comunes al dominio de la élite, y
coincidieron en la durable preocupación por excluir a los sectores medios y
populares de la gestión del poder político.
En lo estatutario la élite asentó su cohesión sobre un
sistema jerárquico cuyo epicentro fue la hacienda, la cual gozó de un fuerte
reconocimiento social (Morandé 1984). El prestigio del señorío-hacendario, la
impronta simbólica del modo de ser aristocrático y la preeminencia de valores
conservadores de fuerte tonalidad católica hicieron que la sociedad chilena se
organizara durablemente en torno a un sólido sistema de respetos y deferencias
(Barros y Vergara [1978] 2007; Stabili 2003; Thumala 2007; Larraín 2001). Casi como una evidencia, el
tipo ideal de la sociedad señorial da cuenta de la fuerte impronta masculina:
el prestigio de las esposas –doñas–, más allá del caso de mujeres que
ejercieron funciones de poder económico generalmente por viudez, se derivaba
del prestigio de los maridos.
El orden estatutario se materializó en una política de
apellidos y de alianzas matrimoniales. La élite chilena supo gestionar con
éxito una controlada y parsimoniosa cooptación de nuevos miembros a través de
alianzas matrimoniales, la homosociabilidad
(colegios, clubes) y la diversificación de actividades en distintos sectores
económicos. Varias novelas chilenas desde el siglo XIX hasta la actualidad (por
ejemplo, obras de Blest Gana, Orrego Lugo, José
Donoso, Isabel Allende o Alberto Fuguet) están dedicadas justamente a dar
cuenta del contubernio elitario y del papel de las estrategias familiares a la
hora de amainar y canalizar los conflictos de intereses entre las diversas
fracciones. Las relaciones de parentesco y la inscripción en redes comunes
fueron considerables entre ministros y parlamentarios chilenos entre 1834 y
1894 (Bro 2023). Esto no eliminó las rivalidades,
pero hizo que los miembros de la clase superior fueran “adversarios en el
Congreso, amigos en el club” (Vicuña 2001, 50). La tensión entre las élites
económicas, políticas y culturales permaneció subordinada a la connivencia
colectiva del grupo dominante.
El dominio estatutario de la sociedad señorial se
construyó a través de idas y venidas regulares entre el campo y la ciudad,
formándose una modalidad de vida que fue “rural en las ciudades y urbana en el
campo” (Romero [1976] 2001, 204). Esto engendró un ethos señorial particular de
raigambre hacendario. La hacienda también tuvo un papel decisivo en otras
sociedades latinoamericanas (Medina Echeverría [1969] 2017; Bengoa 1978), pero
en Chile fue la verdadera base de las conexiones familiares con el Estado y con
la vida política, y el soporte de la riqueza de las élites. Se forjó un
imaginario que aunó formas patriarcales en torno a la casa de campo patronal y
distintas actividades colectivas, públicas, privadas, religiosas o festivas
(Pereira de Correa 1992). Sin menguar, el peso estatutario de las haciendas, ya
a fines del siglo XIX, se articuló con otros símbolos como el palacio que se
poseía en Santiago de Chile, el palco en el 99 Teatro Municipal o el coche tirado por caballos
(Subercaseaux 2011, 309).
En el imaginario jerárquico de la sociedad señorial,
el ejercicio de la autoridad fue inseparable del mantenimiento y respeto del
orden estatutario. Ahí reposaba en última instancia su más sólido cimiento y su
mejor garantía de permanencia. Esto impuso la necesidad de hacer respetar
escrupulosamente las prerrogativas estatutarias, consiguiendo que los
conflictos tendieran a ser sistemáticamente entendidos como desacatos. En la
sociedad señorial la negociación y el conflicto fueron bicéfalos: la capacidad
de compromiso y contubernio entre los miembros de la élite contrastó
fuertemente con la dificultad para admitir cuestionamientos de parte de otros
grupos sociales, lo que se materializó en una relación particular con el orden
asociado al paternalismo, al tradicionalismo y al autoritarismo. Incluso la
larga tradición centralista del Estado y su imaginario de estar en lucha
durable contra los peligros de la “fronda parlamentaria”, siempre presta a
renacer, puede interpretarse como una expresión ideológica de este particular
imaginario del orden (Edwards 1928).
