Pandemia y control social: narrativas sanitarias en la configuración de las Policías en Ecuador y Chile
Pandemia and social control: Health narratives in the configuration of police forces in Ecuador and Chile
Dr. Daniel Pontón-Cevallos. Profesor investigador. Escuela de Seguridad y Defensa, Instituto de Altos Estudios Nacionales (IAEN) (Ecuador).
(daniel.ponton@iaen.edu.ec) (https://orcid.org/0000-0003-2608-396X) (https://ror.org/011g3me54)
Dr. Patricio Rivas-Herrera. Profesor investigador. Escuela de Seguridad y Defensa, Instituto de Altos Estudios Nacionales (IAEN) (Ecuador).
(mailto:patriciohrh@yahoo.com) (https://orcid.org/0000-0002-4845-586X) (https://ror.org/011g3me54)
Recibido: 22/04/2024 • Revisado: 21/08/2024
Aceptado: 08/11/2024 • Publicado: 01/05/2025
Cómo citar este artículo: Pontón-Cevallos, Daniel y Patricio Rivas-Herrera. 2025. “Pandemia y control social: narrativas sanitarias en la configuración de las Policías en Ecuador y Chile”. Íconos. Revista de Ciencias Sociales 82: 119-139. https://doi.org/10.17141/iconos.82.2025.6190
La pandemia de la covid-19 ubicó los temas del control social en el centro de un debate de alto valor, al cual se le ha dado el nombre de leviatán sanitario. En un sentido histórico, esta idea no es moderna, pues obedece a una vieja saga con distintas racionalidades que han dado forma a las instituciones policiales, situación que se explica en el marco del institucionalismo histórico como la disciplina encargada de dar cuenta de las configuraciones organizacionales en periodos prolongados. Por esta razón, mediante una revisión hermenéutica de la interpretación de autores, autoras y fuentes documentales, en este artículo se realiza una genealogía del rol de las pandemias en la demarcación de las racionalidades de las instituciones policiales en América Latina, poniendo un particular interés en los casos de Ecuador y Chile. Se concluye que el Gobierno absolutista moral, la mentalidad burocrática, el leviatán antidrogas, la prevención de la violencia y, actualmente, la preocupación por la bioseguridad son distintos momentos en los que se ha construido la racionalidad policial como un problema gubernamental. Si bien la reflexión poscovid apunta a que las Policías han dado un giro salubrista, en realidad históricamente estas siempre han sido moldeadas por las “pandemias”, lo cual constituye un excelente mecanismo para vislumbrar la configuración de las instituciones policiales del futuro.
Descriptores: control social; Gobierno; leviatán; pandemia; Policía; sanidad.
The COVID-19 pandemic positioned issues of social control in the center of a high-stakes debate, which has been coined the health leviathan. In an historical sense, this idea is not modern. Rather, it responds to old dynamics with diverse rationalities that have shaped institutional policies in the framework of historical institutionalism, the disciplinary tradition that has accounted for organizational configurations over long periods of time. For this reason, through a hermeneutic review of the interpretation of authors and documentary sources, this article carries out a genealogy of the role of pandemics in the demarcation of the rationalities of police institutions in Latin America, with particular interest in the cases of Ecuador and Chile. It is concluded that the moral absolutist government, the bureaucratic mentality, the anti-drug leviathan, the prevention of violence and, currently, the concern for biosecurity are different moments in which police rationality has been constructed as a governmental problem. Although post-COVID reflection points to the fact that police forces have taken a health-oriented turn, historically they have always been shaped by “pandemics,” which is an excellent mechanism for envisioning the configuration of police institutions of the future.
Keywords: social control; government; leviathan; pandemic; police; health.
1. Introducción
Las trágicas consecuencias de la covid-19 pusieron a prueba la eficacia de los sistemas sanitarios a escala global. Uno de los problemas más sustanciales de esta pandemia es que se recurrió a las prácticas medievales de cuarentena y distanciamiento social para intentar mitigar los efectos de esta enfermedad viral, elevando a estado de excepción los recursos legales y burocráticos de los Estados. La emergencia de este “leviatán sanitario transitorio” (Bringel 2020) ha generado “consenso” sobre el advenimiento de nuevas prácticas de vigilancia y de control social a nivel mundial. Esto concede a los temas policiales un lugar de preponderancia en el contexto actual.
El tratamiento de los temas policiales y sus procesos de transformación han recibido una atención especial desde el plano del institucionalismo. Para este enfoque, las instituciones no reflejan una relación directa con el cambio social, sino que también ofrecen distintas dinámicas de adaptación frente a este (North 1993). Por tal razón, con los estudios sobre el cambio o el reformismo policial se ha buscado comprender los factores que inciden en la transformación institucional de los departamentos de Policía (Dammert y Bailey 2005). No obstante, las narrativas salubristas han cumplido un rol marginal en el entendimiento, consolidación y transformación de las “instituciones policiales”.
A través de la perspectiva biopolítica de Foucault (2006, 2007), en el presente artículo se traza una genealogía salubrista para entender la configuración que las diversas racionalidades han otorgado a las instituciones policiales. En este sentido, las narrativas salubristas han incidido en las instituciones gendarmes en tres dimensiones: consolidación de la función policial en la misión fundacional del Estado, ampliación del control social mediante la prevención del delito y en una esfera de proyección del Gobierno policial global a través de la narrativa sanitaria antidrogas.
El artículo se sustenta dentro del enfoque del institucionalismo histórico para analizar las configuraciones organizacionales en un periodo prolongado de tiempo, especificando secuencias y rastreando transformaciones y procesos (Pierson y Skocpol 2008). En la investigación en la que se basa este artículo se empleó metodología cualitativa. Mediante una revisión bibliográfica y de contenidos legales y documentales de instituciones, se ahonda en la relación entre las narrativas salubristas y las Policías modernas. Siguiendo ese propósito, se hará un trabajo hermenéutico de interpretación de autores y autoras y de fuentes para su ubicación en el contexto histórico.
Para ello, se analizarán comparativamente dos casos de países de la región, Ecuador y Chile, con la finalidad de comprender las transformaciones históricas de esta relación en América Latina y discutir sobre los escenarios futuros. Si bien estos dos casos pueden ser periféricos en un análisis del desarrollo del Estado policial moderno, su selección no es aleatoria, pues reflejan con claridad los viajes culturales de ciertas narrativas salubristas y su influencia en la consolidación y transformación de la Policía en Estados republicanos unitarios. La impronta institucional actual de la Policía en países que derivan de la influencia del modelo policial centralizado y jerárquico continental francés, es el reflejo de lo que Cheves (2008) denominó el “modelo policial hegemónico” en América Latina.