En el tipo ideal de la sociedad
señorial no solo los tres componentes se articularon estrechamente, sino que
los ejes de clase (élites económicas) y partido (poder político) reposaron
sobre los prestigios estatutarios. En todos los ámbitos, los respetos y
obediencias se derivaban de las jerarquías naturalizadas del orden señorial. El
tipo ideal articuló un orden oligárquico (en torno a las haciendas), un
contubernio de partidos (más allá de las tensiones entre conservadores y
liberales) y un sólido sistema estatutario (el modo de ser aristocrático). Si
el dominio elitario conoció diversas concreciones históricas según los periodos
(régimen oligárquico, Estado de compromiso), las variaciones nunca cuestionaron
la estrecha articulación entre los tres componentes de la estratificación
elitaria.
3.2.
Crisis del tipo ideal de la sociedad señorial y restructuración del orden
elitario
La continuidad del dominio elitario y la articulación
de sus dimensiones de clase, partido y estatus conoció diversas fases críticas,
pero vivió sobre todo una crisis bajo el gobierno de Allende (1970-1973). El
tipo ideal de la sociedad señorial permite aprehender la paradoja del proceso.
Si en los gobiernos de Frei (1964-1970), y sobre todo de la Unidad Popular
(1970-1973), el cuestionamiento del dominio de la élite se centró en las
dimensiones de clase y partido, lo que terminó resquebrajándose fue el orden
estatutario de la sociedad señorial: las reformas agrarias de 1967 y 1973
socavaron las bases hacendarias y el modo de ser aristocrático.
Sobre este trasfondo es posible interpretar la acción
del golpe de Estado de 1973. Frente al gobierno de la UP, la élite sintió, con
más intensidad que en cualquier otro periodo histórico anterior, que su dominio
había sido cuestionado (Garcés 2020) y tras una fase represiva recompuso las
bases de su dominación (Garretón 1983). Esta crisis fue particularmente activa
tanto a nivel de la dimensión de clase (reforma agraria, requisición de
empresas, sector de propiedad social, nacionalizaciones, tomas) como en la
dimensión partido (una coalición de izquierda ajena y opuesta al poder político
de la élite). Contra este doble cuestionamiento la dictadura militar buscó
restablecer el dominio elitario en ambas dimensiones (clase y partido), pero se
desinteresó, al amparo del autoritarismo, de la dimensión estatutaria.
El éxito económico (clase) y político (partido) de la
dictadura militar en la recomposición del dominio elitario hizo que la crisis
estatutaria pasara relativamente desapercibida. Todo pareció volver al cauce
histórico habitual. Sin embargo, el dominio recompuesto de la élite fue
desigual. Se impuso un conjunto dispar de restructuraciones en un continuum
que va de lo sólido a lo frágil. Lo más sólido es sin duda el control que la
élite ejerce sobre la economía y sobre el sistema de desigualdades estructurales
en torno al capital. Ya menos compacto es lo que se advierte en la dimensión
partido y en la capacidad de la élite de defender sus intereses a través del
sistema político y de los medios de comunicación. Por último, infinitamente más
frágil es lo que se advierte a nivel estatutario.
La restructuración fracturada del dominio elitario no
siempre es advertida. La dimensión estatutaria del sistema es desconsiderada,
subrayándose unilateralmente la solidez de las nuevas articulaciones entre el
capital económico y los agentes políticos (PNUD 2004; Matamala 2015; Fazio
2016). Pero al tomar este camino de análisis, estos estudios descuidan lo que
caracterizaremos como el punto de fragilidad en el dominio actual de la élite,
la dimensión estatutaria.
Las reformas neoliberales restauraron el dominio de
clase y a pesar de las reorientaciones económicas introducidas desde la década
de los 90 (Ffrench Davis 2008; Garretón 2012), no se
cuestionaron desde entonces los principales lineamientos del sistema de
acumulación. El eje de clase se desplazó del orden hacendario hacia una nueva
coalición de grupos primario-exportadores, actores financieros, servicios
sociales privatizados (Ruiz y Boccardo 2015; Mayol y
Ahumada 2015).
No está de más traer a colación algunas cifras. El
15,1 % del PBI chileno está en manos de 11 grandes billonarios, más que en
México donde 16 billonarios concentran el 12,3 % del PBI, o en Argentina en
donde los billonarios “solo” poseen el 2,4 % del PBI (Sánchez-Ancochea 2020).
En su informe sobre el panorama fiscal de América Latina y el Caribe de 2021,
la CEPAL estimó que la participación del 1 % en el ingreso nacional en Chile en
2019 fue del 27,8 % (14,4 % en Argentina, 27,6 % en Brasil, 20,1 % y 21,5 %
respectivamente en Colombia y Perú). Más allá de las polémicas sobre las
cifras, la élite chilena sobresale en América Latina por la concentración de
ingresos y patrimonio, en contraste, por ejemplo, con la situación desde hace
décadas de la clase alta argentina (De Imaz 1964; Heredia 2022).