La dimensión policial en un Estado debe ser comprendida en tres direcciones: por el poder material de la Policía, es decir, la potestad del Estado para generar leyes y reglamentos dirigidos a regular el comportamiento ciudadano para efectos del control de poblaciones; por su función policial, entendiéndose como la gestión administrativa concreta del poder policial de las autoridades administrativas policiales (centralizadas y descentralizadas) en distintas esferas de la vida social (salud, control del delito, autorregulación social) según el marco legal vigente; y por la propia actividad policial, que es la capacidad discrecional de su funcionariado para ejecutar actos determinados por la autoridad respectiva, solo limitados por actores jurídicos reglados y normados (Olano García 2010).
Tomando en consideración lo anterior, el esquema analítico de este artículo establecerá la manera en que la dimensión política del Estado policial (dimensión 1) da sentido de forma directa a la gestión de las instituciones policiales (dimensiones 2 y 3). A estas ideas se le ha denominado el advenimiento del Gobierno policial, que para efectos de este artículo se denominará “lo policial”. Por pandemia se entenderá una serie de enfermedades y males sociales ampliamente extendidos y nómadas que propician discursos y saberes médicos para el control poblacional (Mallareal 2012).
Para analizar el rol de las narrativas salubristas en las trasformaciones policiales es necesario entender que el concepto de la Policía es algo mucho más amplio que la propia idea institucional. En realidad, el concepto evoca la figura del leviatán[i] planteada por Thomas Hobbes en el siglo XVII, que no es más que la idea del Gobierno de un super-Estado con la capacidad de vigilar, controlar y proteger el orden social. Bajo la idea de que el “hombre es el lobo del hombre”, el pensamiento de Hobbes es considerado el sustrato fundante del realismo político, basado en una mirada negativa de la naturaleza humana en su capacidad para autogobernarse.
Para ello, se requiere una renuncia voluntaria y consentida a sus libertades con el fin de dar paso a la creación de un gran Estado policial absoluto y soberano en capacidad de vigilar y proteger a sus habitantes ante las amenazas externas e internas de una sociedad (Calderón Concha 2009). Por lo tanto, el horror al Estado, violento por naturaleza, genera el consenso fundante de la sociedad y de la política, mientras que la provisión de seguridad a través del monopolio de la ley y de los mecanismos coercitivos, es una de las tareas intrínsecas del Estado moderno y de su proyecto pacificador.
Pese a esto, la protección contra la violencia no parece ser la génesis ni la fuente de legitimidad de la idea de este mega-Estado policial. En realidad, la idea del leviatán no ha sido bien vista por el pensamiento liberal clásico justamente por el miedo a los excesos coercitivos que el Estado pueda generar contra sus ciudadanos (Cortés Rodas 2010). La Policía, con sus formas retóricas, sus sistemas logísticos y el apoyo de fuerzas, es percibida por amplios sectores poblacionales como un factor punitivo contra los derechos y reclamos de los grupos marginales, es decir, es vista desde la dualidad del conformismo o la rebelión y del pánico al hecho de ser controlados y vigilados.
Ha sido en el temor a las pandemias donde la renuncia a las libertades individuales y la sumisión a un Estado de vigilancia y de control se han manifestado más nítidamente, dando paso a nuevos saberes y transformaciones. En el leviatán hobessiano, la capacidad de control del Estado se ejerce a través de mecanismos externos coercitivos entre los que se encuentra la ley y la Policía. En el leviatán sanitario, los mecanismos externos coexisten también con regulaciones y con autorregulaciones sociales con motivos higienistas que implican transformaciones sociales y culturales que se convierten en nuevas formas de libertad. Solo una sociedad sana puede ejercer plenamente el derecho a la libertad.
En efecto, los horrores de las enfermedades virales o bacteriológicas mostradas en los registros históricos -por ejemplo, la peste antonina, la plaga de Justiniano, la peste negra y las prácticas de cuarentena surgidas en la Edad Media-, forjaron una nueva identidad gubernamental en el naciente Estado moderno del siglo XVII (Diamond 2020). El terror, muy impregnando en el inconsciente colectivo producto de las pandemias en distintos momentos, generó miedo a la disgregación social. Debido a esto, la retórica gubernamental de un Estado protector y de “buen Gobierno” hobessiano solo puede tener un sentido ampliado bajo la dinámica de las “pandemias”.
Entonces, cabe preguntarse: ¿de qué forma esto valores sanitarios pueden provocar el advenimiento de esta idea del leviatán? Para Foucault (2007), simplemente lo entendido en la actualidad por natural, liberador y espontáneo, en realidad estuvo mediado y condicionado por una serie de prácticas y relaciones de poder históricamente concretas que han dado significado a nuestros sentidos y racionalidades. Para comprender el leviatán sanitario debemos ubicarlo dentro del debate contemporáneo de la biopolítica. En la muy citada lección del 14 de febrero de 1979, cuando Foucault se planteó “el nacimiento de la biopolítica”, diferenció el liberalismo ya clásico del siglo XVIII del denominado neoliberalismo alemán del siglo XX (mutatis mutandis, también del siglo XXI), pues sugiere que la política de la vida debe inducir a que los individuos se comporten de manera que se asemejen a una empresa adaptable, flexible, autorregulada y controlada (Foucault 2007).
El manejo de las poblaciones, más que de individuos, es un asunto de política pública y orgánica del Estado. Así, un rasgo distintivo de la vida es su búsqueda de perdurar, de mejorar sus condiciones de vida y de resistirse a la muerte (Foucault 2007). Si el poder soberano del leviatán hobessiano consistía en la capacidad del príncipe de castigar y de “hacer morir” a personas para proteger a la población, la biopolítica tiene la capacidad de “hacer vivir” a través de la administración de poblaciones, de la vigilancia médica, de la reproducción de la vida y del bienestar colectivo (Estévez 2018).
Más que un control social a través de la conciencia y de la ideología, la biopolítica se constituye en una tecnología de poder que se ejerce sobre el cuerpo y a través del cuerpo de las poblaciones para asegurar su reproducción y posteriormente disciplinar la fuerza de trabajo (Foucault 2006, 2007). En este juego cumplen un papel fundamental el concepto de lo policial, entendido como una forma de Gobierno donde se pone en escena una ampliación de recursos punitivos y sociales para labores de vigilancia y control poblacional.
A diferencia del panóptismo propio del mundo de las prisiones, los hospitales, asilos, y manicomios, la Policía (o lo policial) se convierte en un concepto clave para el Gobierno de la biopolítica, pues vigilan los espacios que no custodian las instituciones disciplinarias. La Policía opera en los intersticios de la sociedad por medio de la regulación de la vida social, lo cual complementa de forma expansiva el cometido inicial del Gobierno disciplinario que es la transformación de las conductas (Sozzo 2005a). Vigilar y controlar a las poblaciones para promover la reproducción de la vida son ejercicios intrínsecos del Estado moderno en sus pretensiones civilizatorias. De esta forma, la relación entre la pandemia y la Policía es de poder y en consecuencia, biopolítica.
Bajo esta mirada, las Policías se convierten en gestores de la administración de recursos punitivos y no punitivos de control poblacional. El accionar del Gobierno policial en contextos pandémicos conjuga perfectamente el excepcionalismo autoritario del Estado moderno con sutiles lógicas privadas de control y de autorregulación social en ámbitos privados (Shearing y Stenning 1985). La extensión de la vigilancia y el control estatal constituyen formas naturales del ejercicio de la libertad individual en las pandemias. Policía y sociedad, en este sentido, se separan por una delgada e imperceptible “línea azul” (Garland 2005), es decir, la vigilancia no se ejerce sobre la sociedad sino con la sociedad.
Reconocer este asunto implica una actualización de las premisas, primero que nada, culturales y políticas de las funciones policiales contemporáneas, pues no se agotan solamente en modelos policiales, sino que se extienden a culturas y desde luego a doctrinas. Ahora bien, la relación entre la Policía y las pandemias ha pasado por diversas narrativas políticas de control social en la historia, las cuales dan forma a distintas racionalidades institucionales de las “Policías”.
Sozzo (2005a) sostiene que a partir del siglo XVI y del XVII un enorme conjunto de narrativas sobre la propagación de enfermedades tuvieron gran repercusión en el contexto europeo, especialmente sobre la necesidad de involucrar un conocimiento detallado y pormenorizado de las poblaciones. Esta necesidad médica fue forjando la concepción propia del Gobierno policial del Estado absolutista europeo. Se forjó así la idea de un Estado que controle y vigile “aparentemente todo”. Por ello, Gobierno y Policía fueron conceptos homónimos en los cimientos del Estado moderno, pues es justamente esta narrativa del control absoluto lo que le dio racionalidad al nuevo Estado.
Así, la “Policía” era un concepto basado no solo en la idea de ser un instrumento contra el delito, sino en la esencia misma del Gobierno destinado a dirigir la conducta de los hombres, a estructurar o a condicionar el campo de acción de los posibles otros (Foucault 2007). Esta lógica gendarme, soñada por el gran leviatán de Thomas Hobbes, tenía incidencia sobre una gran cantidad de asuntos de la vida cotidiana de las personas. Amparados en este esquema, la religión, la moral, la salud, los abastos, las carreteras, los caminos y los pobres son labor de regulación de esta nueva racionalidad gubernamental centrada en este ideal sanitario. El fin fundamental fue la búsqueda de la felicidad pública, de la prosperidad y por supuesto de la vida saludable (Sozzo 2005a, 167-168). En consecuencia, el sustrato originario de la racionalidad policial moderna se encuentra en el horror hacia las enfermedades infecciosas.
La racionalidad moral-religiosa surgida en la Edad Media fue sustituyéndose paulatinamente por un nuevo patrón sanitario que dio paso al concepto de “medicina social”. El ideal de esta unión entre medicina y política fue tener una sociedad libre de enfermedades en la cual se debía garantizar el abastecimiento urbano, la salud, la higiene y las normas de comportamiento necesarias para evitar la propagación de contagios. Cuarentenas, división de la ciudad, separación de la población infectada, vigilancia local, reportes periódicos a la autoridad, desinfecciones con perfumes e inciensos, entre otras estrategias, fueron características intrínsecas del surgimiento de este poder sanitario-policial de origen urbano.
El objetivo, aparte de mejorar el nivel de vida de la población, buscaba controlar la sublevación proletaria, hacerla menos peligrosa para las clases pudientes y garantizar su fuerza de trabajo. No es de sorprender que esta misma estrategia de segregación y de vigilancia sanitaria se aplicara con mayor énfasis sobre ladrones, dementes, malhechores, vagabundos y en general personas pobres o marginales por considerarse que iban en contra de la purificación de la ciudad y de su ordenamiento (Foucault 1982, 373-384).
Las ciencias policiales modernas sostienen que el origen de la Policía en tanto organización, se remonta hacia fines del siglo XVIII en Londres. Sir Robert Peel (llamado el padre de la Policía moderna) instauró una doctrina que consideraba que la Policía cumplía un servicio local, urbano, preventivo y cooperativo con la comunidad, enfocado en el control de incivilidades, de riñas y de la creciente criminalidad urbana. Políticas de vigilancia higienistas que por excelencia se articulan al dilema normal-peligroso (sano-enfermo), conllevan también una alta dosis de legitimidad y de compenetración ciudadana en su gestión. En otras palabas, un modelo policial más de orientación salubrista que “lo engloba todo”. Peel consideraba que “la Policía es la comunidad y la comunidad es la Policía” para invocar a esa fuerte compenetración entre poder político y sociedad en el marco de la racionalidad policial (Varela Jorquera 2007).
Se puede entender entonces que esta afirmación que dio paso a la Policía moderna no fue producto de la casualidad ni del ingenio idealista de Peel, sino de una serie de mutaciones en la racionalidad gubernamental del Estado moderno. Obviamente, esta racionalidad no puede ser entendida sin el influjo de la narrativa del horror a las “pandemias”. Esta perspectiva de absolutismo salubrista, moral y citadino ha incidido directamente en el primigenio sistema moderno policial y fue extendiéndose a lo largo del mundo mediante una racionalidad colonial para forjar modelos de Policía.