La solidez de este dominio de clase solo fue muy
tangencialmente cuestionada durante el estallido de octubre de 2019. Si bien se
expresaron muchos malestares laborales, no hubo tomas de los centros de
trabajo, y el accidentado incremento o descenso de huelgas legales o
extralegales (Gutiérrez et al. 2020) de la última década no permite afirmar que
se produjera ningún severo cuestionamiento del dominio de clase. Esta dimensión
tampoco fue cuestionada en el proyecto elaborado por la convención constituyente,
rechazado en septiembre de 2022. Tanto los principales temas de la campaña
electoral de 2021 como las decisiones del gobierno del presidente Boric desde 2022 se inscriben dentro de este mismo marco.
Actualmente varias leyes en discusión buscan temperar, sin alterar, el dominio
elitario de clase con una reforma tributaria, con la modificación de las AFP
(los fondos de pensión), mediante nuevas leyes antioligopólicas
y a través de una ampliación del Estado de bienestar.
Como en tantos otros países de la OCDE, el dominio de
clase no está en juego. Las discusiones se centran más en el “modelo”. Ahora
bien, el cuestionamiento del neoliberalismo, o sea, de esta modalidad
particular de regulación del capitalismo, no es lo mismo que el cuestionamiento
del poder de clase de la élite. Por supuesto, ciertas medidas –como el aumento
de la presión fiscal– afectan sus intereses económicos, pero estas medidas no
cuestionan –ni buscan cuestionar– su dominio de clase. La cohesión elitaria
sigue siendo sólida, como lo mostró un análisis efectuado a partir de los
directores cruzados de grandes empresas entre 1969 y el 2005 (Salvaj 2012), o de la concentración de la riqueza en las
diez primeras empresas partir de cifras extraídas de la comisión para el
mercado financiero (Fazio 2022). Ciertamente, al menos de manera puntual,
durante el estallido social algunos miembros de la élite pudieron admitir la
necesidad (o la oportunidad) de introducir correcciones al “modelo”. Con
respecto a un pasado todavía reciente en el cual se afirmaba la inscripción en
el mármol de los principios del neoliberalismo, la inflexión es significativa.
Sin embargo, todo esto permanece dentro del marco del dominio de clase y de la
regulación del capitalismo.
Maticemos. Un temor recorre a la
élite chilena: desde hace unos años el país registra una significativa salida
de capitales. Si el rechazo del proyecto de la nueva Constitución (septiembre
2022) se tradujo en una mayor serenidad de los mercados financieros, el miedo,
políticamente instrumentalizado, incluso en ausencia de todo cuestionamiento de
los derechos de propiedad, reactivó entre ciertos miembros de la élite la
memoria de las reformas agrarias, de las requisiciones de empresas o del área
de propiedad social bajo el gobierno de la Unidad Popular. Sin embargo, a pesar
de la fluctuación observable a nivel de la inversión e incluso teniendo en
cuenta la importancia de las utilidades que se generan en el exterior, la élite
económica chilena no puede ser analizada desde la tesis de la revuelta de las
élites o como una variante de una élite mundialista sin suelo (Lasch 2010; Goodhart 2017): el
dominio de clase 102 sigue
teniendo una sólida base nacional.
En segundo lugar, ya más frágil, pero aún con
consistencia, se dieron cambios importantes en la dimensión partido. Luego de
un primer momento abiertamente represivo tras el golpe de Estado, el
restablecimiento de esta dimensión se institucionalizó con la Constitución de
1980 a través de un conjunto de enclaves o cerrojos autoritarios (Garretón
2000; Maira 1998). Durante algunas décadas este conjunto de enclaves permitió
un control elitista sobre los partidos y sobre los programas (Siavelis 2009), al tiempo que el sistema electoral
binominal permitió neutralizar la competencia política (Engel y Navia 2006). Se
impuso una institucionalidad de contubernio forzado entre grupos sociales: cada
candidato terminaba por competir más con alguien de su propio bloque que contra
un adversario. Comparado con otros países de la región, la élite chilena logró
una articulación efectiva entre sus intereses económicos y políticos, algo bien
reflejado en la consolidación desde 1990 de diversos think tanks o centros de estudios con el fin
expreso de defender los intereses de la élite.
El fin del sistema binominal en 2015 dio paso a un
universo político más competitivo y con nuevos actores. Hizo patente hasta qué
punto la rivalidad política había sido encauzada durante décadas, imponiendo
ciertos acuerdos de base. Su abolición supuso el retorno a un sistema más
competitivo de partidos, con nuevas posibilidades de juego, con recambios
generacionales significativos, sobre todo en el bloque de los partidos de
izquierda o centroizquierda (Brunner 2016). Indujo incluso una discutible representación
sobre la polarización en la sociedad chilena: algo cuestionable si se toma en
cuenta, por ejemplo, que un 78 % de la ciudadanía votó por aprobar la
Convención Constitucional en octubre de 2020 y que un 62 % rechazó la propuesta
constitucional en septiembre de 2022. La sociedad chilena ha expresado en las
urnas opiniones distintas en los últimos años, pero lo ha hecho a través de
votos ampliamente mayoritarios.
Lo que parece innegable es que la vida política en
Chile se ha vuelto más áspera. Si varios actores políticos, rivales en el
Congreso, siguen siendo amigos en el club, exalumnos del colegio o vecinos en
el barrio, subrepticiamente, con la aparición de nuevos bloques políticos y
recambios generacionales, se hace visible una transformación en la
teatralización televisiva (en el mejor sentido del término) de la pugna
política. Surge una nueva aspereza interactiva: los imperativos de la
connivencia deferencial varían. Además, como se ha mostrado empíricamente
existe una creciente heterogeneidad de opiniones entre los miembros de la élite
económica, política y cultural (Rovira y Atria 2021).
Sin embargo, estas diferencias o variaciones modales
no cuestionan la fuerza del dominio elitario en la dimensión partido. A
diferencia de varios países de la región, el 103 sistema de partidos políticos funciona y es capaz de
procesar, aunque selectivamente pero de forma eficaz, varias demandas sociales.
Esto fue lo que sucedió con el movimiento estudiantil de 2011 y con su
traducción en reformas en 2014; pero también lo fue a propósito del estallido
social y de su traducción en el acuerdo constitucional de noviembre de 2019.
Ciertamente, también existen contraejemplos tanto a nivel de los conflictos
laborales como a propósito de la cuestión mapuche.
El diagnóstico es pues menos monolítico que a
propósito de la dimensión de clase, sin embargo las dificultades observables en
el ámbito de los partidos no cuestionan el dominio elitario. La literatura
académica ha explorado los cambios advenidos en las relaciones entre los
ciudadanos y los partidos políticos (Luna y Mardones 2017) y la aparición de
balances de poder más inestables (Fuentes 2021), pero estos trabajos no
cuestionan el hecho de que la dimensión partido del dominio elitario sigue
siendo muy activa con respecto a los habitus y al
capital simbólico (Joignant 2022). En lo que a la
articulación de las dimensiones partido y clase se refiere, los actores
emplazados a la derecha del espectro político siguen teniendo lazos
significativos de representación y de defensa de los intereses elitarios. De la
solidez de este vínculo partido-clase da testimonio, por ejemplo, la amplia
coalición de partidos de derecha y de centroderecha que se organizó en vista de
las elecciones por la Convención Constitucional, luego en la campaña por el
rechazo o por el Consejo Constitucional. En pocos países de la región es
posible constatar una articulación tan consistente de clase y partido entre
élites económicas y poder político.
La recomposición de estas dos dimensiones dio la
apariencia de un dominio elitario recuperado. Sin embargo, nada tan contundente
se dio a nivel de la restauración de los estatus. La restauración del dominio
de clase y partido contrastó con el socavamiento de las bases sobre las que
había reposado el orden estatutario: ni se revirtió la reforma agraria ni,
sobre todo, se logró restablecer el imaginario hacendario (los abolengos
jerárquicos oligárquicos).
En realidad, en lo que a la erosión de la dimensión
propiamente estatutaria se refiere, la acción de los gobiernos de la DC y de la
UP fue involuntariamente prolongada bajo la dictadura militar. En el último
caso el proceso fue más ambiguo, pero no menos certero: las veleidades de
deshacer las reformas agrarias encontraron muchas resistencias y la
reorganización clasista promovida por el modelo neoliberal terminó atentando
contra el restablecimiento de las alcurnias señoriales del pasado (Chonchol 2018). Se instaló así una cultura de la hacienda
sin hacienda (Bengoa 2010) que intentó sobrevivir al fin de la sociedad
señorial. Solo de forma sesgada se intentó remplazar la vieja ascendencia de
cuño aristocrático y señorial por un ethos meritocrático en torno a
la eficiencia. Aunque esta inflexión estaba en línea con el modelo neoliberal,
el mérito, al volverse el nuevo pilar del orden estatutario quebró
definitivamente los cimientos del tipo ideal de la sociedad señorial (Araujo y Martuccelli 2012; Peña 2020).