Por esta razón, pensar que fundacionalmente la cuestión policial en Chile y Ecuador inició con la fundación de los Carabineros de Chile y con la Policía Nacional del Ecuador puede ser un error de interpretación al momento de comprender la consolidación del Estado policial. Al respecto, Kingman Garcés y Goetcshel (2009, 74) sostienen que la narrativa de “vivir en policía” constituyó un modelo de distribución social y espacial de las poblaciones dirigido a instaurar un orden en los poblados en la colonia. En Chile, por ejemplo, la función ejercida por el cuerpo de alguaciles, cuya labor fue complementada con la creación de los Dragones de la Reina, cuerpo de seguridad formado por 50 hombres cuya principal tarea era vigilar Santiago de Chile. En 1780 se creó un grupo de celadores o vigilantes denominados serenos (Museo Histórico Carabineros de Chile 2016).
Durante la Colonia, en Ecuador funcionó un sistema de control y de seguridad similar al que había en España, manejado por alguaciles mayores y menores cuyas funciones eran el control de la salubridad pública, el ornato y el aseo de edificios y calles (Barba Brito 2015). Durante la Real Audiencia de Quito, en 1791, se expidió en Ecuador el primer reglamento policial para generar tranquilidad y aseo y también se creó la Primera Comisaría General de Policía de Quito. Este absolutismo policial se extendió por el mundo debido a la racionalidad colonial. En Chile y en Ecuador estos sistemas tenían un asiento de dependencia en las alcaldías o cabildos.
Este sistema policial colonial fue heredado de forma directa en la era republicana. En 1813 se dictó el primer reglamento de la Policía en Chile, considerado el germen de la función policial republicana. Desde esa fecha y durante un largo periodo hasta las primeras décadas del siglo XX, se convivió con un sistema mixto en el cual los municipios y el Estado central fueron asumiendo las tareas de organización y financiamiento de estas fuerzas, casi siempre bajo la mirada de la noción y de la cultura del ministro y estadista Diego Portales, es decir, de una política pública autoritaria y conservadora que se sustentaba en el imperativo del orden.
Las primeras corporaciones de Policía organizadas de manera estable se dieron en 1830 y gracias al impulso del ministro Diego Portales, financiadas muchas de ellas por los municipios, lo cual aseguraba ingresos muy desiguales, dependiendo de los recursos con los que contara cada territorio (Palma Alvarado 2014). En 1831 y 1833 en Quito y Guayaquil respectivamente fueron expedidos los primeros reglamentos de la Policía en Ecuador, confiriéndole a esta institución los cargos de jefes, comisarios y celadores, todos dependientes del consejo cantonal y de la jurisdicción local (Barba Brito 2015). A mediados del siglo XIX, los cuerpos de Policía en Ecuador dependían funcionalmente de las intendencias locales, las cuales se encontraban reguladas o rendían cuentas al Gobierno central (Pontón 2009).
Pese a ello, esta idea del Estado policial abarcativo no puede entenderse en un modelo vertical y unidireccional. El proceso de construcción del Estado nación fue fragmentado y discontinuo en diversas colonias de América Latina. Por ejemplo, en Ecuador esta racionalidad policial surge a partir de la articulación de lógicas premodernas de regulación social de gremios, corporaciones, líderes locales, líderes religiosos, entre otros. Por ello, estos embrionarios Gobiernos policiales se desarrollaron de manera más temprana y asimétrica a nivel territorial, condicionados por lógicas patrimonialistas y dándole un peso sustancial a la dinámica local y descentralizada (Kingman Garcés y Goestschel 2009). Pese a ello, el control poblacional de las buenas costumbres, del ornato y del aseo, el control de la mendicidad y de las incivilidades, en definitiva, el poder moral, tiene su génesis en una perspectiva salubrista que se articuló a la racionalidad burocrática del Estado moderno. Esto les dio a los gobernantes locales un enorme poder -policial- con un alto nivel de involucramiento social.
Si bien la consolidación de los cuerpos policiales en Chile y Ecuador durante el siglo XIX se dio luego de un largo y complejo proceso de consolidación de la racionalidad policial del Estado, que se adaptó a diversos procesos políticos, sociales y económicos, la perspectiva salubrista quedó cristalizada en la misión civilista de sus diversos cuerpos policiales a nivel nacional y local. En Ecuador, el actual Cuerpo de Agentes Metropolitanos de Control (anteriormente Policía Metropolitana), dependiente del Municipio de Quito, en su misión institucional heredó esa visión salubrista de control de incivilidades, de aseo, de orden público y de buenas costumbres. A continuación, se analizará la manera en que esta racionalidad salubrista de la prevención ha resuelto un problema burocrático, ampliando así la dinámica del control social.
Se puede decir que el liberalismo ha sido la ideología que ha incidido en la consolidación de estructuras policiales, legales y burocráticas de corte weberiano. Sozzo (2005a) sostiene que fue el surgimiento de la filosofía política liberal y el temor a la lógica de un “Gobierno excesivo” lo que estableció un límite a este Gobierno moral totalizante y justificó la “división constitucional de poderes” (Cortés Rodas 2010). Esta idea de Gobierno limitado instauró la necesidad de un saber técnico, especializado y burocrático. En la salud, por ejemplo, las preocupaciones por el control sanitario de las pandemias ya no se orientaron a la vigilancia moral-sanitaria de las poblaciones, sino a la incorporación del saber técnico, racional, legal y profesional (Foucault 1982, 366-371). Este ejercicio de organización, subordinación y normalización médica, integró también servicios de salud en una esfera centralizada administrativa estatal en Chile y en Ecuador (Gattini 2018).
La limitación del poder del Estado también significó la limitación del concepto de esa vieja Policía. Por esta razón, desde su surgimiento, los Carabineros de Chile (1927) y la Policía Nacional del Ecuador (1938) fueron estructuras burocráticas centralizadas, jerárquicas y disciplinadas en sus entramados legales y culturales, lo cual persiste actualmente. De hecho, la ocupación autoritaria territorial ha sido un elemento constante y doctrinario en la filosofía militar de estas instituciones, dando paso al ya conocido sistema de cuarteles en su accionar operativo.
No obstante, la filosofía cultural liberal ha jugado un papel determinante en la configuración institucional de la Policía en estos países. Su poder omnímodo moral quedó constreñido para el control de los delitos y la criminalidad en el marco de la ley. En Ecuador, esta perspectiva fundó el denominado Sistema de Investigación Criminal (SIC) en 1946 y fue orgánicamente asumido por la Policía Nacional en 1961 (Piedra Cobo 2022). Posterior a eso, en los años 90 se crea la Oficina de Investigación del Delito (OID), lo que posteriormente se llamó Policía Judicial, con precario desarrollo (Pontón 2009).
Por su parte, la Policía de Investigaciones de Chile surgió en 1933, al principio era una institución civil de investigación y análisis basada en métodos científicos, pero separada del Cuerpo de Carabineros. En el año 1979 se creó la Policía de Investigaciones (PDI), la cual ya era una institución de carácter profesional, técnico y científico sometida a un régimen interno estricto distribuido a lo largo de la nación (Palma Alvarado 2014). Entonces, el Gobierno policial del Estado se plasmó en el origen de cuerpos especializados y propició el surgimiento de las ciencias policiales (Varela Jorquera 2007). Pese a ello, estas instancias eran por excelencia órganos reactivos, con muy poca relación con la sociedad civil y en determinados momentos con graves acusaciones en materia de violaciones a los derechos humanos.
A partir de la tercera ola de democratización en América Latina en los años 80, se ha venido discutiendo la necesidad de reformas a las instituciones policiales con la finalidad de ponerlas a tono con las demandas formales y sustanciales de la democracia. En consecuencia, se iniciaron varios proyectos de reformas legales y operativas de los organismos policiales, que en muchos de los casos han sido contradictorias (a manera de contrarreforma) producto de la falta de consenso y orientación sobre los contenidos de estos cambios, de la ausencia de iniciativas y de sostenimiento político para lograrlo, pero sobre todo, por las restricciones internas al cambio institucional debido a la prevalencia de una cultura corporativa policial, autoritaria y conservadora (Arias, Rosada Granados y Saín 2012). En este escenario, los cuerpos legales de los Carabineros de Chile y de la Policía Nacional del Ecuador han mantenido intactas sus estructuras tradicionales, con algunos cambios puntuales en el ámbito de la dependencia política institucional (Abbott Matus, Villamán Juica y Pino Venegas 2021).
Pese a ello, ha sido el despunte delictivo en diversos países de la región lo que les ha permitido dar un salto cualitativo y cuantitativo importante en esta materia a raíz de la narrativa salubrista de la prevención del delito. Si bien este vínculo del control delictual remite directamente a la naturaleza del trabajo policial, en el modelo burocrático tradicional el delito era algo excepcional y se daba por descontado la eficacia
del poder policial y judicial para su erradicación. Por el contrario, las “sociedades con altas tasas del delito” (Garland 2005), presentan una gama extendida y masiva de violencias y crímenes que afectan el entramado social (violencia común, robos, venta de drogas, etc.). Esta idea ampliada de afectación delictual se convierte en un problema cotidiano, masivo y recurrente de la vida urbana moderna, forjando así una nueva experiencia colectiva sobre la cuestión delictual.
Es sobre esta perspectiva donde empieza a haber un paralelismo muy importante en el enfoque salubrista hacia la violencia. Esta vinculación surgió a mediados de la década de los 70, impulsada por un renovado interés en la prevención del delito basado en los aportes del saber médico “epidemiológico” para el control de enfermedades contagiosas (Crawford 2018). Se inculcó en la doctrina policial que era mejor “prevenir que curar”. No obstante, curar, por lo general, es un término que alude a explorar las raíces de un problema para erradicar una enfermedad. Por el contrario, esta idea epidemiológica es funcional y análoga a las ciencias administrativas y gerenciales y su objetivo es encontrar formas de minimizar los efectos que estos problemas generan a la ciudadanía (Pitch 2009).
Las sociedades con delito y violencia cero no existen, pero sí se requiere su clasificación, su tipología, su medición precisa, sus repuestas focalizadas y entender sus factores de riesgo y protección para evitar su propagación. Surge así el interés por el desarrollo de una economía médica científica para establecer los costos del crimen, pues este se considera una pérdida de bienestar general de la población y un límite al desarrollo debido a los costos directos e indirectos del crimen a nivel individual y social (Jaitman y Torre 2017). Bajo esta mirada, el delito es un problema real y “hay que tomárselo en serio”, no solo por sus problemas morales, sino también por los económicos, sociales y políticos.
Era necesario entonces ampliar el esquema de intervención más allá del ámbito penal bajo el paraguas de la “prevención”, la “gestión local” y la gestión de la regulación privada, regida por el concepto del “Gobierno comunitario” (Clarke y Eck 2008; Valverde y Levi 2006). Esto dio paso a la generación de otro leviatán sanitario con amplias capacidades de control y vigilancia, amparado en la prevención. Esta transformación, que surge en el contexto anglosajón de los años 70, constituyó la base de una nueva forma de mirar el problema del delito y la violencia, del cual América Latina no es la excepción.
De hecho, a partir de los años 80 esta región empezó a ser considerada una de las más violentas del mundo producto del embate del crimen violento, de los delitos predatorios, sexuales y narcodelictivos. Por ejemplo, la incidencia mundial en el número de muertes por cada 100 000 habitantes es alarmante. Es cuatro veces superior al promedio mundial y más de 20 veces el promedio de los países desarrollados europeos (World Bank 2020). Por su parte, el Barómetro de las Américas sostiene que el promedio de la región se ubicaba entre los años 2010 y 2014 en el 15%, es decir, 1,5 de cada 10 personas fue víctima de un delito en ese periodo (PNUD 2021).
Por esta razón, el enfoque epidemiológico ha sido muy difundido a escala mundial en las esferas de cooperación internacional para el crimen y la violencia. El planteamiento sustancial ha sido comprender y controlar los factores de riesgo locales del crimen, fortalecer los factores de protección, pero, sobre todo, promover reformas de las instituciones de control para ajustarse a esta nueva racionalidad de controlar la pandemia delictiva.
Debido a este panorama era necesario hacer transformaciones en las instituciones. A partir de los años 70 en el mundo anglosajón se promovió un nuevo modelo de gestión policial denominado community policing o policías de orientación comunitaria. Los orígenes de estos modelos policiales fueron una contestación al rígido patrón burocrático, centralizado, profesional y reactivo de la Policía, cuya fijación en su trabajo contra la criminalidad había recaído (muchas veces con exceso) sobre ciertas minorías étnicas en diversas ciudades de Estados Unidos e Inglaterra (Varela Jorquera 2007).
Este enfoque llegó a América Latina bajo el nombre de policía comunitaria, modelo que ha sido altamente difundido en la región para solucionar el aumento de los delitos (Frühling 2004). En Chile, los postulados del modelo comunitario en los carabineros se dieron en 2011, aunque ciertos elementos embrionarios ya se habían aplicado en la década de los 90 con la implementación del plan cuadrante de seguridad preventiva (Labra Díaz 2011). En Ecuador, el modelo de policía comunitaria se empezó a ejecutar a partir del año 2003, pero ya durante los años 90 el concepto preventivo de la Policía tomó fuerza con los puestos de auxilio inmediato (PAI) y con las denominadas brigadas ciudadanas que eran coordinadas por la misma institución (Pontón 2009).