Menos espectacular, menos advertida, la dimensión
estatutaria se convirtió en el pariente pobre de la recomposición del dominio
elitario desde 1973 y en el epicentro de su futuro malestar. Analizando en
retrospectiva puede afirmarse que el éxito en la recomposición de las
dimensiones de clase (ingresos) y partido (intereses), pero también el
autoritarismo y la represión, oscurecieron la profundidad de la crisis que
germinaba a nivel de la dimensión estatutaria (prestigios).
El modo de ser aristocrático no pudo ser ni restaurado
ni remplazado por un modo de ser meritocrático. Se forjó así una crisis
específica que retrotrae a las tensiones en el proceso de formación de un
sujeto neoliberal (Araujo y Martuccelli 2012) y a las
consecuencias que progresivamente esto entrañó en la vida cotidiana (Canales
2022). Sobre esta base, es preciso diferenciar entre los diagnósticos que
señalan una controversial crisis de legitimidad elitaria de carácter sistémico
en torno a la difícil articulación entre el poder y la autoridad (Guzmán-Concha
2022) y la tesis más acotada de los malestares estatutarios. Y dentro de estos
últimos es importante circunscribir el perfil específico del malestar elitario
a nivel del cuestionamiento de sus prestigios estatutarios.
La legitimación del modelo neoliberal a través de la
eficiencia económica y la igualdad de oportunidades buscó asociar dos
mecanismos de reelaboración de los prestigios: el mérito y la tecnocracia. Se
intentó articular una promesa de movilidad social generalizada y una gobernanza
eficiente (Engel y Navia 2006; Joignant y Güell 2011;
Gazmuri 2000). Tanto los discursos sobre la democratización del mérito como la
consolidación de un sistema técnico y eficaz de gobierno estuvieron destinados
a sentar los cimientos de un nuevo orden estatutario. Sin embargo, el resultado
no fue el esperado. Sobre todo, astucia de la historia, el mérito en cuanto
nuevo principio de justicia, al socavar las bases de la sociedad señorial, dejó
sin respaldo a muchas de las antiguas prerrogativas estatutarias elitarias. La
cultura del mérito presupone una modalidad de legitimación y de reconocimiento
estatutario al cual varios miembros de la élite penan para adaptarse, dada la
inercia del antiguo modo de ser aristocrático.
En pocos países sudamericanos la élite, a través de
sus mecanismos de clausura, ha logrado mantener con tanto vigor su dominio de
clase y partido, al tiempo que vio erosionarse sus prestigios estatutarios.
Entre el todavía señorial –“Ud. no sabe con quién está hablando”– (DaMatta [1978] 2002) y el ya plebeyo –“y a mí qué me
importa”– (O’Donnell 1984), la tensión estatutaria en Chile puede resumirse en
el cada vez más controvertido recurso tradicional y verticalista “mijita”.
La desarticulación del tipo ideal de
la sociedad señorial ha agrietado en cascada, con mayor o menor intensidad, las
deferencias estatutarias que dan lugar a variados temores con respecto a los
subordinados. Se multiplican las dificultades a nivel del ejercicio de la
autoridad en varios ámbitos (el trabajo, la escuela, el espacio urbano, la
familia, la policía) como consecuencia de la crisis del orden señorial (Araujo
2016, 2022). La crisis de las deferencias engendra nuevas exigencias en torno
al mérito y a demandas generalizadas de respeto más horizontales en las
interacciones (Araujo y Martuccelli 2012). El
problema no es exclusivo de la sociedad chilena, pero toma matices específicos
y agudos en la medida en que todas las jerarquías sociales estuvieron
sostenidas por los prestigios piramidales que se derivaban del tipo ideal de la
sociedad señorial.
El socavamiento del sistema estatutario de la sociedad
señorial no es idéntico a una crisis de legitimidad. Los diagnósticos son
diferentes. Más que a una crisis generalizada, algo bastante discutible si se
piensa en las dimensiones restructuradas de clase y partido, se asiste a un
malestar estatutario específico. En consonancia con otras situaciones
nacionales, pero con especificidades, no solo existe una mutación jerárquica
entre los distintos estatus (Collins 2009) o en sus capacidades de gestión de tensiones
(Ridgeway 2019), sino que los estatus propiamente elitarios tienen dificultades
crecientes en regular las fricciones interactivas engendradas en la competencia
social. En este último apartado, y con el fin de permanecer en los límites de
este artículo, señalo algunas modalidades concretas de esta crisis, todas ellas
en tensión con lo que fue la articulación propia del tipo ideal de la sociedad
señorial.
a.
En
primer lugar, los desafíos actuales activan nostalgias por el orden estatutario
de la sociedad señorial. Esto se manifestó durante el estallido social que
produjo, en un primer momento, reacciones condescendientes o críticas crueles
de altos funcionarios, de grandes empresarios o de responsables políticos hacia
las evasiones del metro por parte de jóvenes: se aconsejó a la ciudadanía que
se levanten más temprano o que aprovecharan el precio de las flores. Pero esto
también se reflejó en la alarma que transparentó el audio de la entonces
primera dama, evocando alienígenas y la necesidad de compartir privilegios. Más
allá de sus aspectos coyunturales, es posible interpretar estas expresiones
como signos de la desestabilización de las jerarquías más o menos naturalizadas
del pasado. Una experiencia que refleja un cambio más general a nivel de la
sociedad: la mera posesión de una posición jerárquica no transmite ya los
insumos estatutarios necesarios para ejercer la autoridad. En el mundo del
trabajo se yuxtapone, por ejemplo, por un lado, la vigencia de las relaciones
estructurales de dominio capital-trabajo, y por otro, una multiplicación de
críticas deferenciales, a veces desde registros propiamente meritocráticos, a
los jefes o autoridades (Araujo 2022). Los maltratos o desconsideraciones que
los actores podían permitirse en la sociedad señorial ya no son posibles.
También se consolidan nuevas demandas de horizontalidad a nivel de las
relaciones entre los grupos etarios y en la medida en que la sociedad señorial
fue enérgicamente patriarcal, la feminización valórica de la sociedad genera
tensiones estatutarias específicas, que en este caso van mucho más allá del
dominio elitario.
b.
Las tensiones estatutarias coinciden con
la permanencia de las posiciones de clase. En Chile, en la interacción con
miembros de la élite todos siguen sabiendo “quién es quién”. La política de los
apellidos, las argollas de los colegios privados y la pertenencia a ciertos
clubes, los muros económicos de algunos barrios: todo sigue siendo muy activo y
segregador. Sin embargo, este orden de posiciones ya no está inmunizado por las
jerarquías del modo de ser aristocrático. Esto hace que la significativa desconexión
que a nivel de las representaciones se observa entre las élites y la ciudadanía
(Rovira y Atria 2021; PNUD 2015) no logre más, o
difícilmente, sea encauzada por los prestigios sociales. Una ejemplificación de
lo anterior son los cuestionamientos que padecen los “hijos de”. En ausencia de
estudios empíricos específicos, no siempre se le presta a este aspecto la
atención que merece, pero la desarticulación del tipo ideal de la sociedad
señorial convierte a este grupo en el blanco predilecto de ciertas críticas
sociales. En los actores políticos, si algunos “hijos de” logran validarse
gracias a su propia acción y mérito, otros, que no tienen estas cualidades o a
quienes no se les reconoce este atributo, son fuertemente cuestionados por lo
que es inmediatamente percibido como privilegios indebidos o remanencias de la
sociedad señorial. Las deferencias estatutarias interpersonales ya no se
sostienen desde herencias señoriales o estirpes; tienen que ser sostenidas
desde otras consideraciones más inestables y meritocráticas. Aún más: el ser
“hijo de” se vuelve, en una inversión significativa de los prestigios
piramidales de antaño, una causa agravante a la hora de condenar eventuales
maltratos interactivos o el no respeto de reglas comunes (durante la pandemia
fiestas sin respeto a los confinamientos, abusos del capital social, delitos de
iniciados, etc.).
c.
Sin ser del todo nuevas, las críticas a la
frivolidad de la élite se dotan de nuevas significaciones. La desarticulación
del tipo ideal de la sociedad señorial y el desarrollo del neoliberalismo
desagregan la representación de la élite chilena como proba, austera,
republicana, sin que estos cuestionamientos entrañen una desautorización
radical y una crisis abierta de legitimidad del sistema político o del orden
social. Sin embargo, se van erosionando varios atributos elitarios.