En realidad, el desarrollo de la filosofía del community policing no es nueva. En cierta forma se desempolvó el viejo modelo de Gobiernos policiales higienistas de la Colonia, con un fuerte apego a la gestión local o municipal y con una especie de “evocación nostálgica” de que lo viejo supera en calidad a lo nuevo. Pero en la actualidad, esta vieja filosofía combina también una estrategia eficaz de descongestión de los servicios policiales, una segregación territorial basada en los modelos salubristas del entorno urbano en cuadrantes en función de los territorios de riesgo, y un enfoque proactivo de los servicios comunitarios de las Policías, que ha derivado en la ampliación de las competencias policiales tradicionales (incluso transgrediendo el ámbito de la legalidad). Todo esto a través de una mayor visibilidad de sus agentes, de un intenso contacto con la comunidad y de la capacidad de gestionar la prevención del delito mediante el control de incivilidades ciudadanas y de la coordinación con instancias locales (Sozzo 2005b). La Policía se convierte entonces en un gestor local más que un vigilante, donde la productividad policial se pone en escena bajo la idea de tener una “comunidad protegida” (Simon 2006).
A partir de ello, se ha hecho necesario crear mecanismos de gestión de información policial denominados COMPSTAT, que no es más que un mecanismo de administración gerencial de control de mandos operativos policiales y sistemas de georreferenciación delictiva (Clarke y Eck 2008). Esta tecnología combina de forma precisa con los principios de la nueva administración pública, centrada en la racionalidad del management empresarial y en el accountability, donde los nuevos modelos comunitarios se adaptan al esquema de gestión operativa policial basada en la productividad, en el uso eficiente de recursos policiales y en la rendición de cuentas (Clarke y Eck 2008; Varela Jorquera 2007). Actualmente, en Chile ese modelo de policía comunitaria dividido en cuadrantes toma el nombre de modelo de intervención de carabineros en comunidad (MICC) y en Ecuador el de modelo desconcentrado en distrititos, circuitos y subcircuitos. En la tabla 1 se exponen algunos detalles de los mismos.
Es cierto que este modelo en Chile y en Ecuador no rompe con el clásico esquema militar plasmado en su cuerpo legal, no obstante, el modelo comunitario ha generado que se implementen una serie de reformas operativas y doctrinarias al interior de los cuerpos policiales. Por ejemplo, en Ecuador la doctrina policial adoptada en el año 2013 contiene un fuerte componente de filosofía comunitaria (Ministerio del Interior 2013). En ambas naciones las Policías cumplen labores de gestores territoriales con las autoridades locales para la prevención del delito. En la tabla 1 se evidencia que el gran porcentaje de Carabineros de Chile y de la Policía Nacional del Ecuador son policías preventivos con orientación comunitaria.
Tabla 1. Características de los modelos de Policía comunitaria en Chile y Ecuador
Elaborada por los autores.
De esta forma, la pandemia delictiva de la violencia ha permitido desempolvar viejas racionalidades sanitarias en la gestión policial cuyo efecto ha tenido influencias transformadoras o reformistas al interior de las instituciones policiales y un sistemático proceso de modernización institucional. En este sentido, estos viajes culturales de higienistas permearon notablemente la configuración de un nuevo saber técnico destinado a la solución de problemas cotidianos, de delitos y de incivilidades menores. La pandemia de la violencia y el crimen son los “grandes atractores” de estas ideas hegemónicas de la Policía con orientación comunitaria, lo cual ha permitido mejoras sustanciales en la gobernanza de la seguridad en los territorios.
Otro momento importante en la consolidación de esta relación entre pandemia y modelo de vigilancia policial lo constituye la pandemia global de consumo de drogas. Bajo la perspectiva de las “drogas”, se puede observar otra vez una fuerte simbiosis con las racionalidades médicas y policiales, dando paso a un nuevo leviatán sanitario. Es importante decir que desde el enfoque salubrista se considera que se trata de un grave problema médico debido a las proporciones del volumen de consumo de estas sustancias en la población (en frecuencia y en prevalencia).
La argumentación médica sostiene que la escalada del consumo de sustancias psicoactivas en la población tiene consecuencias directas e indirectas sobre la salud física y mental de la sociedad (Sánchez Avilés 2012). Este atributo de “masivo” incidió en que se declarara que el consumo de drogas constituye una enfermedad de un alto nivel de infección poblacional y de extensión territorial. Por esta razón, el término “consumo pandémico” ha sido usado para magnificar la necesidad de ampliar un severo régimen de control mundial que se consolidó desde principios del siglo XX (Labate y Rodrigues 2015).
Pese a ello, no se puede atribuir el origen del sistema prohibicionista contemporáneo de las drogas ilícitas solamente a esta perspectiva médica científica. Diversos estudios plantean que el surgimiento de esta creencia “demoníaca” o “fóbica” contra las drogas es también un sistema moral originado en el seno de la sociedad estadounidense de finales del siglo XIX y principio del XX, debido al peso de la radicalidad religiosa cristiana de grupos puritanos (Escohotado 1997). Desde una perspectiva ideológica, este ha sido el sustrato que diseñó el prohibicionismo para controlar y regular ciertos problemas emergentes de la vida cotidiana de principios del siglo XX: el juego, la prostitución, el consumo de alcohol y el creciente mercado de drogas ilícitas.
El énfasis de esta política principalmente ha recaído en las poblaciones excluidas (pobres, mendigos y vagabundos, generalmente asociados al consumo de drogas) que potencialmente se alimentaban de discursos revolucionarios de cambio social y también sobre ciertas minorías inmigrantes (Labate y Rodrigues 2015). Consecuentemente, las políticas prohibicionistas han convivido de forma armónica con prácticas higienistas de ordenamiento poblacional (de ahí sus vínculos con la medicina social), es decir, forman una biopolítica destinada a disciplinar y normalizar la vida social y a fortalecer la autoridad estatal en sus márgenes (Mallareal 2012). A partir de esta mirada, se forjó una estrecha articulación de asuntos urbanos, xenofóbicos y policiales para tratar el tema de las drogas y su control.