Ciertamente, durante la sociedad señorial, el roto ridiculizó al cuico y al
siútico[i] (o
futres como preferían denominarlos); hubo una festividad popular que desbordó y
alteró el corsé de las festividades religiosas (Valenzuela Márquez 1992); se
practicó un humor corrosivo en el cual la crítica anticlerical se aunó muchas
veces con una crítica antioligárquica. Si estos
desaires buscaron ser reprimidos, la élite no percibió en ellos un
cuestionamiento frontal de su estatus. La mayoría de las veces, la sorna del
roto fue más un script oculto que público
(Scott 2000), y en los momentos en los que la risotada se hizo pública, el
desaire se mantuvo dentro de una lógica de tipo carnavalesco: una suspensión
tolerada de las jerarquías, como en las festividades del 18 de septiembre
(Peralta Cabello 2007). En el ordinario de las interacciones, el dominio
elitario logró que los actores subalternos se sometieran a las jerarquías en público.
Por contraste,
es posible formular la siguiente hipótesis: en la sociedad actual los
cuestionamientos se generalizan y se hacen diversamente públicos. Ya no son
solamente los modos de ser (ademanes, acentos) de los cuicos lo que se mofa;
los cuestionamientos deferenciales conciernen las maneras mismas de hacer de
las élites. Desde hace unos años, las rutinas de ciertos humoristas en Viña del
Mar no hacen reír a la élite –una “falta de humor” también patente en las
declaraciones de ciertos miembros de instituciones militares o religiosas–.
Estas actitudes, que pueden parecer asuntos nimios, dan cuenta del malestar
estatutario y de las nostalgias hacia el verticalismo de antaño. Muchas de
estas manifestaciones son percibidas como un desacato intolerable.
Con efectos
distintos que en otros países latinoamericanos las remanencias señoriales son
particularmente desestabilizadas por una cultura irónica, estructurada por una
risa de tinte iconoclasta, vehiculada por los medios de comunicación en lazo
con las lógicas del mercado (Monsiváis 2000). Algo particularmente agudo cuando
estas manifestaciones se dotan de una dimensión antisistema, algo visible en
ciertas producciones culturales (hip hop, mambo, artes plásticas, grafitis) dan
paso a explícitos cuestionamientos deferenciales. Pero esto no conduce a una
crítica valórica: en muchas de estas manifestaciones el éxito económico no solo
no es rechazado, sino que los actores buscan por el contrario identificarse con
él o dotarse de sus atributos, pero despreocupándose por las consideraciones
estatutarias.
d.
Desde hace lustros una sucesión de
escándalos políticos, financieros, de colusión, cohecho, delitos de iniciado
(Jara 2018; Fazio 2016) o de pedofilia sacuden la opinión pública en Chile.
Aunque los casos son muy distintos entre sí (Karadima, Penta, Caval, SQM, Carabineros, etc.), en la opinión pública se
producen amalgamas que ponen en jaque los prestigios elitarios y su inmoralidad
(Mayol 2016, 2019). No es ni necesariamente nuevo ni exclusivo a la sociedad
chilena, pero hoy en día en Chile estos escándalos potencian otras
consecuencias. Si por el momento, dada su cohesión, las peores derivas del lawfare están controladas a nivel de las
pugnas intraelitarias, esto no impide que sea cada
vez más frecuente que se les exija cuentas por vías judiciales a los miembros
de la élite o que se multipliquen los cuestionamientos de manera ocasional en
los medios mainstream de comunicación y de manera más extendida
en las redes sociales. Las jerarquías elitarias son desnaturalizadas.
e.
El malestar estatutario de las élites
también se refleja en el fenómeno del flaite. Bajo la vigencia del tipo ideal
de la sociedad señorial, el sistema estatutario operó a través del mutuo
reforzamiento entre lo cuico y lo siútico. El siútico era un advenedizo que
debía ser si no excluido, en todo caso, claramente diferenciado de la élite
(origen, gustos); pero era un advenedizo que quería y que eventualmente podía
hacerse aceptar si poseía dinero (u otros recursos socialmente valorados). En
este proceso de integración selectiva, la élite chilena siempre operó con un
gran pragmatismo (Contardo 2008).
El fenómeno de los flaites pone en jaque de
otra manera las prerrogativas jerárquicas. Con el término flaite se designa
usualmente a jóvenes de clase baja, habitantes de comunas populares, cuyas
supuestas malas costumbres o conductas suelen ser asociadas con un cierto mal
gusto vestimentario y gestual (Rojas 2015). Esto parece vincularlos con la
clásica categoría de los mediopelos en América Latina y de los siúticos en
Chile, pero la denostación del flaite expresa un malestar de otra índole: el
rechazo social se centra en las molestias que “sus” costumbres inadecuadas
suscitan. El flaite está asociado con una irrupción consumista percibida como
disruptiva por las élites (Tironi 1999). Esto
diferencia el rechazo del flaite con el antiguo repudio moral y racializado del
roto. Su transgresión de las normas de civilidad y del buen gusto toma la forma
de un sordo cuestionamiento de las jerarquías estatutarias. La sociabilidad de
los de arriba es perturbada por la conducta de los de abajo.
f.
Aunque se trate de un proceso en curso, es
posible formular la hipótesis de que el malestar de las élites se acentuó tras
el estallido social de octubre de 2019. Detrás de las discusiones sobre la
violencia, los desmanes o los pillajes, se volvió recurrente en los medios de
comunicación los debates sobre la pérdida del respeto y la aparición de una
sociedad sin reglas (Peña 2020). Si las afirmaciones de una anomia generalizada
o la idea de una sociedad en la cual “nadie respeta nada” son excesivas, detrás
de estas expresiones se manifiestan malestares diversos frente a los
cuestionamientos de las jerarquías. En verdad, el estallido social hizo visible
la paradoja del malestar engendrado por la desarticulación del orden elitario:
mientras más reafirma la élite la solidez de su poder de clase (ingresos) y
partido (intereses), más acentúa y desencadena rechazos a nivel de su poder
estatutario. Ante la tenacidad del dominio elitario de clase y de partido, la
contestación se desfoga contra el orden del estatus.
El objetivo de este artículo ha sido formular, desde
la sociología histórica interpretativa, una hipótesis sobre el malestar
estatutario de la élite en Chile. Si desde su dominio de clase y partido, las
élites lograron contener y canalizar (hasta la fecha) muchas de las demandas
propiamente económicas y en parte políticas, la misma élite se siente
desbordada y hasta desamparada frente a una ciudadanía que manifiesta una
creciente desaprensión deferencial hacia ella. El dominio de la élite oscila
así entre la permanencia y la renovación efectiva de sus ejes de clase y
partido, por un lado, y la implosión de sus dimensiones estatutarias por otro.
Esto define justamente la especificidad del malestar actual de las élites en
Chile.
El diagnóstico también abre una vía para futuros
estudios empíricos y reflexiones teóricas que permitan definir las
especificidades de este tipo particular de cuestionamiento elitario. La crisis
estatutaria de la élite en Chile no puede ser asociada ni a una crisis de
legitimidad en la sociedad capitalista (Habermas [1973] 1978; Piketty 2019), ni a una derrota hegemónica a nivel cultural
(Bell [1976] 1982; Podhoretz 2003), ni confundida con
crisis políticas o económicas sistémicas propiamente dichas.
Reconocer la particularidad analítica de este tipo de
crisis elitaria invita sobre todo a diferenciar entre las crisis de legitimidad
y el malestar estatutario. Las crisis de legitimidad subrayan la dificultad de
los procesos motivacionales y de socialización a la hora de forjar individuos
acordes con las necesidades funcionales del orden social o profundos
descréditos institucionales. Este tipo de crisis suele asociarse con álgidos
conflictos de clase en torno a la reproducción del orden capitalista o a luchas
por la hegemonía cultural (Martuccelli 2021). El
malestar estatutario propone un análisis que puede ser complementario, pero que
es sobre todo distinto y más acotado: caracteriza un conjunto de disrupciones
deferenciales y resquebrajamientos interactivos dentro de un consistente
dominio elitario.
El interés del modelo de
estratificación social weberiano y del tipo ideal de la sociedad señorial es
que permite justamente diagnosticar un tipo específico de crisis elitaria y
llamar la atención sobre la necesidad de complementar el estudio de las
relaciones entre élites económicas y poder político, con consideraciones
propiamente estatutarias. Un modelo de análisis que podrá en el futuro
alimentar a partir de otros casos nacionales estudios comparados sobre la
diversidad de las crisis de las élites en América Latina.
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Notas
[i]
Los términos cuico y siútico son chilenismos. El primero se usa para designar a
una persona de abolengo, económicamente acomodada o algo esnob; mientras que el
segundo se emplea para denominar a la persona arribista que presume de
alcurnia.