Esta simbiosis entre religión, moral y salud ha impulsado un nuevo leviatán sanitario que busca “englobarlo todo” otra vez. Algunos estudios explican la forma en la que este esquema ha incidido de forma penetrante en las posteriores convenciones médicas para colocar algunas sustancias en la categoría de prohibidas, incluso sin un sustento técnico. Las primeras regulaciones contra las drogas aparecen en las denominadas convenciones contra el opio (Shangay 1909 y la Haya 1912) a principios del siglo XX, dando así paso al establecimiento de un régimen internacional con alta trascendencia. Su fuerza como régimen de control se consolidó con la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961, en la Convención sobre Sustancias Psicotrópicas de 1971 y en la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Psicoactivas de 1988 (Sánchez Avilés 2012).
Estas convenciones son el sustrato legal de un severo sistema de policiamiento médico a nivel mundial que incorpora un amplio y férreo mecanismo de oferta y demanda de drogas. Producto de esto se creó la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE), que es una instancia independiente y cuasi judicial constituida por expertos elegidos internacionalmente para establecer prohibiciones sobre el uso, la producción y la comercialización de sustancias estupefacientes y psicotrópicas con efectos perjudiciales para la salud. De igual forma, se creó la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Comisión de Estupefacientes y Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) (Sánchez Avilés 2012). Estas convenciones internacionales también han influido en una serie de regímenes internacionales preocupados por una serie de delitos conexos relacionados con el tráfico de drogas: la corrupción, el crimen organizado transnacional, el lavado de activos y el terrorismo internacional (Vlasiss 2005).
En este sentido, Ecuador y Chile suscribieron sin restricciones las convenciones más importantes de la política internacional y que han marcado de forma gradual la escala más punitiva y criminalizadora del prohibicionismo contra las drogas y sus relatos secundarios. Producto de esto, en Ecuador desde los años 70 se han creado legislaciones especiales contra las drogas para estar a tono con este régimen internacional. En el año 1987 se aprobó la Ley de Control y Fiscalización del Tráfico de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas, que equiparó las penas de los delitos de drogas a las de homicidio, lo cual generó un precedente importante para la ulterior Ley 108, (Paladines 2016, 10), considerada la más severa y draconiana de las sanciones antidrogas generadas en Ecuador y ampliamente criticada por sus excesos punitivos.
Desde 2015 rige en Ecuador la Ley Orgánica de Prevención Integral del Fenómeno Socio Económico de Drogas, la cual ha atenuado la carga punitiva de la Ley 133
108, pero ha ampliado el esquema de intervención estatal en materia de control de drogas. En Chile, por su parte, la normativa antidroga data de 1969 cuando se estableció una reforma al Código Penal en lo relativo a la sanción de delitos contra la salud y contra los códigos de procedimiento sanitarios. En 1973 se dio paso a la ley que reprime el tráfico de estupefacientes, la cual fue derogada en 1985 mediante otra que sancionaba el tráfico ilícito de drogas y estupefacientes. La ley vigente, aprobada en el año 2005, sustituyó a la Ley 19.366 de 1995 que sanciona el tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias sicotrópicas (TNI 2012).
El control de la producción, la comercialización, las actividades conexas, el tratamiento, la prevención y la reinserción, son lenguajes consustanciales de este nuevo leviatán sanitario. Esto trajo consigo un impresionante despliegue de esfuerzos sanitarios y policiales para el tratamiento de estas tareas y que ha permitido la consolidación de las agendas policiales como un asunto de alto nivel de interés de las agendas diplomáticas alrededor del mundo. La Ley 108 en Ecuador creó el Consejo de Sustancias Estupefacientes y Psicotrópicas (CONSEP), que fue disuelto por la ley de 2015, dando paso a la Secretaría Técnica de Drogas (actualmente también disuelta). Ambos espacios fueron creados para lograr la conjunción entre el esquema salubrista y policial para la regulación del Estado frente al problema de las drogas (Paladines 2016). En Chile, en el 2011 se creó el Servicio Nacional para la Prevención y Rehabilitación del Consumo de Drogas y Alcohol, adscrito al Ministerio del Interior y Seguridad Pública.
Esta cruzada global de las convenciones sobre drogas ha causado la internacionalización del régimen policial contra estas sustancias. En 1930 surge en Estados Unidos el primer cuerpo policial especializado en materia de control de drogas, el denominado Federal Bureau of Narcotics (FBN). Esta agencia sirvió en el tiempo de escala de aprendizaje y desarrollo de lo que más tarde pasó a ser la Drug Enforcement Administration (DEA) y su rol en la lucha antidrogas a escala global. Este complejo burocrático ha buscado responder adaptativamente a las dinámicas cambiantes del tráfico internacional de drogas y al entramado criminal que este mundo transnacional acarrea (Andreas y Nadelmanm 2006).
Pero la DEA no es la única agencia especializada que ha surgido. Alrededor del control de la droga se agrupan una serie de agencias policiales en Estados Unidos con complejos sistemas de cooperación con sus pares en diversos países: la Oficina Federal de Investigación (FBI), el servicio de guardacostas, agencias aduaneras, de control de lavado de activos, etc. A nivel multilateral, la Organización Internacional de Policía Criminal (INTERPOL) ha realizado enormes esfuerzos en la cooperación antidroga y en muchos países cubrió este complejo sistema de lucha contra al narcotráfico antes de la creación de cuerpos especializados, sobre todo en América Latina (Isacson 2005).
En 1998 se crea en Ecuador la Dirección Nacional de Antinarcóticos (DNA). La misión de este organismo era la planificación, dirección, coordinación y supervisión de las operaciones policiales de prevención, investigación y control de los delitos relacionados con las drogas, garantizando los derechos ciudadanos y la seguridad (Policía Nacional del Ecuador 2011). Dentro de esta dirección operan una serie de unidades de inteligencia, de investigaciones, administrativas y operativas de apoyo que han recibido directamente cooperación estadounidense desde finales de los años 90. Por su parte, en Chile se fundó en 1964 la primera y más antigua unidad antinarcóticos de la región, denominada Brigada de Represión del Tráfico de Estupefacientes y Juegos de Azar (BEJA en aquella época), adscrita a la Policía de Investigaciones de Chile.
Actualmente, esta unidad recibe el nombre de Jefatura Nacional Antinarcóticos y Contra el Crimen Organizado, dependiente de la Subdirección de Inteligencia, Crimen Organizado y Seguridad Migratoria, la cual cuenta con más de 26 brigadas antinarcóticos en todo el territorio chileno. Se trata de un órgano directivo, técnico y especializado que centra su quehacer en la investigación criminal de los delitos que contempla la Ley 20.000, que sanciona el tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias sicotrópicas (Ceballos-Espinoza 2022). Hay que resaltar que los Carabineros tienen un departamento antidrogas (OS7), el cual depende de la Dirección de Investigación Delictual y Drogas, que despliega una política de cooperación con el conjunto de instituciones adscritas al tema.
La política antidrogas ha sido la causante de que actualmente los temas policiales adquieran una relevancia suprema en las agendas diplomáticas de los países. En América Latina se han creado diversas experiencias de cooperación policial regional, entre ellas la Comunidad de Policías de América (AMERIPOL), el Sistema de Intercambio de Información de Seguridad del Mercosur (SISME) y en el ámbito bilateral, las denominadas comisiones binacionales fronterizas (COMBIFRON). Los comités de seguridad o comisiones de defensa y relaciones exteriores son las experiencias más relevantes en materia de cooperación e intercambio de información policial en Latinoamérica (Pontón y Guayasamín 2018). Esta mezcla de preceptos morales y médicos, característicos de la vieja racionalidad policial, ha dado paso a la consolidación de un régimen de vigilancia extrema con poderes extralimitados y de alcance internacional.
Justamente, la recurrente figura del “zar antidrogas”, para hacer referencia al jefe supremo de la lucha contra las drogas en un país, evoca esta vieja idea de un leviatán sanitario con amplios poderes coercitivos y morales. Otra vez, la articulación entre pandemia y vigilancia se encuentra en la intersección de una nueva racionalidad policial. El régimen prohibicionista contra las drogas es por excelencia la bisagra que permitió la expansión de una racionalidad de vigilancia local a una escala mundial, por esta razón es una de las instituciones más insignes del policiamiento global.
En el artículo se demuestra la manera en que esta idea de leviatán cobra fuerza, sentido y protagonismo en las pandemias. La figura del leviatán sanitario es usada para dar cuenta de un ente protector que aglutina consensuadamente la expansión de recursos legales y extralegales de vigilancia y control poblacional, lo cuales han nutrido una serie de racionalidades y sentidos la morfología del control social. Entonces, la pregunta es la siguiente: ¿cómo esto puede aportar a la comprensión histórica de las instituciones policiales?
Sin lugar a dudas, la consolidación higienista del Estado policial que configuró los incipientes cuerpos policiales locales, la expansión del modelo de proximidad preventiva a través de la narrativa de la epidemia de la violencia y la proyección institucional de las Policías, a través del discurso antidroga, contribuye a corroborar el linaje salubrista de las instituciones policiales. Para ello, se han analizado los casos de Ecuador y Chile, no por el hecho de querer extrapolarlos a una generalización representativa, sino porque constituyen una muestra representativa de la genealogía salubrista de las instituciones policiales. Por tanto, el objeto de este estudio es analizar el aporte sanitario en la configuración histórica de las Policías a través del análisis de estos dos casos.
Además, es preciso señalar que, a partir de la pandemia de la covid-19, la seguridad biológica se convirtió en el nuevo leviatán sanitario global desde una doble perspectiva. Esto implica un gran desafío para el desarrollo de una nueva racionalidad gubernamental de control y vigilancia de los Estados debido a los efectos sanitarios, económicos, sociales y políticos de las futuras pandemias. En este sentido, la bioseguridad junta un esquema de vigilancia médica y al mismo tiempo un sistema de vigilancia criminal para mitigar y prevenir los efectos de las amenazas biológicas.
Por esta razón, el denominado new green deal[ii] podría derivar en el surgimiento de nuevas formas de especialidad policial para la prevención y represión de delitos ambientales. A partir de esto, ha empezado a surgir la denominada “criminología verde” o green criminology, cuya misión es analizar y desarrollar perspectivas del comportamiento criminal, justamente con el fin de identificar responsabilidades para establecer mecanismos de prevención, reparación y vías para lidiar contra estos fenómenos.
Uno de los aportes más sustanciales de las Policías contemporáneas ha sido el desarrollo de la tecnología para mejoras sustanciales en las capacidades de vigilancia y control poblacional. Un gran salto en esta materia es el advenimiento de un nuevo tipo de Policía predictiva que combina algoritmos y datos matemáticos para el control del crimen, que también se pueden usar para el control pandémico. Todo esto en una serie de bases de datos (big data) integradas y con recursos de manejo provenientes de la inteligencia artificial. Esto ha permitido aprovechar una gran cantidad de bases de datos pertenecientes al sector privado, por tanto, no son controladas por el Estado, sino por un conglomerado amorfo y no unificado de poderes globales que establecerán los perfiles para saber quiénes son aceptados o no, para regular sus formas de comportamiento, para excluirlos y para clasificarlos en función de su grado de peligrosidad. Este repunte notable de los recursos tecnológicos para labores sanitarias podría ser incorporado al desarrollo de las ciencias policiales futuras. Por esta razón, se podría decir que el futuro de las Policías alrededor del mundo es justamente gestionar este enorme continente de recursos de información a través de sistemas de inteligencia artificial.
La pandemia de la covid-19 también aceleró la vigilancia del ciberespacio. A raíz del advenimiento de las tecnologías de la información para el teletrabajo y la educación virtual y de las normas regulatorias para facilitar su desarrollo, se demandarán nuevas competencias y capacidades policiales para la gestión de la ciberseguridad. El volumen de delitos e incivilidades en el ciberespacio requiere nuevas normas de regulación social, y en materia policial se está creando un nuevo concepto de proximidad. El modelo actual de la telemedicina, muy desarrollado en la pandemia, al igual que otras soluciones, se presenta como una respuesta a esta nueva forma de proximidad social de las Policías.
Lo interesante de este nuevo leviatán sanitario es que ha permitido poner en debate otra forma abarcativa y otra racionalidad estatal de vigilancia y control. Por esta razón, es muy factible que con la pandemia de la covid-19 se establezca un desarrollo notable en las instituciones policiales en materia de competencias, de organización y de despliegue de recursos. Si la reflexión pospandémica ha sido que las instituciones policiales han dado un giro salubrista, este artículo sostiene que en realidad la consolidación y la transformación de las Policías siempre han tenido un fuerte influjo salubrista. Así, el salubrismo marcará otra vez su impronta en la configuración de las Policías. Por eso resulta necesario descifrar el pasado para comprender el futuro
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